Entrada al Museo Egipcio de El Cairo, diez de la mañana de un domingo. El colosal y genuino follón de la urbe cairota no impide a uno de los guardias del recinto museístico dar cabezadas encima de su escudo. Del hombro derecho pende su arma, seguramente reglamentaria, pero con aspecto de no haberse disparado en lustros. En la puerta, ya que no es un día especialmente agitado (los domingos son laborables en Egipto, con lo que los nativos no tienen tiempo para consumir sus obras de arte), los controles son relajados. Los escáneres pitan, pero no hay cacheo.

Pero no toda la capital vive sumergida en la «pax» del eterno Hosni Mubarak, el último de los «oficiales libres» que dieron carpetazo a la monarquía de Faruq. Algo chirría en el impronunciable barrio de El-Kaneesa El-Ma'alqah, donde unas barreras segregan la zona de los cristianos coptos al más puro estilo del Belfast católico. Los característicos uniformes blancos de la Policía turística y de antigüedades se ven aquí acompañados de los verdes de las unidades especiales. Los AK-47 relucen y los registros son estrictos. Es la respuesta gubernamental a la amenaza integrista que pesa sobre los cristianos egipcios, una comunidad que se ha hecho fuerte en la adversidad.

En realidad, es más que una amenaza. El 6 de enero, en la localidad sureña de Naj Hammadi, seis fieles y un policía murieron tiroteados desde un coche a la salida de misa. Era la víspera de la Navidad copta y el ataque se planteó como una venganza por la violación de una niña musulmana de 12 años a manos de un cristiano.

Dos meses más tarde, una turba musulmana hostigó durante diez horas a los coptos de la localidad de Marsa Matruh después del incendiario sermón de un líder religioso, molesto por la construcción de un muro en una iglesia. El resultado, 23 heridos. Tras unos meses de calma tensa, la masacre perpetrada por cinco terroristas en la iglesia iraquí de Sayidat al-Nejat (Nuestra Señora del Socorro), que sembró 58 cadáveres, y las amenazas de Al-Qaeda contra los coptos egipcios y los caldeos iraquíes han vuelto a poner sobre la mesa la difícil convivencia en una zona del globo donde, en muchos casos, se diluye la frontera entre la fe y el fanatismo.

Los cristianos de Egipto se ven perseguidos y empiezan a perder la escasa fe que tenían en el presidente Mubarak, al que solían apoyar como mal menor frente a la creciente influencia de la ilegal Sociedad de Hermanos Musulmanes, que aspira a gobernar el país a golpe de «sharía» (ley islámica) y frenar la occidentalización de parte de la población. Pese a la moderación religiosa del gobernante Partido Nacional Democrático, los coptos se sienten encorsetados. Ni siquiera son libres para construir sus iglesias. De hecho, la paralización de las obras en una de ellas hace unas semanas provocó unos disturbios en plena capital que ocasionaron la muerte de dos manifestantes, decenas de heridos entre coptos y agentes de seguridad, y más de un centenar de detenidos. Los jóvenes, que llevaban días protestando, recibieron a los antidisturbios armados con piedras y portando cruces de madera e imágenes de Jesucristo.

Dentro de la fabulosa iglesia colgante de San Jorge, un puñado de jóvenes aborda a los turistas. Esta vez no quieren vender collares ni amuletos en forma de escarabajos, ni tratan de colar plátano como si fuera papiro. Sólo buscan conversación. Son estudiantes de Español, aspirantes a entrar en el negocio turístico, uno de los pocos asentados en el país y motor de la economía doméstica. Todos son coptos, de otra manera no podrían estar allí. Para entrar en la iglesia han de mostrar la cruz que tienen tatuada en la cara interna de su muñeca. El que no la lleva debe exhibir su documento de identidad para acreditar su confesión cristiana.

Los ortodoxos coptos, acostumbrados a vivir en un ambiente hostil, han aprendido a reforzar sus lazos y a mantener su identidad. Muchos vaticinaban su desaparición, pero todavía suman 6,5 millones en el país de los faraones. Hablan árabe, pero siguen utilizando su particular variante del griego para las ceremonias. Su religiosidad, además, es una de las claves de su supervivencia. Cuando se les explica que en España hay mucha gente que no sigue los preceptos de la Iglesia, no cree e incluso detesta a la jerarquía eclesiástica, abren los ojos como platos. «¿Por qué?», preguntan, con la misma fascinación e incredulidad que un niño. En el mundo de los coptos, el laicismo no es una opción.

De todas formas, ellos se ven a sí mismos más o menos integrados y tienen más preocupaciones que las amenazas de los radicales islámicos. «Me interesa más encontrar trabajo», confiesa Andro, un estudiante consciente de que vive en un país con una tasa de paro del 40 por ciento y que sueña con visitar España. Para las mujeres la cosa se presenta aun peor. Se forman, destacan en sus calificaciones muy por encima de sus compañeros, pero su vida laboral padece de temprana caducidad. «En cuanto te casas, tienes que dejar el trabajo y dedicarte a la casa», se lamenta Marihan, que lo tiene muy claro: «No quiero casarme nunca». Como el conservadurismo no entiende de confesiones, ella, cristiana, mantiene en secreto que ya no vive con sus padres, sino en un piso con su hermana. No vayan a pensar que es una fresca.

Así las cosas, en Egipto se abre cada vez más una herida que puede terminar por desangrar el país. Por un lado, la occidentalización inevitable que conlleva el consumo de las nuevas tecnologías, capitaneada por los jóvenes capitalinos. De otra parte, la reacción furibunda de los que pretenden no sólo blindar la sociedad ante posibles cambios, sino recuperar viejas tradiciones. «Ver a mujeres con el burka es hoy mucho más frecuente que hace unos años», apuntan los cristianos con recelo.