En su artículo póstumo de la revista dominical que se reparte con este periódico, el cocinero Santi Santamaría (Sant Celoni, 1957-Singapur, 2011) pone como ejemplo de la metamorfosis culinaria la liebre à la royale, uno de los grandes platos de todos los tiempos. Josep Pla, su mestre de las letras, escribió que la cocina es una metamorfosis total de las materias primas, que se convierten mediante el calor u otros medios en una obra comestible. No hay mejor modelo para explicar la integración que perseguía Santamaría de los sabores ligados a la naturaleza que este guiso clásico de la liebre bendecida por la literatura, de origen perigordino, resultante de la carne de caza, su sangre, el tocino, la trufa, el foie gras, la pimienta, el vino tinto, el tomillo silvestre, el laurel, el clavo, el ajo, el perejil y las chalotas.

Tampoco hay mejor manera de rendirle homenaje a la gran cocina que el tiempo dedicado a ella: en la liebre à la royale son como mínimo seis horas y la descripción de la receta resulta tan larga que tendría que disponer para ella del espacio de este artículo en su totalidad. Les remito, por tanto, a Prosper Montagné y al Larousse y, en última instancia, a las referencias que sobre este particular abundan por internet. La liebre à la royale se sirve deshuesada como si se tratase de una pasta, cubierta de la salsa impenetrable que se ha obtenido en su metamorfosis, después de horas de cocción lenta en la cocotte. Tal es su textura que lo más cómodo resulta comerla con cuchara. El clasicismo aconseja acompañar este gran plato de la cocina venatoria francesa de un Borgoña o de un Burdeos; Néstor Luján sugería un Chambertin y Santamaría, un Cos d' Estournel o también uno de los grandes vinos de Telmo Rodríguez que, por cierto, hizo sus primeras prácticas enológicas con la familia Prats, propietaria de la bodega que elabora el caldo bordelés citado.

Luján cuenta que Raymond Oliver, dueño del legendario Grand Véfour, de París, invitó a la escritora Colette, con motivo de su 80.º cumpleaños, a acompañar le lièvre à la royale de un tinto Haut Brion, de Burdeos, y de un dulce Sauternes, con los que había cocinado el famoso plato. Y así bebieron de uno y de otro, pero como el propio Luján trasmite por boca del colosal Alejandro Dumas, «no hay nada mejor, para ver el futuro de color de rosa, que contemplarlo a través de una copa de Chambertin». No hace todavía demasiado, tuve la inmensa suerte de beber Jean Trapet Latricières-Chambertin 2005, una referencia equilibradísima en cuanto a precio y calidad de la Côte de Nuits.

Me he extendido sobre la liebre à la royale, consciente de que no hay nada más indicado que una monumental y sagrada referencia culinaria de todos los tiempos para despedir a un clásico; el plato sobre el que él mismo escribió para ilustrar la metamorfosis sin saber que tendría un efecto tan evocador al publicarse después de muerto. Santi Santamaría era un cocinero cultivado; lo saben los que lo trataron con asiduidad y también los que le hemos escuchado y leído. Vehemente en la defensa de sus posturas, no dejó de decir lo que pensaba por mucho que algunos creyesen que se trataba de una cuestión de celos hacia Ferran Adrià, el hombre que se convirtió para él en los últimos años en una especie de anticristo. Se alzó en armas contra la utilización de la química en la cocina y ello le valió la incomprensión no sólo de muchos compañeros de la élite de los fogones sino de la inmensa tropa que baila el agua al famoseo culinario: entre ellos los llamados críticos gastronómicos; los coleccionistas de restaurantes, que diría el propio Santamaría, que saben mucho de restaurantes, por frecuentarlos una y otra vez de gorra, y bastante menos de cocina.

La modernidad gastronómada no le perdonó su disidencia de los inventos de laboratorio, que él justificaba por su lealtad a la gran tradición, al producto y a la autenticidad frente al camelo y la impostura. Un canalla, de los que no respetan ni a los muertos, escribió el otro día de él que la causa de su muerte por infarto en Singapur estaba en su afición a los sofritos. Otros que lo atacaron por el simple hecho de disentir han llorado lágrimas de cocodrilo. Las personas decentes, en acuerdo o desacuerdo con su postura intelectual y vital, han sabido dedicarle las palabras de respeto que merecía a uno de los grandes cocineros de todos los tiempos.

He compartido y comparto muchas de las tesis de Santamaría. Se ha dicho de él que también usó los productos químicos que más tarde combatió, sin embargo no lo percibí las veces que tuve la dicha de comer en Santceloni o en Can Fabes. Harto del espectáculo, de las intromisiones de la industria en la alta cocina, del tecnoemocional o gastroemocional, eso tan cursi con que algunos se han querido apuntar a la moda, Santamaría eligió la cercanía a los productores, haciendo del terruño un concepto universal de la cocina. Los efectos de las nuevas ondas, sabía, los acaban pagando los clientes en sus facturas. Algunos de ellos, supongo con gusto, porque creen que así contribuyen a la modernidad y, otros, engañados, muchas veces resignados.

Nadie niega que la tecnología no sea algo necesario para mejorar la expresión culinaria. Santi Santamaría, que últimamente se había liado la manta a la cabeza abriendo restaurantes aquí y allá -el último de ellos en Singapur, donde murió, dirigido por su hija- tampoco lo negaba. «Si alguien me ofreciera un artilugio capaz de desespinar congrios, no dudaría en incorporarlo a mi cocina, ya que supondría un progreso técnico evidente, pues ahorraría un engorroso trabajo manual que dificulta y encarece el disfrute de un pescado delicioso, sobre todo hoy en día, cuando el gran público está perdiendo cada vez más la costumbre de comer pescados y carnes con espinas y huesos. En cambio, trabajar el surimi para darle sabor a congrio no me parece ningún progreso». Evidentemente, porque ya tenemos el congrio. Nos hemos visto obligados a sustituir las angulas por un sucedáneo de su misma textura, pero ello se debe a la fuerte demanda, la escasez, y a la imposibilidad de comer los alevines de la anguila a un precio razonable. No es el caso del congrio.

La gastroemoción o tecnoemoción consiste en ocasiones en eso. Yo le doy a usted para comer la piel y las espinas de un salmonete con otra textura pero con el mismo sabor del lomo. El cliente asiste emocionado al acto de prestidigitación y sólo se entera de que comió el salmonete cuando comprueba la factura. En la factura, está el lomo, no la piel y las espinas. Ésos son los efectos de las nuevas ondas que criticaba el chef desaparecido.

Santamaría escribió en su controvertido ensayo La cocina al desnudo sobre las necesidad alimentaria y las emociones. Comer no sólo tiene que ser una obligación fisiológica, también puede convertirse en un placer cuando se consigue conjugar la función con los sentidos. Pero hacer una interpretación emocional de cada cosa que uno se lleva a la boca resulta ridículo. El propio Santamaría contaba la anécdota atribuida a Picasso, cuando un admirador le confesó que disfrutaba de su obra pero no siempre la entendía y el pintor malagueño le respondió:

-¿Le gustan a usted las ostras?

-Con delirio-, contestó el hombre.

-Y ¿ha intentado entenderlas?

Un tipo inteligente, el gran cocinero de Sant Celoni.