Dolores Ibárruri, mito del antifascismo internacional y una de las mujeres más carismáticas del siglo XX, tuvo dos grandes amores en una larga vida que consagró (y nunca como en este caso es más oportuno este verbo, según la quinta acepción que recoge el Diccionario de la Lengua) a la lucha por el comunismo y a la defensa o la restauración de los valores republicanos que destruyó, después de una larga y cruenta Guerra Civil, la rebelión militar encabezada por Franco el 18 de julio de 1936. Sólo dos amores, que sepamos, con los que compartió cama, pasiones y una compleja relación sentimental en la que, como sucede con el iceberg, es más lo que permanece oculto, en la tiniebla del agua de los días, que la parte visible: los testimonios casi siempre interesados, confusos o contradictorios que han llegado hasta nosotros. Sólo dos nombres en una biografía tan densa, tan arracimada y expuesta a algunos de los acontecimientos principales y terribles de la pasada centuria: el de su marido, Julián Ruiz Gabiña, con quien se casó el 15 de febrero de 1916, y el de Francisco Antón Ruiz, diecisiete años más joven que ella, a quien amó desde la tenacidad y con el arrojo -el rencor implacable, también- que caracterizaron a Pasionaria, persona y personaje ya fundidos por el tiempo y la Historia.

La reciente publicación de «Inés y la alegría», donde Almudena Grandes entrevera realidad y ficción para contarnos una de las páginas de la lucha antifranquista, la denominada en clave como «operación Reconquista de España», ha puesto el foco sobre algunos de los desvanes cerrados -oscurecidos por la falta de explicaciones coherentes y la incoherencia de las interpretaciones forzadas- de un tiempo extremo en el que convivieron, como hermanos siameses, la verdad y la mentira, el heroísmo y la vileza, el amor y el odio. La invasión del valle de Arán en el otoño de 1944 por parte de veteranos de la guerra de España que habían combatido en la resistencia francesa fue un fiasco. El objetivo, definido políticamente por el comunista Jesús Monzón a través de la Unión Nacional Española, pasaba por constituir un Gobierno republicano en Viella bajo la presidencia de Juan Negrín y, al mismo tiempo, por la derrota militar del franquismo con la implicación de las tropas aliadas y el pretexto fundado de que Franco era un aliado objetivo de Hitler y Mussolini.

Resumimos en exceso, aunque lo cierto es que Almudena Grandes aprovecha ese marco histórico para contar las aventuras y desventuras de Inés, la protagonista, pero también otras relaciones complejas y documentadas sobre las que el PCE ha tratado siempre de correr todos los velos y cortinas a mano: la de Monzón y Carmen de Pedro, por un lado, y la de Pasionaria y Francisco Antón, por otro. La historia de amor, pasión y ruptura entre Dolores Ibárruri y aquel madrileño con fama de guapo, que alcanzó la cúpula comunista y fue arrojado a las tinieblas exteriores tras un vergonzoso y humillante juicio de factura estalinista al que se trató de dar un precario barniz político, es hoy todavía un tabú para muchos veteranos militantes y dirigentes del PCE.

Y obedece a un temor que intentó explicar Manuel Vázquez Montalbán, autor de «Pasionaria y los siete enanitos», en un artículo publicado en «El País» hace quince años, el 10 de diciembre de 1995: «Una peripecia de la vida de Dolores llama la atención sobre la prioridad de cambiar la vida y cambiar la historia. Aquellos revolucionarios comunistas esforzados y emancipadores no digirieron nunca bien que una mujer de 40 años tuviera una relación amorosa con un mozo de veintipocos, Francisco Antón. Desde una moral de monjas ursulinas, descalificaron una historia de amor probablemente avanzada a su tiempo y que costaría más cara a Dolores que al propio Antón. Pero esta es otra percepción del personaje, la Dolores viva que se ocultó a sí misma en la segunda parte de sus memorias cuando su vida se había historificado y confundido con la historia del PCE». Pero el fallecido creador de Carvalho, militante comunista, se deja llevar por el mismo vicio que denuncia y no dice toda la verdad. Si alguien pagó todos los platos rotos de aquel enamoramiento que tanto inquietaba a las jerarquías del PCE fue Francisco Antón, el último gran amor de Dolores. Los interesados en los dividendos políticos del mito, que podía quebrarse, jamás quisieron ver en Pasionaria a la mujer de carne y hueso. La fotografía ya estaba fijada: era la Agustina de Aragón de la República, la madre enlutada del proletariado, la «Dama de Elche» de la Komintern.

