2 Ignacio Gracia Noriega

Roncesvalles recuerda vagamente una estación de esquí con peregrinos en lugar de esquiadores. Quien vaya en busca de paisajes épicos se decepcionará inevitablemente. «El desfiladero legendario de Roncesvalles no tiene el aspecto tremendo y agreste que puede suponerse», consigna Felipe Torroba. No se sabe a qué «alta cumbre» pudo haber subido Oliveros para ver «el reino de España y la gran turba de los sarracenos que se apiñan», según se lee en la «Chanson de Roland». En Covadonga, el otro escenario de una gran batalla fundacional, es claro que pudo tenderse una emboscada; en Roncesvalles no se adivina dónde pudieron encontrar los vascones masas de piedras ni desde dónde las arrojarían al paso de la retaguardia de Carlomagno, el emperador de la barba florida. Y, no obstante, Covadonga y Roncesvalles se parecen, al menos en espíritu. Se siente en Roncesvalles algo grande que también se respira en Covadonga.

La epopeya ha quedado atrás, en los Pirineos. Los desfiladeros, después de pasado Valcarlos, bien pudieron servir de escenario a la emboscada. Ya casi coronado el puerto, una gran cruz negra y una estrecha ermita cuyo tejado llega hasta la tierra se recortan sobre un cielo de nubes. En Roncesvalles, por el contrario, el paisaje se suaviza: hay praderas verdes, bosques de hayas y robles, un monte rojo y un viento frío que viene de Francia. A diferencia de Covadonga, donde el santuario está cerrado por montañas, aquí el paisaje es abierto, con una cierta sensación de amplitud.

La iglesia de Santiago, de piedra gris, se encuentra al lado de la capilla de Sancti Spiritus, construida por Carlomagno para acoger los restos de Roldán (nadie se acuerda de los doce pares, que también murieron) y más tarde fue osario de peregrinos: todo el suelo está lleno de ramos de flores. La capilla que vemos es del siglo XIII. Hay además dos establecimientos hosteleros; el de abajo está cerrado por vacaciones. Así se hace: en pleno año jacobeo. Pero cuerpo descansado, dinero vale. Además nos evita tener que elegir: vamos al restaurante de arriba. De esta explanada parte la carretera que continúa la que desciende al puerto. Un cartel nos anuncia que estamos a 790 kilómetros de Santiago de Compostela.

La comida es buena, aunque hay que esperar. En la barra tomo una cerveza con Concha, de Bilbao, que ya hizo el camino dos veces (ésta es la tercera, y espera hacer algún día el Camino del Norte). No hay prisas en el servicio, por lo que da tiempo a charlar. El comedor está lleno: a nuestro lado dos monjas con un señor de pelo blanco, vestido de paisano y con aspecto de clérigo, hablan indistintamente en español y en francés; en otra mesa comen dos coreanos del Sur con mochilas. Las berenjenas rellenas de jamón y un guiso de ciervo con patatas están bien; mi mujer come setas rebozadas y gallina con arroz. El precio, considerado. Después de encender un cigarro habano, ya en la calle (se puede fumar en el bar, pero no en el comedor), subimos al vehículo automóvil e iniciamos el Gran Camino, la ruta jacobea por excelencia, la que reúne las diferentes vías que se encuentran en Saint-Jean-Pied-de-Port con el Camino francés. Muchas maravillas (y también algunas decepciones) aguardan en el camino y sus alrededores. La decepción mayor es la poca calidad o inexistencia de hostelería en muchos tramos. Me explican que, como es noviembre, muchos establecimientos hosteleros han cerrado por vacaciones. Allá ellos. Se quejan de la crisis, pero las vacaciones, que no se las toquen. En muchos tramos también, el camino está pésimamente señalado, de manera especial para quienes lo hacemos en coche, pues somos víctimas de esa tendencia absolutamente socialista de empujarnos hacia las autopistas. Por las autopistas se va más rápido, pero no se ve nada. Y yo supongo que el peregrino a Santiago se pone en camino para ver y para sentir, no para correr: le da lo mismo llegar más tarde o más temprano, lo que importa es llegar. Las autopistas nos llevan, mientras que por las carreteras vamos. Las primeras son puro dirigismo, y las segundas, liberalismo: pasan por los pueblos y se puede parar donde apetece o merece la pena. Otra cuestión es la pésima indicación de los caminos y de las carreteras. Los indicadores debieran hacerse teniendo en cuenta que el viajero no conoce los caminos que transita: es indispensable, por lo tanto, guiarle con claridad. Sin embargo, los indicadores parecen hechos para los que conocen el camino.

