En la calle, los ladridos de «Moro» y «Pastor», los perros de José García, son acaso el único sonido que interrumpe la paz del mediodía en Villabre. He ahí otro valor indiscutible. La calma. La tranquilidad, pero también el reverso tenebroso que se atisba en la frontera difusa que separa el sosiego del tedio. Los que siguen aquí saben que la dificultad para identificar el significado del estrés «no tiene precio», pero también que amanecer antes de las siete de la mañana entre la nieve del invierno para entrar a trabajar o al colegio en Grado a las ocho y media «no es tan fácil». «Tenemos que renunciar a muchas cosas que hay abajo», asume Yolanda García mientras oye a sus hijos pedir comodidades urbanas, «pero queremos estar aquí». También en invierno, aunque Lidia Quirós «quede sola en Villarruiz» y en ocasiones aislada por las nevadas. «Te presta hablar con la gente, por eso echamos de menos un bar, pero al mismo tiempo aquí se aprende a valorar las pequeñas cosas, a disfrutar de los animales y la flora que te rodea, los caminos llenos de avellanas y oricios de castañas y en verano estar fuera de casa viendo oscurecer. Los niños y los jóvenes que quedan quieren salir, tal vez no se dan cuenta de todo esto hasta que llegan a una edad». A lo mejor porque no han pasado por el tránsito traumático que recuerda Javier Fernández: «Cuando bajé a vivir a Grado, al principio, con el ruido no era a dormir».

La calidad de vida de aquí se aprecia también en las manzanas «ecológicas» de Lidia Quirós, en las gallinas que «comen pienso ecológico» y en los huevos «comprados» que hicieron quejarse a los hijos de Yolanda García. Notaron la diferencia: «No los quiero». No se respira contaminación y se escapan las enfermedades. Ya se lo dice a Yolanda el médico de sus hijos: «No me lo puedo creer, qué nenos más sanos tienes».

El problema reincide en señalar que duele que no haya aquí más niños ni más gente receptiva a los atractivos de la vida en esta parte del campo. A la vista del paisaje humano actual cuesta creer a quienes aseguran que «hubo muchísima gente» en otro tiempo en la capital de Yernes y Tameza, pero Javier Fernández recoge comentarios de aprobación a la certeza de que la supervivencia tiene algo que ver con ese Ayuntamiento tan pequeño que escoge a los concejales mediante el sistema de listas abiertas. Tiene cinco ediles y tres empleados y para los que lo ven desde dentro admite pocas dudas en el debate sobre la razón de ser de los municipios minúsculos. Echando un vistazo al estado de las localidades próximas de la parte alta de Grado, y pensando en lo que saca esta población de la proximidad de la Administración local, la conclusión que pone Fernández asegura que «suprimir el Ayuntamiento sería la muerte del pueblo».

En las alturas de la Collada del Puerto de Yernes, a más de mil metros de altitud, se puede vivir del aire. Del aire y del Sol, renunciando a los recibos de la luz y a las fuentes de energía contaminantes, pero no a nada de lo que proporciona el progreso. El proyecto de la Fundación Vital, un refugio energéticamente autosuficiente para enseñar las posibilidades de las energías renovables, encaja sin dificultades en la apuesta del municipio de Yernes y Tameza por buscarse un futuro explotando la naturaleza pura que se aprecia en sus alrededores. El Aula Vital, allí se ven los Picos de Europa y Peña Mayor, al otro lado el Aramo y a la espalda, en días claros, el mar Cantábrico, ayuda a calcular las posibilidades de la Naturaleza. Es «la simbiosis entre la alta tecnología y lo que sigue sirviendo, lo tradicional», define José Gerardo Alonso, componente de la Fundación que alumbró y dio forma a esta iniciativa hace dieciocho años en las aulas del Colegio Virgen del Fresno, de Grado. Aquí lo mismo se enseña a calentar agua cubriendo un tubo con botellas vacías de Coca-Cola -«las mejores, las que más aguantan»- que se recibe a grupos de escolares boquiabiertos a la vista de que todo funciona gracias a la biomasa y a las placas fotovoltaicas y aerogeneradores que no sólo adornan la pradería exterior del aula donde los visitantes duermen a veces en tiendas de campaña. La «energía limpia», porque sí, porque se puede, mueve el microondas y la lavadora, la tele y el frigorífico y la calefacción y el agua caliente... Los que vienen se asombran y por eso con esto, levantado en este lugar «alejado de la civilización y del consumismo», «se pueden hacer virguerías», asegura Alonso, con apoyos y difusión.

Alrededor del refugio, por si fuera poco, se extiende un bosque diferente. El arboreto «Ricardo Acebal del Cueto» -ingeniero gijonés homenajeado aquí por su contribución a repoblar los montes asturianos- es una plantación de cerca de un centenar de árboles autóctonos, del resto de España y de Europa y de otros continentes. Aún han crecido poco y la maleza ya se ha dejado crecer a su alrededor, pero son otra muestra de las posibilidades magnéticas de la Naturaleza.

Dos imágenes del mismo lugar ilustran los efectos del paso del tiempo y su poder para transformar el medio rural asturiano. La escuela de Villabre y las casas de los maestros tenían sentido cuando los alumnos eran todos los que posan en la fotografía de la derecha, tomada en algún momento en el tránsito entre las décadas de los sesenta y los setenta. Ahora, menos de cuarenta años más tarde, el vaciado y el envejecimiento progresivo de los entornos agrarios del Principado ha desocupado también los centros educativos y han inducido nuevos usos para aquellos inmuebles. El de Villabre ofrece hoy el aspecto que se aprecia en la imagen de la izquierda, modificado y todavía cerrado, a la espera de la reapertura de lo que fue escuela como albergue y bar, y la adjudicación de las dos viviendas sociales y el local para oficina de turismo que se han habilitado en las antiguas casas de los maestros.