Los peregrinos que seguían la ruta de la costa entraban desde Bayona a San Juan de Luz e Irún, con un recorrido de siete leguas, según la «Nouvelle Guide». Uría especifica que este itinerario «corresponde al paso del Bidasoa por el puente de Behovia, junto a la isla de los Faisanes, y debió ser el más frecuentado; también podían seguir de San Juan de Luz a Hendaya, para pasar luego a Fuenterrabía, como hizo Von Harff en 1496». A Fuentarrabía le otorgó fuero el rey Alfonso VIII el 18 de abril de 1203, concediéndole el término de Irún.

Walter Starkie señala como etapas de este camino: Irún, San Sebastián, Bilbao, Santillana del Mar y Oviedo, desde donde los peregrinos tenían dos opciones: bajar a León por Pajares o continuar por los itinerarios ya reseñados de Vegadeo, Fonsagrada y Lugo o de Ribadeo, Mondoñedo y Villalba, para confluir en Palas de Rey o, más lógicamente, en Melide.

Según la crónica del Toledano, el camino pasaba por Álava, el País Vasco, las montañas de Laredo o Trasmiera, la de Santillana y Oviedo, por temor a las incursiones de los moros, hasta que el conde Diego Porcelos, el poblador de Burgos, lo desvió por Nájera, Briviesca y Amaya. Un dato tal vez significativo es que el presbítero Estanislao Jaime de Labayru y Goicoechea, autor de una monumental «Historia General del Señorío de Bizcaya», confirma que no hubo templarios, tan vinculados al Camino de Santiago, en las provincias vascongadas: «Lo único que poseyeron los freires templarios fue ciertos frutos decimales de iglesias que algunos patronos y los señores de Bizcaya les concedieron por afecto, a semejanza de otros frutos eclesiásticos que devotamente concedieron a las comunidades de Oña, La Cogulla, Santa María de la Vid, Nájera, etcétera».

El principal camino hacia San Sebastián pasaba por Rentería, aunque también podía ir por Oyarzun. Uría se abona a la primera posibilidad basándose en que el trozo que va hasta San Marcial aparece señalado como «camino nuevo» en el mapa de Guipúzcoa dibujado por Tomás López a finales del siglo XVIII.

No se crea que a San Sebastián la fundó Tubal, que pasa por ser el fundador de Tafalla, ni los hijos de Gerión, sino que su origen es bastante más prosaico, ya que figura donada por Sancho el Mayor de Navarra en el año 1016; posteriormente, Sancho el Sabio le otorgó fuero en 1150, confirmado por Alfonso VIII de Castilla en 1202. Tuvo dos hospitales; el de San Martín, de leprosos, quemado en 1502, y el de San Antonio Abad, de fundación relativamente tardía, en 1538. El siglo anterior pasó por la ciudad el peregrino armenio Mártir, obispo de Arzendjan, que quedó muy satisfecho de la hospitalidad de sus habitantes.

Continuaba el camino por Orio, donde había dos lanchas para atravesar la ría mediante el pago de un maravedí por persona, salvo los pobres y los peregrinos, que estaban exentos. Después de Zarauz está Guetaria, con un pasado ilustre de cazadores de ballenas en los nublados mares del Norte (los vascos fueron los primeros que se adentraron en aguas de Terranova a la busca de cetáceos), iglesia gótica de tres naves y muchas rentas, pues llegó a tener doce beneficiados, y tuvo dos hospitales: uno para pobres, y eventualmente para peregrinos, y otro para leprosos, bajo la advocación de San Lázaro.

De Guetaria seguía por Elorriaga, internándose hacia los valles del interior aunque sin alejarse del mar, e Icíar, pasando a la provincia de Vizcaya por el puerto de Arnoate, mencionado en documentos del siglos XIII. La abadía de Cenarruza fundó un hospital en 1386 «para recreación de los pobres, porque se cumplan ende las siete obras de misericordia», pero no se mencionan peregrinos. La población más nombrada de esta parte del itinerario es Guernica, donde hubo un convento de monjas franciscanas en el siglo XVII, y es conocida la vinculación de la orden al camino, debido a la leyenda no confirmada documentalmente de la peregrinación del propio San Francisco de Asís. El camino continuaba (probablemente, según Uría) por Larrabezúa y Lezama, salvaba la cumbre de Archanda y descendía a Begoña, cerca de Bilbao, a orillas del río Nervión. En Bilbao también hubo convento de franciscanos y varios hospitales, uno en el barrio de Achuri y otro dedicado a San Lázaro, del que se tienen noticias hasta el siglo XV.

