Antes de que acabe de subir la marea, con el agua hasta la cintura y la silueta inconfundible de Castropol a la espalda, Manuel Fernández Cancio voltea los sacos de malla donde crecen las ostras de la ría del Eo. A su alrededor hay tres hectáreas de «parrillas» con bolsas llenas de moluscos y esta operación, para extenderlas y girarlas, se repite casi siempre que la marea lo permite. Esta ría es recurso principal en aquel pueblo que hoy, al fondo, sólo se entrevé porque el día está brumoso. Quiere llover y por detrás de Manuel, el «skyline» inimitable de Castropol, con la torre centinela de la iglesia de Santiago Apóstol en el centro, compone hoy una estampa genuina que verifica el sobrenombre que Luis Cernuda le buscó a esta villa en los años treinta del siglo pasado. Este Castropol, encaramado a su montículo sobre la ría, con agua por todas partes menos por una que la liga a la tierra, se sigue pareciendo a «Santiniebla», a aquel pueblo al que la descripción del poeta sevillano retrató «caído como un pájaro enfermo sobre una oscura colina que avanza hacia el mar». La colina es en realidad una pequeña península triangular de extremo puntiagudo con forma de proa de barco y el vértice apuntando a la ría. Este mirador enfoca físicamente la ensenada del Eo, sí, pero al decir de algún castropolense inquieto, en la práctica del día a día se diluyen un poco la vocación marinera y la voluntad de rentabilizar el cauce entre fluvial y marino que da paisaje y sentido a la villa. La ría fronteriza se contempla más bien desde aquí como un recurso muy poderoso que debería dar mejores frutos y Castropol, apunta algún vecino, es exactamente eso que dice de ella el eslogan turístico del concejo: «El secreto mejor guardado de Asturias».

Oculto para su desgracia, matizarán algunos de los que viven empeñados en que se desvele al fin el misterio. María Alonso Comyn, presidenta de Castropol Turismo y propietaria de un hotel rural en Las Campas, responde «infrautilizado» e «infravalorado» a la pregunta por el grado de explotación turística de este lugar «muy desconocido». Más concretamente lamenta la visibilidad escasa de su humedal de riqueza biológica reconocida internacionalmente o, sin ir más lejos, de esta pequeña villa señorial de los edificios blancos y los palacetes, de las casas de indianos y el casco histórico declarado en 2004 bien de interés cultural. Una placa en la plaza del Cruzadero recuerda que esto fue el «Pueblo ejemplar» de Asturias en 1997 por su «ejemplo de respeto a las mejores tradiciones ilustradas de Asturias». Castropol, pola vieja que guarda miles de libros tras noventa años de compilación en su Biblioteca Popular Circulante, se complace en seguir alfombrando calles con flores en el Corpus y tiene un parque a punto de centenario, el Vicente Loriente, con setos esculpidos, quiosco de música, capilla del siglo XV y altísimo monumento de piedra y bronce en memoria del marino Fernando de Villaamil. Pero esta villa evidentemente asida a su tiempo pasado mejor ha llegado hasta este punto del futuro con su pequeña población detenida en 444 habitantes y en parte, a su manera, a resguardo del declive demográfico que duele mucho en todo el occidente asturiano. El núcleo urbano, 474 personas al comenzar el siglo, se ha dejado treinta en esta misma década que ha restado más de quinientas al recuento global del concejo para dejarle en la cota más baja de su historia: 3.800.