Esa explicable veneración por el personaje (fue la más vehemente y eficaz defensora de la República, en cuya galería política sobresale por encima de otras figuras con mucha mayor formación intelectual, incluidas mujeres tan notables como Clara Campoamor, Margarita Nelken o la anarquista Federica Montseny, la primera que alcanzó un Ministerio en Europa Occidental) es rastreable en otro libro reciente, «La hija del artillero». El ex cura vasco Fermín Gongeta novela la biografía de Pasionaria, desde 1910 hasta 1939. Al principio y al final del libro, Dolores y Francisco Antón comparten algunas páginas en las que se dibuja la relación amorosa entre ambos, pero desde un pudor vagamente romántico con el que, como más nítido fruto, ofrece este pasaje:

«-¡Dolores! -dijo desde la puerta Antón-. Ella reconoció su voz, y los latidos de su corazón se hicieron más rápidos y violentos.

-No deberías haber venido -le susurraba mientras besaba su rostro y sus labios-. Sabes que odio las despedidas.

Al cabo de un rato de permanecer entrelazados, corto como un suspiro, Francisco Antón marchó hacia las trincheras».

Pero vayamos por partes. Decíamos que Pasionaria sólo tuvo dos grandes amores, sólo sintió por dos hombres esa atracción continuada que suele desembocar en una relación sexual. Y ambos compartieron un destino similar entre las miles de vidas derrotadas por las sombras del exilio español, por los estiletes de los intereses de partido y los ocultamientos de las falsas razones ideológicas. Como mucho, unas pocas líneas al pie mismo de todos los olvidos para ilustrar la monumental trayectoria de la única persona de las filas republicanas a la que Franco temía por su inteligencia natural y astucia, según confesó el dictador a su primo y secretario privado Francisco Franco Salgado-Araujo, Pacón.

El primero en ocupar el corazón de la líder comunista fue Julián Ruiz, un minero de Somorrostro que introdujo a la ferviente católica Dolores Ibárruri en el ideario marxista. Murió en la espesura estaliniana de una gris región soviética después de pelear en la contienda española como comisario político del Ejército del Norte y exiliarse, tras su paso por Francia, en la URSS. No convivía con Pasionaria desde hacía muchos años, antes incluso de que Dolores, «una fuerza de la naturaleza pese a sus limitaciones intelectuales», en opinión de alguno de sus biógrafos, fuera reclutada por José Bullejos, en 1931, como redactora de «Mundo Obrero», publicación que empezaba a ser diaria.

Pasionaria, distanciada del carlismo de su padre, Antonio Ibárruri, artillero de Gallarta, en la zona minera de Vizcaya, y también del catolicismo que practicó durante toda su infancia y primera juventud con la misma entrega que pondría luego en sus creencias comunistas, había sido elegida en 1930 miembro del comité central del PCE en representación de los militantes vascos. Nacida el 9 de diciembre de 1895, fue educada en una ideología tradicional y estudió hasta los 15 años, lo que no estaba mal en aquel tiempo de privaciones y miserias para la hija de una humilde familia obrera. Hizo incluso alguna sustitución como maestra, pero las condiciones laborales de los trabajadores y la realidad diaria que vivía la llevaron, a partir de las protestas mineras de 1910 y de la huelga de 1917, a analizar las numerosas contradicciones sociales de la época y a sintonizar, bajo la influencia de Julián Ruiz, con las posiciones próximas a la III Internacional que afloraban en el socialismo español.

