Si uno echa la vista atrás y se remonta a la infancia es fácil que le vengan a la cabeza aquellos menús inacabables de Nochebuena y de Navidad, perennes como hojas en el dietario amarillento de las cocineras de los hogares. La despedida del año la hacíamos pensando en las angulas del día primero, toda una tradición. Pero eso ocurría cuando las angulas, un bocado extraño de delicada textura y que comemos con un inseparable sabor a ajo, no habían adquirido todavía la etiqueta de lo prohibido, ni ascendido a los cielos del caviar Beluga y las trufas blancas de Alba. El besugo era el rey de la mesa; había que pagarlo multiplicado de precio comparado con agosto, que es cuando realmente se encuentra en sazón. El besugo de Navidad ha sido siempre un poco fruto de la inconsciencia, pero en eso consiste fundamentalmente el capricho humano.

En unas fechas en que los peces están por las nubes y recomiendan, además, congelarlos antes del consumo, habría que tener más en cuenta otros vuelos culinarios. En este país hay costumbre centenaria de besugos, corderos y lechones y, salvo algún capón de añadidura, no les prestamos la debida atención a las aves. Sin embargo, el capón de Lugo, la pintada, la oca, el pavo, la pularda o el faisán, de excelsa carne, o el modesto pero suculento pitu de caleya asturiano son todas ellas piezas muy agradecidas de trinchar en la mesa.

Hay, no obstante, un par de detalles que tener en cuenta cuando se trata de cocinar un pájaro. Primero, el asado de las aves en un horno no tiene término medio. O carne muy caliente, absolutamente infernal, o fría. Nada de medias tintas. Caliente, buena; fría también: cortada en finas lonchas con una juliana de hortalizas o echando mano de un «chutney». Templada la carne de ave sólo se sirve en escabeche.

Pero el detalle más importante es cómo ha sido cebado el pájaro. Es fundamental el engorde con productos de primera: las cebadas y las avenas de los capones; las castañas cocidas; el pan con leche e incluso untado de vino dulce proporcionan sabores que el paladar agradece. Hay que comprar las aves que ofrezcan la garantía de haber sido tratadas convenientemente. La crianza es primordial.

Un ejemplo vecino son las famosas aves («volailles») de la localidad de Bresse. Se crían en libertad entre bocanadas de aire del Jura, cereales escogidos de granja y apetitosos bocados de hierbas y lombrices. Los pollos de Bresse tienen una cresta roja y un plumaje blanco característicos que los hace distinguirse como emblema de Francia. Su carne es tierna y de un sabor extraordinario, con un aroma que procede de las finas capas de grasa. Asado al horno, en su propio jugo, es una delicia. También se dora troceado con mantequilla en la sartén y luego se cuece en nata, bajo el nombre de «volaille à la créme». Los franceses reservan tradicionalmente los mejores ejemplares de granja de Bresse para estas fechas. En la mesa navideña ocupan un lugar destacado detrás del típico foie-gras y del «boudin blanc», la típica morcilla blanca. El pollo amarillo de Las Landas y el negro del Penedés son también aves dignas de elogio por su depurada crianza en libertad. Donde no existen especificidades como éstas, hay que dar con criadores de confianza, de esos que matan para casa y los amigos.

En España cada vez se consume más pavo, pero no hasta el punto que rige en la tradición anglosajona, y eso que fue el Adelantado de la Florida, Pedro Menéndez de Avilés, quien introdujo la costumbre de trincharlo. A él se debe el Día de Acción de Gracias. En el Viejo Mundo se celebró, en cambio, durante mucho tiempo el festín de los gansos, y a la tradición popular cristiana pertenece el dicho de «cuanto más grande el pájaro, más festiva es su presencia».

El pavo común es, por lo general, algo soso y requiere un buen relleno. Recuerdo que el presidente Bartlet, en uno de los capítulos de la inolvidable serie de televisión El ala oeste de la Casa Blanca, consulta a un servicio telefónico si el relleno ha de ser en crudo o es necesario guisarlo antes. Pues bien, conviene saltearlo, señor presidente, y bañarlo en alcohol hasta su reducción. Castañas, una farsa con picadillo de carne, piñones, cualquier otro fruto seco y unas láminas de trufa de verano sirven. Si se trata de oca, en el Ampurdán la rellenan con peras, riquísima, y también la guisan con nabos.

De gran utilidad culinaria y muy apreciada por los cocineros desde tiempo inmemorial es la paloma, que deja de llamarse pichón cuando cumple los veintiocho días de vida. La carne del pichón de cría no se diferencia mucho de otras jóvenes piezas de caza con plumas. Es roja y firme, muy sabrosa, incluso cuando está más cocida de la cuenta. Hay quienes la presentan en la mesa en dos cocciones, para poder apreciar todas sus cualidades y ternura. Por Alain Ducasse conozco una preparación extraordinaria que consiste en unas empanadillas crujientes rellenas de los muslos deshuesados del pichón, acompañadas de una ensalada verde, huevos de codorniz fritos y unas escalopas de foie-gras fresco como guarnición. La famosa «pastilla» marroquí, la verdadera, consiste en un pasta leve rellena de una farsa de paloma, espolvoreada de canela y azúcar. El propio Ducasse, en su Diccionario del amante de la cocina, trae a colación y a propósito de los pichones a Jean-Marie Amat, uno de los mosqueteros de aquella «nouvelle cuisine» de los setenta. La sugerencia de Amat son unas supremas de pichón untadas con una mezcla de jengibre y miel, asadas a la parrilla, y con una pizca de canela y comino por encima. Se sirven acompañadas de sus menudillos salteados y de cebollitas glaseadas.

Para acompañar las aves, todas ellas, vinos tintos de buena crianza, madera fina y cierto cuerpo. Riberas, riojas, de Castilla, del Douro, burdeos, borgoñas, barolos, toscanos, lo que prefieran y soporte el bolsillo en cada caso.