Hay apellidos tan ligados a una actividad que entre unos y otra se crea una asociación inmediata. Así, López-Ibor se identifica sin titubeo con psiquiatría. Con eso y con un manual de sexología que formaba parte del escueto equipaje teórico con el que muchas parejas españolas encaraban su vida conyugal en los años setenta del siglo pasado. Juan José López-Ibor Aliño (Madrid 1941) mantiene el vínculo paterno con la especialidad en su condición de catedrático de Psiquiatría de la Universidad Complutense y jefe de servicio del Hospital San Carlos. En Oviedo, donde ejerció como profesor agregado en la Facultad de Medicina hace décadas, habló de lo que pueden considerarse enfermedades mentales emergentes en una sesión de la Real Academia de Medicina del Principado de Asturias. Este López-Ibor ha vivido la evolución de su disciplina desde los tiempos crudos de su padre, en los que la enfermedad mental tenía el estigma de lo incurable, hasta los momentos actuales en los que recibe la misma consideración que cualquier otra patología.

-¿Puede uno apellidarse López-Ibor y no dedicarse a la psiquiatría?

-Pues sí. Somos doce hermanos, de los cuales seis somos médicos, cuatro psiquiatras y el resto dedicado a otras especialidades. Los demás miembros de la familia se han inclinado por la historia, el derecho o la música. Hay un poco de todo.

-Su padre lo fue todo cuando la psiquiatría española estaba en sus preliminares.

-Mi padre era un hombre de una amplitud de miras extraordinaria. Ahora estamos terminando de informatizar su biblioteca y allí hay de todo, de filosofía, de teología, de historia, de neurología, de psiquiatría, por supuesto. Lo que demuestra que él era un hombre de una gran cultura y de unos intereses muy variados, todo en torno al conocimiento del ser humano y en especial del ser humano enfermo. Cuando alguien es así, la influencia que ejerce sobre sus hijos es grande aunque no se dedique uno a lo mismo. De alguna manera aprendimos a ver en él.

-Ese perfil del médico abierto a otros saberes, ¿se ha perdido quizá por exigencia de una mayor especialización?

-No estoy seguro. La medicina se tecnifica y el médico debe ser un gran técnico. Si te tienes que operar de una cadera buscas al médico que más caderas haya operado y no a otro que sea un gran médico humanista, que lo va a tratar muy bien. Pero al mismo tiempo, el mundo de los valores en medicina está empezando a jugar un papel muy importante. Todo el desarrollo técnico y científico aporta nuevas posibilidades de elección. Cuando no hay nada que hacer con un cáncer de colon, el médico es humanista. Cuando hay muchas posibilidades, la decisión corresponde al enfermo: me opero, no me opero... todas esas cosas. Ahí intervienen una serie de valores, está en juego la integridad física, la posibilidad de dolor, de sufrimiento. Y eso lo discute uno con el médico, que ofrecerá al paciente distintas opciones para que él seleccione con arreglo a su propio mundo de valores. Ese gran desarrollo técnico que desemboca en una posibilidad de elegir obliga a la medicina a ser más humanista. Cualquier oncólogo hoy en día lo primero que le pregunta a un enfermo es si quiere tratarse o no. Una vez que ha empezado el gran movimiento de la ética de la autonomía, que arranca en Estados Unidos allá por 1972, y a tenor del cual es el enfermo el que decide hay una vuelta a la medicina humanista.

-Usted habrá vivido de una manera muy directa el despegue de la psiquiatría en España.

-No sólo es despegue, es integración. Cuando yo empecé había tres psiquiatrías, no una. Una se hacía en los hospitales psiquiátricos, que eran instituciones que, entre otras cosas, tenían un cementerio porque los enfermos ingresaban allí de por vida. Otra esa una psiquiatría muy social, muy comunitaria, donde la enfermedad no existía sino sólo los problemas sociales, que había que resolverlos, y una tercera muy psicológica, interesada sólo en los mecanismos psíquicos, aprendidos o generados en el pasado que había que investigar. Eran tres psiquiatrías radicalmente distintas e intelectualmente enfrentadas unas con otras, no podían entenderse entre ellas. Eso ha cambiado. La psiquiatría se ha convertido en una disciplina, lo que facilita su aceptación en los medios médicos. El estigma de la enfermedad mental, que es importante y en algunas más que en otras, ha disminuido bastante porque se conocen mejor los males, se diagnostican y se tratan como cualquier otra enfermedad. Nosotros hicimos una serie de estudios sobre la imagen de la enfermedad mental, el primero de ellos en 1978, otro catorce años después y un tercero más tarde. Comprobamos que a finales de los años 70 la depresión se consideraba una debilidad psíquica, los deprimidos eran flojos mentales, y para superar eso había que hablar con el cura o con el vecino. Poco a poco se fue convirtiendo en una enfermedad más, que tiene un diagnóstico y un tratamiento. Ese es un cambio que se ha gestado en veinte años en España y, en general, en todo el mundo.