Dolores y Julián Ruiz tuvieron seis hijos. Cuatro de las niñas murieron en los primeros años de vida; Rubén, el único varón, perecería aún muy joven luchando contra los nazis en Stalingrado (fue teniente del Ejército soviético, del que recibió honores de héroe, y en el que se alistó después de pelear en la ofensiva republicana del Ebro), y sólo Amaya, que hizo su vida en la URSS, daría tres nietos a Pasionaria. La pareja convivió durante una década -hasta 1926, aproximadamente-, pero Julián fue siempre, oficialmente, el marido de aquella mujer a la que veía en un escalón superior al suyo y a la que él mismo animó a escribir los primeros artículos para publicaciones como «El Minero Vizcaíno» o «El Comunista». El primero de aquellos textos salió a la luz en la Semana de la Pasión del Señor, en abril de 1919, bajo la rúbrica de Pasionaria, un nombre que la acompañaría hasta su muerte, en Madrid, el 12 de noviembre de 1989, pocos días después de la caída del Muro de Berlín. El mundo que Lenin y los bolcheviques levantaron en 1917 se desmoronaba con estrépito histórico y dejaba entre sus escombros el sueño carcomido del fantasma suelto en la primera línea del «Manifiesto comunista».

Francisco Antón, el segundo y último gran amor de Pasionaria, llegó a creer en aquel sueño. Madrileño de 1912 al que Almudena Grandes describe, desde la mirada de Pasionaria, como «muy, muy guapo», fue un ferroviario luchador y espabilado al que los delegados del IV Congreso del PCE promocionaron hasta la secretaría general de su organización en Madrid. Con las tropas franquistas a las puertas de la capital de la República, es nombrado comisario político del Ejército defensor, un puesto que, como recuerda Santiago Carrillo en «Los viejos camaradas», era el más importante del comisariado político. Tenía sólo 25 años y su agitada vida se repartía entre sus responsabilidades públicas y el apasionado romance con una de las figuras prominentes del momento, una enérgica Dolores Ibárruri que, a sus 42 años, sentía al lado de aquel joven camarada el renacimiento del deseo y la pasión. Por él llegó a enfrentarse al ministro de Defensa en el Gobierno de Largo Caballero, Indalecio Prieto; por él, y pese a la discreción con que trató de llevar sus relaciones, se expuso por primera vez a las críticas e incomprensiones de muchos de sus compañeros. Diputada por Asturias, de cuyas prisiones había sacado personalmente a los encarcelados por la Revolución de octubre del 34; autora de algunos de los discursos más vibrantes y de las frases más rotundas de la resistencia republicana, la persona y el personaje empezaban a confundirse en aquel país en llamas.

La derrota separó a Pasionaria y Francisco Antón, pero no sofocó aquel amor a media voz, casi clandestino. Ella acaba en Moscú y él, Paco, en el duro campo de concentración de Le Vernet, en Francia, donde enferma. Dolores es una mujer muy enamorada, tanto que, tras firmar Molotov y Ribbentrop el pacto de no agresión entre la URSS y Alemania, no duda en visitar al camarada Stalin para que negocie la libertad de Francisco Antón. Almudena Grandes recuerda una malevolencia del líder soviético que Enrique Líster recoge en sus memorias: «Si Julieta no puede vivir sin su Romeo, habrá que traerle a su Romeo».

A la muerte de José Díaz, refugiado en Tiflis, la capital de Georgia, donde se suicidó arrojándose desde el quinto piso de la planta de un hotel, deprimido y cercado por los dolores de su enfermedad, se desata una feroz lucha en las alturas del PCE por el control de una organización dispersa por medio mundo y perseguida sin cuartel en España. Vence Dolores Ibárruri, que gana en 1942 la partida por la secretaría general al ex ministro Jesús Hernández. Éste y sus acólitos utilizan como arma arrojadiza los amores entre Antón y Pasionaria, que se da cuenta de los riesgos políticos que asume con aquella relación. Dolores era ya un icono internacional enrejado tras su misma simbología, un personaje al que cualquier grieta podía socavar. Lo entendió, pero siguió con Paco, que llegó a convertirse de hecho en el «número dos» del PCE.

