Recuerdo aquel diputado, creo que laborista, discutiendo en el suelo del Parlamento británico, digo el suelo porque no emplean una tribuna, con el pelo algo despeinado y muchos papeles encima de las mesas próximas. Se oponía a la fluoración del agua de consumo. No hay apenas dudas de que el flúor mejora la resistencia de los dientes frente a la acción del ácido; además, es capaz de reconstruirlos cuando están corroídos por las caries. El riesgo más importante es que los huesos se hacen más proclives a las fracturas porque el flúor sustituye, en parte, al calcio. Pero, además, se especulaba con el riesgo de cáncer. El coste no parecía importante, aunque siempre hay que considerarlo. Al final ganó el diputado frente al Gobierno. Los dos argumentos más potentes que expuso fueron que era muy difícil asegurar una concentración segura (por encima de cuatro partes por millón hay riesgo de fluorosis en huesos y dientes) y que más que demostrar que el flúor produce cáncer hay que demostrar con absoluta certeza que no lo produce. Es lógico, porque ¿con qué derecho se va a exponer a los ciudadanos a un riesgo potencial?

La posibilidad de producir osteosarcomas en niños debe preocupar. Es un tumor raro, muy agresivo y, como es natural, indeseable. La inquietud surge porque en las ratas macho, que no en hembras, aumenta el número de osteosarcomas cuando la concentración de flúor en el agua llega a cuarenta y nueve partes por millón. Es una alerta, pero nada más, porque no siempre los cancerígenos en una especie lo son en otra. Además, la dosis es muy alta, muy por encima de la que, incluso si no se regula bien la fluoración, recibirían los ciudadanos. Esta amenaza ha motivado que las principales agencias y autoridades que evalúan el cáncer examinaran cuidadosamente la cuestión. Todas llegan a conclusiones semejantes: aunque los estudios que existen son de poca calidad, no hay fundamentos para decir que hay riesgo de cáncer.

Esta discusión me sirve para plantear un dilema: ¿cuánto derecho tiene el Estado a imponer normas a los individuos para proteger su salud? Parece sensato que haya normas destinadas a proteger la salud de la colectividad en caso de epidemia. Habría que discutirlo con más detalle porque no está claro cuándo y de qué forma la restricción de la libertad del individuo se justifica por un beneficio de la colectividad. El problema es mucho más crudo cuando lo que se realiza es una intervención para evitar un daño al individuo como tal, con la excusa de que con la protección de sus miembros, de uno en uno, se logra un beneficio para la colectividad. Buenos ejemplos son la obligatoriedad del uso del cinturón de seguridad o del casco en vehículos de dos ruedas. Creo que la imposición de estas normas es una cuestión política, basada en la ciencia, pero política en última instancia: un reflejo de lo que la sociedad piensa y quiere para sí misma. Una sociedad que, como bien se sabe, está dominada por grupos con intereses no siempre coincidentes con los de la mayoría.

La cloración de las aguas es un caso particular interesante. Fue Snow, un sanitarista inglés, el primero que se dio cuenta de que el agua era un vehículo de transmisión de enfermedades, en concreto del cólera. Gracias a su estudio, un clásico de la salud pública, se empezó a tratar el agua de consumo. Es espectacular el descenso en la mortalidad desde que a principios del siglo XX se extendió su uso. Entre otras cosas, se logró desterrar el cólera del mundo occidental. Actualmente se producen unos 140.000 casos al años, casi todos en África. Ahora lo sufre Haití. Snow no sabía por qué el agua sucia producía esa diarrea. Es porque el cloro, la lejía, a unas concentraciones relativamente modestas logra matar los microbios. Aunque hay voces en contra de la cloración por la posibilidad de que se formen compuestos que pueden ser perjudiciales, creo que su uso está plenamente justificado. En este caso no es la protección del individuo lo que prima, es la de la comunidad. Porque si un miembro de la colectividad se contamina es fácil que lo transmita al resto. El cólera, en concreto, es un microbio que sólo vive en el ser humano. Además, no sería admisible que el agua de bebida que compramos en nuestras casas estuviera cargada de microbios patógenos. Por eso exigimos que el Estado garantice que está higienizada.

Cada intervención de salud pública está llena de matices, de facetas que se muestran con mayor o menor intensidad en unas sociedades o en unos momentos históricos. El dilema o la tensión entre derechos y deberes del individuo y de la sociedad, representada por el Estado es permanente. Me gustaría que en nuestros parlamentos se discutieran estas cuestiones con igual pasión y conocimiento como lo hacen en el Reino Unido.