-Marqués de Santa Cruz, 8, 4.º, frente al Campo San Francisco, lo que marca que desde pequeño necesitara grandes vistas. Ahora estoy en Gijón, con vistas al mar. Vivir en el campo fue uno de los errores de mi vida: pasé frío y estuve aislado. Desde Santa Cruz a aquí ha habido un paso pero muchas casas: Oviedo, Gijón, ciudad, campo, Argel, Milán, Madrid?

-¿Qué quería ser?

-Nunca tomé en serio que quería ser algo. Ése era el problema número uno con mi familia. Querían que fuera diplomático. El primer regalo de Reyes que recuerdo fue un uniforme de diplomático que convertí mentalmente en un traje de Napoleón. Mi madre tenía la superstición de que era una profesión segura: «Así nunca te van a pillar conflictos en España, sino fuera». Mi madre vio que en la Guerra Civil los parientes en México no habían tenido problemas. Pronto tuve la certeza de que los diplomáticos eran espías elegantes, pero a los siete años pasaba mucha vergüenza con aquel disfraz. Tomé en serio viajar, lo que no le gustaba a mi madre: vendimia en Francia, revolución en Argelia... Aventura con riesgos, lo que no debía tener un diplomático.

-Su madre era una Alas, sufrió los horrores de la Guerra Civil...

-Que por educación o vergüenza no me contaron. En mi casa el relato de la Guerra Civil no existía, y hacían esfuerzos por los dos lados para que así fuera. De la guerra me enteré después, y no me interesó nada.

-¿Cómo era la ideología en casa?

-Muy católica por parte de madre. Venía de la Institución Libre de Enseñanza, pero a los suyos los horrores de la Guerra Civil los convirtieron en católicos hasta extremos beatos. Llegué a sospechar que estaba en las garras del Opus Dei. De ahí mi manía con el catolicismo. Mi padre era indiferente y no cumplidor, ahora se dice agnóstico.

-¿A qué se dedicaban sus padres?

-Eran funcionarios del Ministerio de Trabajo. Mi padre era liberal y no me hablaba bien del franquismo. Odiaba las militancias. Oviedo era una ciudad de vagos, de «dolce far niente», y yo lo heredé de él y de mis tíos. Antes lo veía horrible; ahora, como virtud. Mis padres se jubilaron muy anticipadamente y marcharon a vivir a Benidorm. Estuvo bien porque lo merecían y porque cortaron con Oviedo.

-¿Qué marcó su vida fuera de casa?

-Cuando nos fuimos a vivir al bloque de San Lázaro. Allí había que tener pandilla y rendir pleitesía al Torollu, el terror, un vivalavirgen con un grupo muy violento. Las guerras eran con escopeta de perdigón. Su hermano me dijo que ya murió.

-Estudió en los Dominicos.

-Tengo recuerdos muy fuertes, muchos porque leo a Ignacio Gracia Noriega. Era proyeccionista y eso sirve para decir que marcó mi posterior carrera hacia el cine. Para decir la verdad, recuerdo bien que al tener acceso a lo que los curas querían censurar y disponer en casa de un proyector Pathé Baby cortaba las secuencias y las pegaba, lo que me lanzó al mundo creativo del cine. Alguien se chivo y hubo cacheo general por aquella colección de besos, de duchas y de baños de filmes de «Tarzán».

-¿Qué tal alumno era?

-De notable, no brillante.

-¿Los curas pesaban mucho?

-Eran más liberales que los maristas y no tenían influencia del Opus Dei, para el que Oviedo fue un núcleo importantísimo. Fueron años estupendos con Lalo Serrano, Carlos Fanjul, Ramón Fernández-Rañada, hijos de liberales de Oviedo que no hablaban de política pero tampoco de Falange.

-Usted usa la religión en sus escritos como referencia, en broma o en serio.

-Cuando acabé Derecho y Rosa (Fernández-Corugedo) y yo marchamos a Argelia fue un escándalo. Era impensable que aquel tímido que no sabía demasiado hiciera aquello. Fuera descubrí el poder del Opus Dei. Era el tiempo de López Rodó y sus planes de desarrollo. Entendí que el Opus no era una anécdota española, sino una seña de identidad. Por sus relaciones de influencia en el franquismo el sistema no era obsoleto ni desfasado. Descubrí amigos de la Universidad que tenían vínculos y su funcionamiento en red. Eso me hizo tomar en serio el franquismo.

