Siempre que he ido a Florencia he intentado situarme en el lugar de la taberna de Los Tres Caracoles, donde Leonardo empezó a trabajar por las noches de camarero para pagar las clases que recibía en el taller del maestro Verrocchio y poder sobrevivir. Resulta de lo más sencillo: lo único que se puede hacer es deambular alrededor del Ponte Vecchio e imaginárselo. En la popular y concurrida taberna florentina de Le Tre Lumache, la polenta, que ha combatido todas las hambres, se extendía sobre las mesas de madera o se servía en enormes fuentes de barro a rebosar acompañada de cuatro trozos de carne guisada o de salchicha. Los parroquianos se llevaban el cereal y el condimento a la boca utilizando los dedos de la mano como los musulmanes; en su caso las dos manos sin el prejuicio islámico de la impureza. Da Vinci asistía estremecido a aquel espectáculo incivil, al mismo tiempo que empezaba a darle vueltas en su cabeza lo que vendría después, que no tardaría en llegar.

Corría 1473. Las causas por las que los cocineros del local fueron un día envenenados se desconocen pero tampoco cuesta demasiado imaginarse los motivos en una clientela insatisfecha y expeditiva. El caso es que tras el misterioso suceso, el joven Leonardo Da Vinci pasó a ocuparse de manera decidida y resuelta de la cocina. Tanto que la polenta, el plato estrella de la época, trigo molido secado al sol y mezclado con agua, pasó a a presentarse a los comensales en pedacitos tallados coronados cada uno de ellos por un trozo de carne. He ahí un canapé. La clientela, poco dada a las bromas como demuestra el envenenamiento precedente, intentó matarlo al creer que Leonardo se estaba mofando de ella. En aquel tiempo no había, por lo que se ve, un espíritu conciliador en torno a la cocina.

Escaldado de su primera incursión en los fogones, el hombre más completo del Renacimiento regresó a lo suyo al taller de Verrocchio, pero en Leonardo había demasiado genio para rendirse así como así. Cinco años más tarde, la taberna de los clientes malhumorados fue destruida en medio de una riña entre bandas. Bandas, obviamente, integradas por clientes especialmente malhumorados. Da Vinci, en compañía de Boticelli, edificó sobre las cenizas un nuevo local de cocina moderna que bautizaron con el nombre de La enseña de las tres ranas de Sandro y Leonardo. Las ranas proliferaban en el Arno, de hecho uno de los artilugios que ideó el inventor cocinero fue precisamente una trampa muelle para evitar que invadiesen los barriles de agua. Al saltar sobre ella los batracios se ponía en funcionamiento un martillo que las dejaba fuera de combate. Leonardo estofaba con zanahoria y comino las ranas aún conmocionadas del golpe. En otras ocasiones, presentaba las ancas sobre unas hojas de diente de león a la clientela.

Por ahí circulan algunas de las especialidades de la cocina del autor de La Gioconda. En Italia no son pocos los cocineros que han intentado variaciones sobre el tema. Vean una propuesta de un menú largo de La enseña de las tres ranas de Sandro y Leonardo y verán cómo los enunciados de los platos tienen letra y música bastante pegadiza: una anchoa enrollada descansando sobre una rebanada de nabo tallada a semejanza de una rana; otra anchoa enroscada alrededor de un brote de col; una zanahoria bellamente tallada; el corazón de una alcachofa; dos mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga; la pechuga de una curruca; el huevo de un avefría; los testículos de un cordero con crema fría; la pata de una rana sobre una hoja de diente de león; la pezuña de una oveja hervida y deshuesada. Pero una revolución en los paladares no se hace de la noche a la mañana. De modo que si la clientela era proclive a llegar a las manos en la taberna de los caracoles, en la de las ranas ni entraba, espantada por los innovadores miniplatos del imaginativo cocinero: los comedores de polenta no estaban dispuestos a pagar por una anchoa navegando sobre un lecho de zanahoria rallada por unos huevos revueltos con queso de búfala (mozzarella). En realidad, lo único que quería aquella «refinada» sociedad florentina de los Médici era hartarse de potaje. El fracaso de la taberna deja al incomprendido Leonardo en la calle. Dado su afán experimental, nadie se atreve a contratarlo como cocinero. Pasa las horas tocando el laúd para los viandantes y haciendo dibujos por encargo.

El ingenio multipolar de Leonardo se entiende hasta en el fracaso que supuso haberle enviado unas maquetas de guerra a Lorenzo de Médici y que éste únicamente apreciase el mazapán con que estaban hechas y se las ofreciese en un banquete a sus invitados. El Magnífico, dándose cuenta de que se había comportado de manera grosera, para recompensar al artista/cocinero/inventor lo puso en contacto con Ludovico Sforza, duque de Milán que acabó convirtiéndose en su mecenas. «El Moro» no llegó a apreciar como es debido la «nouvelle cuisine» de Leonardo pero sí su capacidad para brillar en más de una disciplina. De hecho terminó nombrándolo consejero de fortificaciones y maestro de banquetes de la corte. Con el encargo del festín de la boda de una sobrina de Sforza y de la remodelación de las cocinas del palacio de Castello, Leonardo vio abrirse ante él la posibilidad de introducir su portentoso arte culinario y, a la vez, mejoras que le convertirían también en un precursor del electrodoméstico. A él se debe el primer asador automático que se conoce, un innovador sistema de combustión para los fogones y un complicado y gigantesco picador de carne de vaca.

Movido por el empeño culinario, llegó a escribir: «Estos son algunos de los platos sencillos que prepararía a mi señor Ludovico si supiese que no va a rechazarlos debido a su delicadeza y pedir en su lugar carne con huesos». Apunten: «Seis coles hervidas, y huevas de esturión, y natillas en el centro; una cebolla de mediano tamaño hervida, encima de una rodaja del mejor queso de búfalo, con una aceituna negra coronándola; una ciruela cortada en cuatro, puesta encima de una delgada lonja de carne secada durante tres meses al sol, un costado, una ramita de manzano florecido; un huevo duro de gallina, pelado, con yema ahuecada y mezclada con pimienta y piñas; hígado de vaca joven, molido finamente con algo de sabor a salvia y pimienta; espinacas hervidas y picadas; por encima, un huevo escalfado y unos huevos rotos acompañados por queso de búfalo alrededor; una delgada loncha de cadera de ternera, de medio palmo de tamaño, cubierta por una salsa de crema, acompañada por seis cerezas de Bérgamo». El gran Leonardo inventó del salmón unas albóndigas a partir de lo que él mismo llamó «transformación del pescado». Aquí la receta: «Mezcle la carne del salmón con huevos, pimienta y sal, y moldee con ellos albóndigas de un puño de tamaño. Páselas por clara de huevo y cúbralas con pan rallado; póngalas a dorarse en una olla con aceite hirviendo. La guarnición de este sencillo plato es una hoja de perejil».

Queda demostrado que en el Quattrocento no sólo hirvieron las ideas.