Sidney, 4.400 kilómetros; Montevideo, 11.200; Ushuaia, 13.600; Teruel, 732; Luarca, 61... El indicador múltiple señala destinos en dirección a los cuatro puntos cardinales desde la explanada donde pide auxilio el monasterio de Cornellana. La señal fue una práctica para los alumnos de la escuela-taller que reparó en 2001 el ala oeste del cenobio, pero, bien mirado, precisamente aquí un poste lleno de flechas en todas las direcciones puede ser también un autorretrato. Su sola presencia basta para definir la vocación de encrucijada de caminos, de lugar de paso indispensable que ha acompañado hasta hoy a la población salense. Le gustará saberlo al peregrino que ahora, desdeñando la lluvia y el frío, atraviesa el pueblo tal vez en ruta hacia el albergue o más bien hacia su oferta de calor y litera en la escasa superficie acondicionada de ese convento románico modernizado por el barroco y hoy amenazado de ruina. Va a ser verdad lo que le han dicho aquí, que la punta de un compás pinchando Cornellana en un mapa de Asturias le puede demostrar que ha encontrado el centro. Se diría que casi todos los trayectos hacia el Occidente interior han de pasar por aquí. Otra historia es el beneficio que cobra el pueblo de su equidistancia, un cuento distinto el de los réditos discutibles de esa tarjeta de presentación como primera puerta de acceso al Suroccidente. Eso se apresura a decir una voz de la conciencia desengañada con el rumbo que últimamente toman esos caminos que por aquí, afirma, últimamente pasan de largo sin detenerse.

«Estamos en el corazón de Asturias, tenemos dos ríos y monasterio, pero tal vez fallamos nosotros». José Manuel Escandina cultiva miles de kilos de kiwis, regenta una casa rural a orillas del Narcea y define lo que queda por hacer en esta población donde el fondo determina la forma, donde no es casualidad que el trazado urbano se estire acoplado a las líneas rectas paralelas que trazan la carretera N-634, el Camino de Santiago y el río Nonaya en su último tramo antes de verter aguas en el Narcea. Rutas y cauces, calzadas y salmones, recursos esenciales con abundante capacidad de tiro si no fuera porque la obra de la autovía Oviedo-La Espina está paralizada a las puertas de Cornellana y amenaza con llevarse de aquí el tránsito de la carretera nacional, y porque el «rey del río» se bate lastimosamente en retirada. «La Seguridad Social es lo que más tira, la mejor empresa del pueblo». Escandina bromea con la otra fuerza de arrastre principal, la de los servicios. La incipiente oferta sin alardes cubre necesidades básicas y permite a Cornellana sobrevivir a resguardo de la profunda decadencia demográfica de su entorno inmediato: no sólo del concejo, también de la parroquia que encabeza. La primera década del siglo ha confirmado a este lugar como una isla estadística en abierta contradicción con su alrededor: los 585 habitantes actuales marcan en la villa un leve ascenso desde los 544 de 2000, pero garantizan que Cornellana crece porcentualmente más que ninguna otra localidad de este concejo «polinuclear» -supera a la capital y a La Espina, los otros dos puntos captadores de población-. La visión en perspectiva municipal confirma la elocuencia de los números. El concejo de Salas pasó de 6.000 a 5.000 moradores entre 2000 y 2009, y la parroquia de Cornellana, formada por otros dieciséis pequeños núcleos rurales del entorno de este lado del Narcea, retrocedió en el mismo período de 807 a 783.

Cornellana, encrucijada de rutas y vega de dos ríos, hizo la prueba sin querer hace seis meses. Un enorme argayu en Villazón, a cuatro kilómetros en dirección a Salas, desvió el tráfico en este tramo de la N-634 y ensayó lo que sería este pueblo sin coches de paso. No gustó. «Con la carretera cortada, esto era un pueblo fantasma», rememora Ana Menéndez, propietaria de El Casino, confitería y bar a ambos lados de la nacional. De momento, eso sí, el público de paso todavía da de comer en Cornellana. Con los de la carretera y los del Camino de Santiago y los turistas muy pudientes de la pesca del salmón, o lo que queda de ellos, aún hay salida de sobra para el gran expositor con ruedas repleto de casadielles que Carlos Alza empuja por el obrador de la confitería, al borde de la N-634. Huele que alimenta, pero el aroma, por sí solo, no va a llegar tan lejos como para obligar a entrar a los que pasen por aquí en ese futuro impreciso con autovía, si es que algún día es verdad la A-63 y esta travesía urbana rebaja el movimiento intenso de un día cualquiera en el que cuesta encontrar un hueco para cruzar la carretera, aquí avenida de Prudencio Fernández Pello. Por eso, al decir del vecindario, urge la búsqueda de aditivos que consigan que la gente entre en este pueblo también cuando no tenga la obligación de atravesarlo, apremia la identificación de razones para que, una vez dentro, quiera parar y tal vez quedarse.

