La explosión de las redes sociales abre en apariencia la posibilidad de un círculo de relaciones con tendencia a lo ilimitado. Pero por más que agreguen a su lista, los facebookeros deben saber que sus vínculos siempre tendrán un tope que dista mucho de los miles que acumulan los más populares del medio. Robin Dunbar, director del departamento de Antropología Evolutiva de Oxford, cifra en 150 el número de amigos que podemos tener. No es un cálculo caprichoso, sino la estimación científica de los enlaces personales que nuestra capacidad cerebral nos permite controlar.

Existe una conexión estrecha entre nuestro desarrollo cerebral y nuestra condición de especie gregaria. El cerebro, ese devorador de glucosa que consume en torno al 20 por ciento de nuestra energía, es una seña de identidad de la especie, una conquista evolutiva, pero también un órgano exigente cuya atención nos ha impuesto ciertas estrategias como especie. Así lo sostiene Robin Dunbar, dedicado desde años al estudio de cómo nuestro desarrollo cerebral incide en nuestros vínculos grupales. Dunbar publica esta misma semana, junto a la también antropóloga Susanne Shultz, en la revista «Proceedings» de la Academia de Ciencias de Estados Unidos, un artículo resultado de un estudio de más de 500 especies fósiles y actuales en el que se concluye que la encefalización de los mamíferos, su desarrollo cerebral, está unido a la relaciones estables de grupo que mantienen.

La idea tiene ya un largo recorrido científico y desde finales de los sesenta del siglo pasado son muchos los investigadores que sostienen, como afirmaba el psicólogo británico Nicholas Humphrey, que «las facultades intelectuales superiores de los primates han evolucionado como adaptación a las complejidades de la vida social». Humphrey, divulgador televisivo y profesor, entre otros centros, de la London School of Economics, investigó a mediados de los setenta la evolución de las capacidades cognitivas y conoció muy de cerca el trabajo de Dianne Fossey con los gorilas de Ruanda, así como el del paleontólogo Richard Leakey en el lago Turkana.

Robin Dunbar elabora «la argumentación más convincente a favor de la tesis de cierto tipo de componente social en el cerebro grande», a juicio de Michael Gazzaniga, destacado neurocientífico que dirige el Centro para el Estudio de la Mente de la Universidad de California. Dunbar, que durante años fue catedrático de Psicología Evolutiva en la Universidad de su Liverpool natal, sostiene que «el tamaño de los grupos sociales de los primates está en correlación con el tamaño relativo de sus respectivos neocórtex». En un órgano que se levanta a capas, relacionadas con distintos períodos evolutivos, el neocórtex es la más reciente adquisición, «la parte pensante del cerebro», en palabras del propio Dunbar, para quien «los neocórtex grandes son las especialidad de los primates». En su libro «La odisea de la humanidad» (Crítica, 2007), este antropólogo establece que «fue la necesidad de afrontar el complejo mundo social en el que vivían lo que llevó a los primates a desarrollar cerebros más grandes». Y es el tamaño del neocórtex lo que condiciona, sostiene Dunbar, la amplitud de nuestro círculo de amistades. Incluso establece una escala que relaciona las dimensiones cerebrales con la amplitud de los vínculos sociales. Así, los chimpancés se mueven en grupos que nunca superan los 50 o 55 individuos, mientras que los nuestros pueden crecer hasta los 150 miembros, lo que se corresponde con el límite máximo que alcanzan los clanes de cazadores-recolectores. Ese 150 «es el número de personas que cada individuo conoce personalmente y con las que tiene algún tipo de relación significativa, excluyendo a la gente que conoce de vista o a las personas con las que tiene una relación estrictamente profesional o casual», concreta Dunbar. Lo que, en definitiva, condiciona las dimensiones de nuestro grupo es la capacidad cerebral de manejar información respecto a los miembros que lo componen y de controlar las relaciones que mantenemos con ellos.

