Paola Brunetti, esposa del comisario Brunetti en las novelas de Donna Leon, es la versión veneciana de madame Maigret, una alsaciana de Colmar algo rolliza, de rostro lozano y maravillosa mano para la cocina. Un libro, El sabor de Venecia, que acaba editar estos días Seix Barral con las historias culinarias de la escritora de New Jersey afincada en la Serenísima me recuerda aquel otro de hace años de Robert J. Courtine sobre los placeres de la mesa referido a Jules Maigret, el personaje de Simenon. Ambos intercalan descripciones de los platos y fragmentos literarios donde éstos tienen protagonismo, y ambos coinciden, sobre todo, en el conocimiento.

Brunetti, honrado servidor de la ley, ciudadano descreído, lector de Dante, aficionado al prosecco y a la pasta, pertenece, junto a Pepe Carvalho, Salvo Montalbano y el propio Maigret, a esa distinguida familia de polis y detectives que disfrutan con la comida, en escenarios donde, además de fiambres, también hay cocina. Esta clase de culto gastronómico policial proporciona entretenimiento añadido al lector, y a sus creadores les ha servido como un recurso, a veces hasta un colchón, para sacar adelante las historias o refrescar el relato.

Quienes hayan estado en Venecia no como simples aves de paso, sino preocupados por enterarse de lo que se cuece fuera del agotador y absurdo torbellino turístico, habrán tenido la ocasión de darse cuenta de que allí las cosas no funcionan como en otros lugares del resto de Italia. Para empezar, los venecianos acostumbran a partir de las once de la mañana a andare per ombre, traducido al castellano, a buscar las sombras, es decir, un peregrinaje de bar en bar y de prosecco en prosecco. El prosecco es un vino espumoso blanco que se bebe más frío que otros, propio de las regiones de Friuli Venezia Giulia y del Véneto, en concreto de Valdobbiadene y de las colinas al norte de Treviso.

En las tabernas de la Serenísima los populares bacari, los venecianos acompañan el prosecco o la ombra (vaso de vino blanco equivalente a la octava parte de un litro) de variados pinchitos que ensartan con palillos, albóndigas, huevas de sepia, corazones de alcachofas -no siempre, por desgracia, las apreciadísimas castraure de la isla de Sant'Erasmo-, hígado, bacalao rebozado y frito o pescados de la laguna adobados. La tapa recibe el nombre de cicheto.

Venecia se apoya en tres pilares: la isla antes citada de las verduras, cuyo nombre se pronuncia con auténtica veneración, el fantástico mercado del Rialto y los bacari. Al contrario de lo que ocurre en el resto del Véneto, la cocina veneciana se basa en los pescados y en los mariscos, que no se pueden comparar con los cantábricos y atlánticos, pero preparados con cierta gracia resultan potables. Además del bacalao y las sardinas en escabeche (sarde in saor) que los pescadores consumían para prevenir el escorbuto y con el paso de los años se convirtió en uno de los platos más queridos de la cocina tradicional, hay que probar los calamares rellenos con salsa de tomate, de los que Roberta Pianaro nos brinda su receta en el libro de Donna Leon, o las sepias negras estofadas, el mero, el rape y el mújol (bosega). Otra de las especialidades típicas locales que se comen en las tabernas son los cangrejos, cogidos durante la muda del caparazón, enharinados y fritos. Si están en Venecia y les ofrecen moleche, pídanlo. Pero si hay algo por lo que merece la pena darse una vuelta por el mercado del Rialto o hacer una travesía de veinte minutos en el vaporetto hasta la isla de Sant'Erasmo es la verdura, variada e intensa: las coliflores, las berzas, las calabazas, los brócolis, el pomodoro de mil clases distintas y las alcachofas. Sobre todo, las alcachofas primaverales, naturalmente de Sant'Erasmo. Las primeras que cortan los cultivadores las llaman canarini, pequeñas y tiernas; lo habitual es mojarlas en una salsa elaborada con aceite, sal, pimienta o guindillas que se conoce por pinzimonio. El segundo corte nos trae las castraure, con sus características hojas de color violáceo, que se comen rebozadas y fritas. Luego están las alcachofas propiamente dichas y los corazones, que se asan a la parrilla y despiden un olor inconfundible en las tabernas. Uno se pierde en los mostradores de alcachofas del gran mercado del Rialto, donde también se encuentran manojos de hierbas salvajes de las inmediaciones de la laguna: la flor y los brotes de lúpulo o los aromáticos hinojos, para comer gratinados al horno con queso parmesano rallado o junto con la polenta y el stracchino (queso blanco; entre sus variedades se encuentra el famoso taleggio).

Todo lo que se debe comer en Venecia lo conoce el comisario Brunetti y está en el libro de Leon y Pianaro. Las orecchiette y la forma de elaborar este tipo de pasta a mano explicado por la propia novelista; el risi e bisi (arroz con guisantes), que se cocina tradicionalmente el 25 de abril coincidiendo con la festividad de San Marcos; el risotto di zucca (risotto con calabaza), algo realmente sublime; los pescados; el hígado con polenta; el conejo con aceitunas y los bovoletti, unos caracoles que se cuecen en agua y se aderezan simplemente con aceite de oliva, ajo, sal, pimienta y perejil.

En el libro de Robert J. Courtine citado al principio también nos encontramos con los caracoles. Algunas de las recetas de madame Maigret son un vigoroso ejemplo de la mejor cocina tradicional francesa. Una de las preferidas del comisario, un hombre, por otro lado, de gustos sencillos pero muy exigente ante un plato de comida, la relata así el propio autor:

«¿Crees que vendrás a cenar? Lástima de almuerzo, había hecho unos caracoles... -Como por casualidad, cada vez que no iba a comer había uno de sus platos predilectos».

El plato a que se refiere Simenon en una de las novelas de Maigret es «caracoles a la alsaciana», que se cuecen a fuego lento durante tres horas en un caldo, después de llevar a ebullición un litro de vino blanco, una zanahoria, dos cebollas cortadas a rodajas, dos escalonias, un manojo de hierbas aromáticas, sal y pimienta. Los caracoles se dejan enfriar y se sacan de sus conchas. Éstas se secan en el horno y se rellenan de una mantequilla que se prepara con la escalonia picada, perejil, sal fina y pimienta negra. En la mezcla se agrega la carne de un caracol por concha. Se ponen al horno hacia arriba hasta que la mantequilla espume. Lo ideal es acompañar estos caracoles de un blanco, a ser posible Riesling.

En fin, es hora de sentarse a la mesa con Brunetti o Maigret. Esta vez, sin cadáver a los postres. Y como recuerda Donna Leon, haciéndose eco del espíritu culinario italiano: «Mangia, mangia, ti fa bene».