El primer pueblo español de Roncesvalles es Burguete: una sola calle que es al tiempo carretera, bordeada de hotelitos y viviendas individuales, las casas claras y la iglesia de piedras oscuras. Espinal está también a ambos lados de una calle recta, también muy bonito y con hostelería inexistente. Las hayas, el gran árbol del otoño, llenan de color el paisaje apacible. Burguete era el Burgo de Roncesvalles, y, evidentemente, ese nombre era mejor que el actual despectivo. El terreno es llano y, según Lacarra, «trillado desde antiguo», ya que se trata de la calzada romana de Burdeos a Astorga.

Pasado Espinal, el terreno asciende hasta el puerto de Mezquirir, de 922 metros, por un bosque rojo del que sobresalen los poderosos amarillos y dorados de las hayas. Gerendiain se encuentra en el valle. Anuncian bar y estanco. El bar está cerrado y en el estanco me explican que para echar una tarjeta postal es precio doble franqueo que para una carta; mejor pasar de largo. Le sigue Erro, con ovejas pastando y la gran aguja de la iglesia dominando el caserío. El bosque es magnífico, con todo el esplendor de las hayas a comienzos de noviembre. El hayedo cubre las laderas del puerto (800 metros), y el primer caserío del otro lado es Anoeta, y el más nombrado Zubiri, junto al río Arga, que atraviesa un puente medieval. Zuriain es de casas de grandes tejados con las paredes reforzadas por piedras y rodeado de colinas cubiertas de pinares. Antes de entrar en Pamplona se encuentra Zabaldica.

Lo sensato, para los que andan los caminos, es evitar las poblaciones grandes, pues absorben al automovilista (nada digo de los que hace el camino a pie, pero más o menos será parecido) y luego resulta muy complicado salir. Antes las ciudades eran lugares confortables y apetecibles; mas ahora parecen concebidas para ordenar el tráfico rodado; y si los pueblos están peatonalizados, mucho peor. No obstante, se tiene en cuenta que, como afirma Walter Starkie, «Pamplona ha sido siempre uno de los lugares de descanso más hospitalarios para los peregrinos de Santiago». Hasta el siglo XI, frente a la catedral, estaba el antiguo hospital de San Miguel, que creció hasta convertirse en una gran hostería de peregrinos, en funcionamiento hasta el siglo XIX. De la condición hospitalaria de la ciudad es muestra que Sancho Ramírez dispuso en 1087 que se sacara un leño de toda la leña que entrara en ella «ad albergariam pauperum». Muchos francos establecidos en la ciudad constituyeron los barrios de San Nicolás y San Cernín, en el pórtico de cuya iglesia gótica Santiago tiende la mano al joven de la leyenda a quien sostuvo en el aire para que no fuera ahorcado. En los hospitales del barrio de la Navarrería se proporcionaban a los peregrinos cama, luz, fuego y cena por tres noches.

Desviándonos en un páramo desolado llegamos a la solitaria y misteriosa ermita de Eunate, «una de las más extrañas supervivencias de la antigua peregrinación», según Starkie. Octogonal, rodeada de arcadas de un claustro que nunca tuvo techo, se conjetura que es templaria, a imitación de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Jemas Michener, impresionado, se pregunta: «¿De qué organización dependía? ¿Qué sacerdotes oficiaron aquí? ¿Qué campesinos formaban la parroquia? ¿Quién la construyó y cuándo?». Según una leyenda, fue enterramiento de los caballeros templarios que morían luchando contra los musulmanes: un walhalla cristiano. Y ahí continúa en medio de la soledad y del páramo viendo pasar los siglos, sencilla y bella construcción románica de piedra oscura, ennegrecida por la lluvia y los vientos.

Estamos fuera de la carretera general, en una desviación que conduce a Obanos, en un alto, con gran plaza mayor, numerosos palacios y un monumental templo neogótico con portada gótica del siglo XIV. Bajando ya se está en Puente la Reina, «punto culminante del Camino», como escribe Víctor Alperi, donde se reunían los peregrinos procedentes de Roncesvalles con los que venían de Somport. Tiene una gran plaza con soportales, callejas estrechas, casas palaciegas con portada en arco y el famoso puente del siglo XI sobre el río, con seis ojos y tres ventanas de medio punto en los espacios macizos de los estribos. La gran iglesia presenta portada románica, interior gótico, imponente torre de campanario y la imagen gótica de Santiago peregrinos, con bordón y sombrero. Numerosos fieles salen de misa. Cinco señoras caminan cogidas del brazo; nos ceden el paso diciendo:

-Pasen, pasen: tenemos toda la noche para llegar a casa.