El industrialismo ha hecho desaparecer, como es natural, los vestigios jacobeos. Produce desazón imaginar cómo sería este continuado paisaje urbano (Bilbao, Portugalete, Baracaldo, Santurce) en la gran época de las peregrinaciones. Sólo queda del pasado una improbable lengua paleolítica como una nostalgia arrebatada y romántica. Como escribió Chateaubriand en las «Memorias de ultratumba», ciertas lenguas idílicas, como el gaélico o el vascuence, estaban condenadas a morir inexorablemente, dado que las sociedades de pastores y agricultores en que se habían formado se encontraban en trance de desaparición. Esto, en la primera mitad del siglo XIX. Imaginemos qué porvenir tendrían en el globalizado y cosmopolita siglo XXI, si no es por intereses políticos y fuertes subvenciones.

En Portugalete posó el obispo armenio Mártir, calificándola de «ciudad grande». El camino, desde la orilla izquierda del Nervión, pasaba por Baracaldo y la ría de Portugalete, que presentaba dificultades de paso, porque no había rampa de embarcamiento en la orilla oriental. Luego, la ría de Somorrostro, y por Fito de la Raya se llegaba a Ontón, ya en la provincia de Santander, por un camino de «malísima piedra caliza, extremadamente bruñida por el uso», según anota Jovellanos.

En la actual carretera general, en el cartel que indica que entramos en la antigua provincia de Santander, un chusco escribió: «España». Algunos vascos no quieren ser españoles y otros españoles, seguramente también muy pocos, no quieren que lo sean. Da pena ver estas cosas.

La villa de Castro Urdiales figura en un verso del Arcipreste de Hita («de Castro Urdiales llegaba esa saçon»). Desde lejos parece «un inmenso bajel encallado entre los arrecifes de la costa», según Uría. En la actualidad, sólo se ven barriadas de edificios uniformes, resultados del desarrollismo turístico e industrial. Castro es, en cierta medida, ciudad dormitorio de Bilbao, pero por suerte, después de quitarle la costra de esa arquitectura horrenda, se llega a la zona portuaria, en la que, sobre una península, nos maravillan un templo gótico y un castillo medieval. Adosado a la península hay un bar que cierra la plaza, con la barra a mano izquierda, llena de pinchos imponentes. Los bares de este cogollo salvado de la siempre destructiva actuación del progreso son atractivos, con aire entre marinero y de mayores pretensiones, y de precios más propios de las pretensiones que de la marinería. De Castro Urdiales salían también los pescadores cantábricos a la caza de la ballena, industria que fue la causa de la fundación de esta villa, y de las de Guetaria, San Vicente de la Barquera, Ribadesella, Luanco y Luarca, y del aumento de Bermeo, Laredo y otras, según señala Enrique de Leguina en «Recuerdos de Cantabria». «Pusiéronla sus fundadores sobre las rocas peladas que bate el mar -escribe Amós de Escalante-. ¿Era espía del agua, centinela de la tierra, fortaleza, puerto, amenaza, refugio?». Estuvo cercada de muros torreados, abriéndose al Este la puerta de San Francisco, y tuvo hospital, aunque, acota Uría, «no poseamos ningún dato que a ellos (los peregrinos) se refiera».

Laredo es más grande, más moderna si cabe y con más edificaciones como cuarteles que Castro, y en la orilla izquierda de la bahía se alza Santoña al pie de un monte. En la Edad Media recibía el nombre de Porto, y está algo menos afectada por el progreso que Castro Urdiales y Laredo. Laredo era el gran puerto medieval de Castilla, pero esa denominación incluía también Santoña, y los dos puertos, a ambas entradas de una abrigada bahía, recuerdan, en clave modesta y de andar por casa, la gran bahía china en la que se asientan los primeros puertos abiertos a Occidente: Cantón y Macao, y la isla de Hong Kong.

Santoña no está tan depredada por el progreso como Laredo. No la fundaron cazadores de ballenas ni mercaderes en tráfico con los puertos del Norte, sino un monje llamado Paterno, que erigió un monasterio dependiente de Santa María de Nájera. El recuerdo del cartógrafo Juan de la Cosa, hijo de esta villa, se mantiene en el muelle sobre un ancla gigantesca. A Laredo y Santoña llegaban peregrinos del Norte que hacían el viaje por mar, según demostró G. Musset.

«Poco le falta a Santoña para ser isla», escribe Amós de Escalante. En efecto, en Santoña suena el mar con más libertad que en Laredo, y barre el viento del Nordeste despejando nubes. Y las noches de galerna, todavía ahora, se escucha «el pavoroso furor de los mares».