Las limitaciones que establece Dunbar cercenan esa posibilidad de crecimiento desbordante que ofrecería Facebook. No llegamos a más como especie. Al menos por ahora. Del mismo modo que hemos conseguido viajar a velocidades impresionantes y romper fronteras horarias, pero el «jet lang» delata las restricciones de nuestra fisiología, la imposibilidad de seguir con detenimiento las vidas de esos centenares o miles de amigos de la red social deja en evidencia la restringida capacidad de nuestro cerebro para el desarrollo de vínculos personales. En este punto se abre otro frente de investigación, el del impacto de la tecnología en nuestras capacidades, en el que ya se aplica, entre otros, el director del Laboratorio de Medios del Instituto Tecnológico de Massachussetts, Nicholas Negroponte. Este gurú de las nuevas tecnologías, que ya augura corta vida a algunas redes sociales como Twiter, anuncia ahora un cambio en su perspectiva de trabajo y anticipa que «aunque tradicionalmente nos hemos dedicado a los medios y puede sonar extraño, estamos estudiando cómo funciona el cerebro, cómo se procesan los datos y adquiere información».

Pero ¿cómo se fraguan esas relaciones cercanas y estables que, según Dubar, configuran nuestro auténtico horizonte social? A través del chismorreo, sostiene el antropólogo de Oxford. En los chimpancés, el despioje es la forma de estrechar lazos entre los miembros de un mismo grupo. Es el momento en que uno queda a merced del otro, lo que requiere una total confianza y establece un conocimiento cargado de intimidad. En los chimpancés ésa es una tarea que consume hasta el 20 por ciento de su tiempo, un ejercicio social de primer orden que contribuye a la cohesión del clan. El lenguaje comenzaría, sostiene Dunbar, a desarrollarse como un sustitutivo del despioje a medida que el aumento del número de miembros de los grupos dificultaba la dedicación a ese refuerzo de los vínculos y comprometía la dedicación a tareas prioritarias como localizar el sustento. «Si el lenguaje empezó a sustituir al despioje, uno podía "despiojar", es decir, chismorrear, mientras hacía otras cosas, como buscar comida, viajar y comer», expone Michael S. Gazzaniga en «¿Qué nos hace humanos? La explicación científica de nuestra singularidad como especie» (editorial Paidós), su libro más reciente. El paso del despioje al chismorreo contribuyó al desarrollo cerebral. Desde la perspectiva de la psicología evolutiva, nos refresca Gazzaniga, «la cognición tiene una estructura funcional con una base genética, al igual que el corazón, el hígado y el sistema inmunológico, y ha evolucionado por selección natural o sexual». Pero el lenguaje también abrió paso a nuevos vínculos, a otras estrategias sociales, como la mentira, que no resultaban viables cuando la distancia entre individuos era la que iba del pulgar al piojo.

Michael S. Gazzaniga apuntala la importancia del chismorreo en nuestras vidas con una serie de datos: los humanos pasamos acompañados el 80 por ciento de nuestro tiempo de vigilia, hablamos entre seis y doce horas al día y la mayor parte de ese tiempo se va en conversaciones entre dos individuos. Un porcentaje muy elevado de esas charlas está centrado en las vidas de otros, y dos terceras partes de ellas son revelaciones íntimas sobre nuestro estado de ánimo, preferencias, planes o acciones realizadas. En contra del tópico, «no sólo chismorrean las mujeres, aunque los hombres hablen de "intercambio de información" o "redes estratégicas"» y «el único momento en que los hombres pasan menos tiempo chismorreando que las mujeres es cuando están en presencia de mujeres», expone el neurocientífico, para quien «la única diferencia entre el chismorreo masculino y el femenino es que los hombres dedican dos tercios del tiempo a hablar de sí mismos».

El autor de «¿Qué nos hace humanos?» concluye que lo que caracteriza a nuestra especie «es el giro que nos llevó a convertirnos en seres extremadamente sociales». «A medida que nuestro cerebro se fue haciendo más grande, también fue creciendo el tamaño de nuestro grupo social», y hay quien sostiene que «nuestras capacidades cognitivas superiores surgieron como adaptaciones a nuestras recién evolucionadas necesidades sociales». Por todo ello, Gazzaniga considera que «la comprensión de lo que significa ser social es fundamental para entender la condición humana».