La capital de servicios supuestamente atractivos para el entorno rural del municipio atenúa su magnetismo por el efecto de la competencia cercana. Aquí también «se va la gente de las aldeas», confirmará Ovidio Vila, directivo de la asociación cultural «El Pampillo», «pero no necesariamente a Castropol». Se dirigen más a Vegadeo y, sobre todo, cruzan el Puente de los Santos para abrigarse en Ribadeo al calor de aquella otra villa gallega más grande y surtida, «con más servicios, la vivienda más barata» y una población que ha pasado en lo que va de siglo de poco más de 5.000 habitantes a cerca de 6.500. Aquí no, y no es de ahora. Castropol fue siempre otra idea de pueblo grande, uno diferente, más señorial y acogedor, que «ha vivido toda la vida de la burocracia y los servicios». Claudio Pérez, que preside la Asociación de Amigos de Castropol y su Concejo, recuerda haber visto a «la gente pasar la ría en lancha para ir a comprar a Ribadeo» mucho antes del Puente de los Santos, pero ni esta villa es Ribadeo, ni lo quiere ser ni falta que le hace al decir de algún vecino con pleno conocimiento de causa. Francisco José García, presidente del colectivo de empresarios del polígono industrial de Barres, vive al otro lado de la ría «en una caja de cerillas» y reniega. «Si aquí se hubiesen hecho las barbaridades de otros concejos», asegura, «Castropol habría perdido el encanto. Me imagino esto con edificios de ocho alturas y me espanta. Castropol es muy especial, tiene algo; es diferente». A este lado de la ensenada que traza la frontera con Galicia, la villa castropolense conserva huellas abundantes de su pasado como cabecera judicial, eclesiástica y durante mucho tiempo administrativa de una extensa comarca que empezaba en el Eo y abarcaba toda la cuenca del Navia. A escala, en el fondo, recuerda haber sido siempre más o menos lo que hoy, una población a remolque de su oferta de servicios que todavía cruza la ría para comprar y a la que le han puesto la industria en el exterior de la villa, pero dentro del municipio: sobre todo en el parque empresarial de Barres, en proceso para doblar su extensión, o en el astillero de Figueras. Aquí dentro, define Ovidio Vila, «puede que la única industria pujante sea la hostelería» y junto a ella otro muestrario básico del sector terciario donde a las grandes extensiones comerciales, igual que al atractivo residencial, les aflige la competencia de las de Ribadeo.

Es especial, señorial, diferente, no hay pegas para el decorado si no fuera por lo que se intuye que ocurre detrás. El recorrido en ascenso desde el muelle por las cuestas empinadas que dan a la «colina» castropolina va descubriendo fachadas y ventanas con carteles de «se vende» y «se alquila» en edificios con las persianas bajadas. Mucha residencia auxiliar a tiempo parcial y poca permanente, dicen aquí. También se ve a la entrada de la villa un indicador que dirige hacia un «piso piloto», dos grandes bloques gemelos que anuncian en alquiler sus «últimas viviendas» y mirando a la ría desde la calle Marqués de Santa Cruz, a punto de concluir la obra, un edificio alargado y al decir de algún vecino demasiado voluminoso para la normativa urbanística de Castropol. «En la finca había un bosque de magnolios», denuncia Ovidio Vila, «que se talaron sin licencia. No hay informe arqueológico y se hicieron más aberturas de la única que se permitía en el muro perimetral del siglo XVII». A la salida del caso particular, más. «La orientación de la construcción hacia la segunda residencia no fija a la clase obrera o a la clase media», se queja, y «los turistas lamentan a veces», vuelve María Alonso, «ver cerradas algunas casas tan maravillosas».

Los que siguen viviendo aquí, mientras tanto, perseveran en sus consideraciones sobre cierta invisibilidad que consigue que tampoco se vea esta calidad de vida, que por lo demás no existirá «si no se crea empleo», concluye Vila. Eduardo Martín, biólogo madrileño, tiene adónde ir a comparar desde que decidió cambiar el bullicio de la capital por la tranquilidad de Castropol y la potencialidad de las ostras que su empresa cultiva en la ría del Eo. El cambio se operó en 1994 y hoy es él quien asegura que «aquí la calidad de vida es excepcional, pero tal vez no le damos el valor que merece. Yo quería estudiar música y en Madrid no pude, hay infinidad de servicios que tengo aquí mucho más a mano». Él quiso ver «perlas» en las ostras del estuario, distinguió una oportunidad entre las aguas de esta ría «desaprovechada» e «infrautilizada» de cuya visión no es posible escapar prácticamente desde ningún lugar de Castropol, pero sabe que hay otras ostras. El paisaje, le acompaña algún vecino, sería perfecto si además hubiese alternativas diversas para retener población en la villa, o al menos alguien más capaz de verlas. Eduardo dirige una pequeña empresa de tres empleados que produce ahora menos que hace algunos años -unas 45 toneladas anuales-, pero que vende por internet sin intermediarios y cada semana manda una partida de al menos cien kilos a Hong Kong. Las ostras del Eo viajan a Burela, se embarcan en camiones frigoríficos que las llevan a Madrid y de allí salen en avión, vía Fráncfort: salen de Castropol un lunes y llegan un jueves. Con sus logros y sus dificultades, esta misma semana por encima de una «marea roja» de microalgas tóxicas que ha pausado la actividad en la ría, lo que hizo Martín fue mirar alrededor. «Se producen cosas», confirma Claudio Pérez, «lo que falta es iniciativa para manufacturarlas también aquí».