-¿Por qué quiso hacer Derecho?

-Hacer Derecho era no querer hacer nada, pero todo conducía allí y permitía entrar en el mundo de la cultura. Fundé con Enrique García el cine-club de la Universidad y el Lumiere de la Alianza Francesa, y pasaba la vida en el centro universitario de la calle Uría. Y no éramos del SEU.

-No creerían, pero eran del SEU.

-Hacíamos lo que queríamos. Éramos entristas antes que los «trostkos». El entrismo es una actitud en mi vida. Teníamos el programa «Fenestra universitaria» ocupado, y los fachas asaltaron Radio Asturias para interrumpirlo. Mis amigos eran los del cine y los cultos, la farándula y el intelecto, Enrique García y Vidal Peña. Vidal es el compañero de universidad más amigo, más inteligente y al que más echo de menos. No le veo nada. Los dos estábamos influidos por Gustavo Bueno, que acababa de llegar a Filosofía y Letras. Le conocí de oyente.

-¿Por qué se fueron a Argelia?

-Cuba quedaba muy lejos. Era exótico y había una revolución, aquella de la que hablábamos. En Oviedo Claudio Ramos me hizo ficha, y supongo que a Rosa también, como reclutados por el Frente de Liberación Nacional argelino, pero allí entramos en contacto con grupos nacionalistas que habían logrado la independencia. Una de las pandillas de españoles era la de Julen Madariaga e Iñaki Irigaray, fundadores de ETA. Estaba también Antonio Cubillo, fundador del MPAIAC, independentismo canario, un bailarín excepcional.

-¿Qué habían ido a hacer allí ustedes?

-Rosa y yo, que nos habíamos casado el día anterior, a salir de viaje en Oviedo?

-¿Dónde?

-No recuerdo. Fuimos a estudiar Ciencias Políticas, una carrera de izquierdas. En el aeropuerto de Argel encontramos un gran cartel en español que decía «bienvenido, comandante». Acababa de marcharse el Che Guevara. Hacíamos cosas de españolitos republicanos. Rosa daba clases de español y yo era locutor en una radio que se oía en España y desde la que dábamos noticias que se censuraban en España. Nos pusimos en contacto con el movimiento de Ben Bella y con un personaje fundamental en su Gobierno, Mohammed Harbi, ministro de planificación. Todos mis compañeros eran cuadros. Yo no sabía que lo era. Al poco tiempo Bumedian dio el golpe de Estado. En los primeros movimientos creí que era una película, porque Gilo Pontecorvo estaba rodando «La batalla de Argel», en la que trabajé de extra. Todos los de Ben Bella acabaron en chirona. Mohammed Harbi, el más buscado, vino a pedir refugio a mi casa de la calle Victor Hugo. Lo acogí. Luego supe que todos los que le habían asilado habían caído. Le dije a Rosa que volviera a España. Tener en casa al ministro de la autogestión me dio datos fantásticos para la tesis que nunca acabé. No me perdono los muchos libros que nunca acabé.

-¿De qué vivió?

-Hallé refugio en la Embajada de Chile, donde era embajador Humberto Díaz Casanueva, amigo de Neruda (más tarde, embajador ante la ONU con Allende). Era su ayudante y tenía un título cojonudo, como cónsul. Fue un derecho de asilo. Entre 1966 y 1967, como era espabilado, me granjeé muchos conocimientos entre los que merecían la pena de la política y del cine. Uno fue el director de la cinemateca de Argelia, que me pasó el cargo con la condición de que no se me colaran películas colonialistas, en las que se atacara a pueblos oprimidos. Era el mundo al revés: no podía proyectar «Masacre en Fort Apache». Era la segunda cinemateca francesa, tras la de Langlois, y allí estaba yo infiltrado, no se sabe para qué y todo por chiripa.

-Volvió de Argelia y entró con Bueno.

-Traía dos carreras. Me metió de ayudante en su departamento. Bueno es una figura enorme que no me atrevo a reducir a anécdota. Él nunca había escrito ningún libro e hizo el primero -«El papel de la filosofía en el conjunto del saber»- por insistencia de Vidal y mía. Creo que me merezco la dedicatoria que me puso: «Para Juan Cueto, el mejor amigo que tengo».