Hay repostería fina, tradición extensa de centro salmonero de primer orden, 9.000 metros de polígono industrial en proyecto y un cenobio románico que ya lleva once años clamando sin eco por la financiación estatal comprometida para esquivar la ruina y hacerse visitable. Se ve la materia prima para fabricar la personalidad colectiva de esta pola vieja con recursos, pero a la vez, también, renglones repletos en la cuenta de asignaturas pendientes: hay que «empezar la casa por los cimientos». Puestos de trabajo, sí, pero además alternativas de ocio, algún servicio básico que permanece sin cobertura, un polideportivo, una piscina, una guardería... La enumeración rápida de Ana Menéndez trata de buscar una respuesta adecuada a la pregunta que ha devuelto el discurso al punto de partida: «¿Qué ofrecemos nosotros, por qué va a venir alguien a vivir a Cornellana?». Con qué armas luchar contra la dura competencia demasiado próxima de Pravia y Grado, viene a completar el argumento Joaquín Grana, carpintero y restaurador de hórreos que atisba mejores oportunidades para el ocio en el entorno cercano. El centro socio-cultural, eso sí, ofrece telecentro, clases de baile, gimnasia e informática, y un taller de memoria que interesó a cuarenta. «La gente responde». Para el trabajo hay esperanzas en un polígono industrial de impulso privado previsto en La Rodriga; para estimular las visitas, el río Narcea es eso que siempre ha estado aquí y que, tal vez, conjetura algún vecino, ya no deje a su paso todo lo que debería.

Para tanto ha dado el campanu en Cornellana que tiene hasta una calle a su nombre. Para entrar aquí viniendo de Oviedo hay que pasar a la fuerza por encima del Narcea y desde la pasada primavera orillar también en La Rodriga, junto al cauce, un cubo luminoso que tiene dentro el centro de precintaje de salmones y por fuera es la Casa del Río. Sus paneles translúcidos de policarbonato con información sobre la pesca pretenden ser museo al aire libre y a la vez mojón para llamar la atención del visitante que no sepa que está entrando en una que quiere ser capital asturiana del salmón. Del cubo de colores parte también el «sendero del Salmón», una ruta por la orilla del río que aprovecha la caja del viejo ferrocarril de San Esteban de Pravia a Leitariegos. Casi todo es pescado en Cornellana. Esta población que subasta el campanu, que no da abasto ni tiene mesas libres para dar de comer ningún día de comienzo de temporada, se duele de la escasez de piezas tanto como del modo de abordarla, demasiado restrictivo, que ha escogido la Administración del Principado. «El río y la pesca», afirma Ana Menéndez, «son fuentes de riqueza, que desgraciadamente están en unas condiciones muy negativas. Cornellana debería beneficiarse mucho más de que el Narcea pase por aquí».

«Un desastre». Es el nombre de un coto salmonero situado aguas abajo de Cornellana, pero también el diagnóstico escueto, rotundo, que viene de la voz autorizada de Ángel Díez de Tejada, «Kilo», tesorero de la sociedad de pescadores Las Mestas del Narcea, hijo del primer regente de precinto de salmones que tuvo Cornellana y bien nutrido por la experiencia personal de muchos años echando la caña desde la orilla del Narcea. «La gestión oficial es nefasta». Aquellos polvos de la pista libre para pescar sin limitación trajeron en parte estos lodos, y Kilo Tejada acepta que «una cosa es ser pescador y otra, ir a buscar carne al río», pero la restricción hace un daño difícil de reparar en las riberas. Explicado con un ejemplo, «el salmón es un ciclo, como puede ser la manzana; un año nunca es igual a otro, pero no por eso se deja un año entero sin recoger manzanas». 2010 «habría sido un año bueno para la promoción del río de no haber sido por la normativa» y 2011 se adelanta diferente -«vamos a tener dos cotos de pesca sin muerte en el Narcea para toda la temporada»-, pero el problema está planteado y es grave. Sin el monasterio en condiciones de ser visitado, el salmón y el río son «turísticamente lo único que tiene Cornellana», además de dos hoteles y cerca de cien plazas en casas rurales y pensiones para alojar a turistas.

Punto de fusión

Hace once años que el Estado tiene una deuda pendiente con Cornellana. El proyecto que debe rehabilitar el monasterio románico de la población para usos culturales y hosteleros lleva desde 1999 paralizado por falta de financiación. Han pasado seis ministros de dos partidos diferentes y mientras el edificio evidencia su ruina aquí ya nadie se cree que el dinero llegue tampoco en 2011.

El plan para habilitar un parque empresarial en La Rodriga, entre el Narcea y la AS-16, ha recorrido un largo camino lleno de retrasos, de trámites urbanísticos, polémica medioambiental y cambios para cumplir con la Confederación Hidrográfica del Cantábrico, pero se espera en servicio para 2012. El polígono, de impulso privado, calcula una superficie neta de 9.000 metros cuadrados y la empresa promotora ha asegurado tener reservado al menos la mitad del suelo.

Las del Narcea, al decir de algún vecino, despiertan envidias por sus condiciones para el aprovechamiento agrícola y asombro por su escaso rendimiento. Es éste uno de los argumentos en torno a los que se articuló el debate sobre la idoneidad de la ubicación del polígono.

Sólo el muy básico está cubierto en Cornellana, aseguran algunos habitantes de este pueblo, que no rechazaría alguna instalación deportiva -polideportivo, piscina...- o una guardería. «Tenemos que salir para ir a clase de Inglés o de Música», apunta Joaquín Grana.

La normativa muy restrictiva de la última temporada no ha ayudado a la explotación del recurso, lamentan los pescadores. Es uno de los motivos que explican la solicitud de una gestión más profesional y atenta a las necesidades de las riberas.

El colectivo es alguna vez conformista y tranquilo, y en las periferias -ésta lo es del concejo de Salas- el empuje social se hace necesario. Un ejemplo cotidiano: «Hace unos años», rememora Ana Menéndez, «hubo un problema que nos dejó sin agua en plena Nochebuena y la gente lo aceptaba de manera normal».