¿Por qué rompieron, entonces, Pasionaria y Francisco Antón? Almudena Grandes cuenta parte de la historia en «Inés y la alegría», pero quien relata con más detalle las causas y consecuencias de la separación es Gregorio Morán en «Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985», un trabajo publicado en 1986, con Pasionaria aún viva y en el Olimpo de la presidencia del PCE, tras su regreso del exilio y su reelección como diputada por Asturias en las primeras Cortes democráticas. Franco, su gran enemigo, había muerto el 20 de noviembre de 1975. A diferencia de Fernando Claudín o de Carrillo, que pese a ser testigos directos de los hechos son más superficiales en sus análisis, Morán deja pocos cabos sueltos. Antón se ha enamorado de otra mujer, Carmen Rodríguez, con quien se casa y tiene hijos. Es una decisión que, en un gesto de honestidad y valentía, comunica a Dolores. Pero ésta, según concluye la mayoría de quienes conocieron directamente la historia o la investigaron, no se resigna a perder a Paco.

Una excepción a la hora de interpretar las causas de la caída en desgracia de Antón, que achaca al ambiente enrarecido de la época y no a la venganza de una mujer herida y despechada, es Carrillo. Protector siempre de la persona que puso en sus manos la secretaría general y las riendas de la principal formación de oposición al franquismo, rescató en sus «Memorias» la figura de Antón. En esas páginas habla de la «tortura moral» a que fue sometido aquél como de algo que «íntimamente no me he perdonado nunca».

El hecho que pone en marcha el «vía crucis» de Francisco Antón, según expresión de Morán, es la situación de deterioro orgánico del PCE a principios de la década de los cincuenta. Antón y Carrillo -éste último había ganado autoridad y poder interno tras cumplir el delicado encargo de liquidar la operación guerrillera del valle de Arán- tienen bajo su responsabilidad, respectivamente, las comisiones del PCE para el exilio y España. Son, pues, quienes controlan la organización desde París. Un informe interno en el que cuestionan la labor de algunos notables del buró político, máximo órgano de dirección comunista, acaba con una orden de Dolores para que Antón acuda a Moscú sin más demora. A partir de esa llamada, el aparato comunista pone en marcha un rocambolesco y vergonzoso proceso, en la más estricta tradición estalinista, que concluye con una increíble confesión de Antón en la que éste asume todas las acusaciones que le endosan, incluida la de fraccionalismo. Pasionaria no se da por satisfecha. Llega a subrayar «en un último escalón de la venganza», según palabras de Morán, que su antiguo amante puede ser un agente policiaco al servicio de un país imperialista. Para el disidente Claudín, la «ofuscación» de la secretaria general está motivada porque ésta se ha enterado de las «relaciones íntimas» entre Paco y Carmen Rodríguez, «una joven y agraciada activista del partido», según cuenta en «Santiago Carrillo. Crónica de un secretario general».

Antón, cuyo proceso duró tres años y ha sido comparado con el del checoslovaco Slansky, es enviado con su mujer a Varsovia, donde trabaja duro en una fábrica entre diez y doce horas para ganar un jornal escaso. Su vida, con dos hijas -una de ellas tiene apenas un año y sufre síndrome de Down-, es difícil y hasta debe suministrarse inyecciones de vitaminas para poder aguantar. Incluso Enrique Líster, el militar con fama de duro y quien comunicó a Antón su destino de apestado, parece conmoverse, en las epístolas que regularmente le remite a su jefa, Pasionaria, por el destino de aquel camarada. Nunca le ha caído bien, pero sabe que la condena es injusta.

La rehabilitación de Antón, a quien el PCE hará pasar, paradójicamente, por un estalinista al que se le ajustaron las cuentas antes de la palinodia de Kruschev y su acusación de que Stalin era el responsable de todos los males del sistema soviético, llegó de la mano de Carrillo, su compañero de los años duros de París. La revisión de su caso se inició en enero de 1957 y en 1964 es readmitido en el comité central, según precisa Morán. Pasa a vivir a Checoslovaquia, donde aplaudirá y se identificará con la apertura y las reformas de Dubcek, la levadura de la Primavera de Praga que aplastaron los tanques rusos. El PCE condenó la invasión e inició su distanciamiento de la URSS y el giro hacia el eurocomunismo. Antón murió en París el 14 de enero de 1976. Aún compartió reuniones y encuentros con Pasionaria, pero aseguran que ésta, muy dada a abrazar y besar a todos sus camaradas, jamás pasó de un frío saludo con el hombre que -así lo sentía- había traicionado su gran amor.