-¿Qué traía en la cabeza a su regreso?

-Barullo mental, porque se me complicó lo que era simplísimo. Venía vacunado de revolución: había visto cómo funcionaba y algunas sangrientas consecuencias. Tenía ganas de escribir. Al marchar había hecho dos artículos por encargo de Juan Ramón Pérez Las Clotas, director de LA NUEVA ESPAÑA. Escribí sobre el golpe de Estado en Argelia y sobre los «hippies» en Ibiza. Les tenía mucho miedo a los artículos.

-¿Por qué?

-No notaba que tuviera facilidad. En español se escribía de manera muy encorsetada, sin alegría pop. En Argel había descubierto, en francés, a estadounidenses que escribían con la soltura del lenguaje oral. En Argelia y Marruecos vivían «beatniks» que contaban lo que ocurre en las carreteras, sobre todo, en las que no conducen a ninguna parte. Me puse el pop por montera. No lo hacía nadie en España.

-¿Qué hacía en Filosofía?

-Seminarios sobre estructuralismo. Me di una zampada de lecturas y lo apliqué al periodismo para hacer filosofía mundana, hablar de ella con desparpajo y sin corsés académicos. No soy nada académico. Hice periodismo porque era obligatorio para escribir. Con lo que ya sabía, iba aprobando. Mi problema era, y sigue siendo, el inglés. Mi cuñado Fernando Corugedo se examinó por mí con una ficha falsificada. Tengo sobresaliente. Colaboré regularmente en prensa pronto. Eduardo Haro Tecglen me llevó a «Triunfo» para hacer dosieres sobre todo. Yo era amigo de su hijo, Eduardo Haro Ibars, un «beatnik» al que conocí en mis viajes a Madrid para ver a mi cuñado Fernando y a Mariano Antolín Rato. La revolución quedaba millones de páginas atrás. Estaba en el «underground».

-Hablaba en Radio Asturias y hacía crítica de televisión en «Asturias Semanal».

-Nadie la había hecho hasta entonces. Veía mucha televisión porque no quería que se me escapara nada y consideraba que no podía ser una caja tonta un aparato que había cambiado nuestras vidas. Eso era muy «antiprogre». Daba palos a diestro y siniestro, pero no contra la televisión. Le pegué bien a Juan Luis Cebrián cuando era director general de TVE y por eso propuso que entrara a hacer la crítica en «El País», del que soy fundador. Cuando empezó «El País Semanal», dirigido por Jesús Hermida, también. Me pagaban bien, pero siempre estuve al peso y no quise tener acciones.

-Para entonces tenía mucha obra hecha en Asturias.

-Sí, había estado en «El Libro de Asturias» y «El libro de Oviedo», de Ediciones Naranco. En Gijón tenía al editor Silverio Cañada. Nos habíamos hecho amigos a mi regreso de Argel, en la «tourneé» que hice por Asturias contando lo que había visto. Le conocí en «Gesto» y estoy orgulloso de haberle presentado a Enrique García, porque los dos eran muy reidores. Él fue quien me contó Gijón para «La guía secreta de Asturias». Cuando editó un libro insólito -«La guía espiritual», de Miguel de Molinos- hice la introducción, que firmé como Claudio Lendínez, y salió como uno de los mejores ensayos del año en el suplemento de la Enciclopedia Británica. Es lo único que salvo de toda mi obra.

-¿Cuando empezaba en el periodismo se sentía seguro?

-No me tomaba en serio. Pedro Caravia decía de mí: «Juan siempre está dejando de ser algo» y «el problema que tiene Juan es darse como espectáculo». No quería darme como espectáculo y, contra la fama de estar siempre dejando algo, pasé treinta años en «El País» y durante diez hice los «Cuadernos del Norte». Llegué a ser bastante conocido como columnista. Me caracterizaba el humor, algo que entonces sólo hacíamos en el periódico Vázquez Montalbán y yo.

-¿Cómo se le ocurrió «Cuadernos...»?

-Le planteé a Adolfo Barthe Aza, presidente de la Caja de Ahorros de Asturias con UCD, una revista que fuera periférica e internacional. Estaba muy al tanto de la cultura europea y quería aplicarla en España en los tiempos de la primera movida.