Dicen que el Kurdistán iraquí está estabilizado, que las cosas han mejorado desde los últimos atentados en Erbil en los años 2004 y 2007. Pese a la propaganda, la región vive un precario equilibrio. Turcos, sirios e iraníes no ven con buenos ojos el nacimiento de una entidad política kurda. Y no digamos los terroristas suníes, deseosos de dinamitar toda normalización de Irak. En cualquier caso, lo que allí sucede merece ser visto desde el mejor mirador que conozco: la moto.

Mi llegada a Estambul coincide con un atentado que el Gobierno atribuye a los independentistas kurdos. El suroeste de Turquía está tomado por la Gendarmería. La ciudad kurda de Diyarbakir es famosa porque tiene la segunda muralla más larga del mundo, rodea completamente la ciudad vieja. En la zona alta que se asoma al Tigris habitan los más pobres. Charlo con varios kurdos que hablan abiertamente de política. Sus postulados son básicos pero inamovibles: Turquía es el enemigo, les niega sus derechos y la democracia.

El único paso fronterizo abierto está en Silopi. La cola de camiones es kilométrica. Mi aparición causa estupor en los miembros del servicio secreto. ¿Qué demonios hago allí? ¿Desde dónde ha venido? ¿De España? ¿Soy del Real Madrid o del Barcelona? Mi pasaporte es estampillado sin problemas, pero meter la moto resulta más complicado. El Kurdistán pretende ser un Estado moderno, pero repite los viejos esquemas burocráticos de la zona. Lentitud y procedimientos incomprensibles.

Lo más llamativo de la carretera es la atroz deformación del asfalto. El calor unido al paso incesante de los pesados convoyes militares ha dibujado un oleaje de alquitrán en el firme. Sin embargo, no queda rastro de los soldados norteamericanos. Los tipos que me salen al encuentro en los numerosos «checkpoints» son jóvenes kurdos vestidos con uniformes muy nuevos. Se muestran simpáticos y habladores. Sólo quieren charlar y hacerse fotos. Muchas fotos. «Mister, mister», dicen. Ésa era la palabra. Ser un «mister» es mi mejor salvoconducto.

Conduciendo hacia el Sur voy dejando atrás carteles de tráfico con sugestivas indicaciones. Bagdad, Basora, Kirkuk? sin embargo, debo estar muy pendiente de aquella que indique el desvío hacia Erbil. Los kurdos habían construido un ramal nuevo que evita el paso por la peligrosísima Mosul. El desvío está sólo a 20 kilómetros del nido de serpientes.

La ciudad vieja descuella sobre una colina en mitad de la urbe. Los muros son altos y magníficos, pero el interior está vacío. Es una fortaleza abandonada, semiderruida, aunque en proceso de restauración. El Gobierno ha desalojado a todos los habitantes para reconstruir el barrio y convertirlo en un museo que atraiga turistas. El proyecto de rehabilitación es desmesurado. Resulta increíble recorrer este pueblo fantasma.

El único cajero automático está en el Sheraton Building. Un búnker de lujo para occidentales cuya visita requiere pasar dos controles y un arco detector de metales. Algunos ejecutivos yanquis, diplomáticos y tal vez también espías. Pido agua en la cafetería y me informan de que la botella cuesta dos dólares y medio. Me conformo con beberla del grifo.

Hacia el Este la región es montañosa. Gargantas profundas, cimas peladas, carreteras estrechas, pistas de grava. Avanzo por un oscuro desfiladero mientras anochece. Llego a un puesto de control cuando la cerrada oscuridad hace peligroso avanzar. Los peshmergas me invitan a pasar a su garita a comer algo. El puesto es de piso de tierra y un agujero en una esquina hace de desagüe.

Les pido permiso para dormir con ellos y entonces me dicen que a pocos cientos de metros hay un hotel. ¿Un hotel en mitad de la nada montañosa? Es el surrealista Pank Resort. Una instalación de villas y cabinas al estilo europeo. En el restaurante encuentro dos austriacos borrachos. No son turistas, sino trabajadores especializados en construir teleféricos por todo el mundo.

Despierto en mi cabina. El horizonte luce nítido y puro. Las montañas eternas, el sol intemporal, el azul infinito. El mánager del complejo me comunica que el dueño quiere conocerme. Era un kurdo educado, su inglés es muy bueno. Vive habitualmente en Suecia. De allí ha tomado el modelo para su surrealista complejo en el epicentro de la asolada serranía kurda, a tan sólo 70 kilómetros de la frontera con Irán, una zona bastante conflictiva que no se prevé muy turística en los próximos años.

El tipo está sorprendido de verme aquí. Quiere saber la razón por la que he viajado a Irak. Es una cuestión fácil de responder.

-¿Usted ve las noticias en televisión?

-Sí, claro -contesta.

-Pues yo no -digo-. No me creo lo que dicen. Prefiero verlo por mí mismo.