-¿La depresión es ahora la enfermedad más frecuente a la que se enfrenta el psiquiatra?

-Es una patología mucho más compleja de lo que parece. Por una lado está infradiagnosticada pero a la vez está hiperdiagnosticada porque cualquier sufrimiento se puede convertir en una depresión. Uno de los retos que tiene la psiquiatría en el terreno de la depresión es distinguir cuáles son estados de ánimo patológicos de aquellos que no lo son, determinar dónde está la frontera, que, por otra parte, es una frontera fluida, como se da en otros terrenos.

-¿No hemos pasado de menospreciar la enfermedad mental a la psiquiatrización de muchos males?

-En los años 70 se produjo en Estados Unidos un esfuerzo enorme para intentar unificar los criterios de diagnóstico en psiquiatría. Las clasificaciones modernas, que empiezan en 1980, se basan en la descripción de los síntomas de las enfermedades, porque en los síntomas los psiquiatras nos ponemos en seguida de acuerdo, es fácil. Lo que resulta más complejo es construir una enfermedad a partir de esos síntomas. Pero ese procedimiento conlleva el riesgo de psiquiatrizar y de convertir, por ejemplo, la timidez en una enfermedad. ¿Cuándo podemos considerarla una patología? Para responder a eso recurrimos a otros criterios que no tienen que ver con los síntomas sino con valores. Si un tímido vive esa condición como un sufrimiento, recurrirá al médico, al igual que si le genera una discapacidad como no poder hablar en público. La timidez más sufrimiento o más discapacidad es fobia social. Esos dos criterios, sufrimiento o discapacidad, son los que se consideran clínicamente significativos, porque, entre otras cosas, provocan que el paciente recurra al médico, y sirven de contrapeso para no psiquiatrizar cualquier comportamiento. Esa es una definición muy pragmática pero que no entra en la naturaleza de las cosas. El esfuerzo que hay ahora es ir un paso más allá pero resulta muy difícil determinar los límites entre la enfermedad y lo que no lo es.

-Pero hay una emergencia de nuevas enfermedades, de síndromes que en ocasiones parecen una reelaboración de algo que ya se conocía.

-Las enfermedades mentales son siempre las mismas aunque cambien sus manifestaciones. Una es la que he comentado aquí en Oviedo, el trastorno de la identidad de la integridad corporal, que consiste en el deseo de quien la padece de amputarse una extremidad sana. Esa enfermedad no existía porque quienes lo sufren no iban al médico, hasta que hubo un especialista en Canadá que decidió amputar a una persona que presentaba ese cuadro. Y el razonamiento fue que igual que se operan los transexuales o se realiza la cirugía cosmética, ¿por qué negarle la amputación de un miembro a alguien que está empeñado en que le sobra? Eso unido a internet ha provocado una eclosión de esa enfermedad en los últimos cinco o seis años. Y a través de la red se han hecho estudios con los enfermos que la padecían, que se agrupan en internet y van creando sus propias categorías. A los que todavían están esperando y no se han decidido por la amputación los llaman «postulantes» y a aquellos que quieren tener relaciones con personas amputadas, «devotos». Este trastorno no es nuevo porque alteraciones de la identidad siempre hubo, pero sí es nuevo en la medida en que quienes lo sufren tienen acceso a la cirugía.

-Internet también propicia nuevas dinámicas en el ámbito de la enfermedad mental porque ese esquema de relación que usted describe es el mismo con el que operan quienes sufren trastornos de la alimentación.

-Si no se enfadan conmigo diría incluso que las madres de quienes padecen anorexia funcionan a veces como las madres de la plaza de Mayo, en Argentina. Adquieren una identidad con la que tratan de presionar para que la sociedad les ayude a liberarse de ese problema que están sufriendo. Porque ese trastorno de identidad tiene un contexto social, quien lo padece sale a la calle y quiere ser vista de una manera determinada: como mujer delgada, como mujer que ha conseguido dominar su cuerpo, que puede más que cualquier instinto...

-Si desde la perspectiva de la psiquiatría se le pidiese un diagnóstico de la sociedad contemporánea, ¿cuál sería?

-A mí no me gusta hacer diagnósticos fuera del despacho, no soy de los que caen en la tentación de explicar que si la felicidad es no sé qué. De lo que sí puedo hablar es de las características de esta sociedad posmoderna, con grandes valores y enormes defectos, entre ellos el subjetivismo y una relativización que nos ha llevado al «todo vale». Por un lado hace que el sujeto sea más libre y más autónomo pero al mismo tiempo implica la responsabilidad de serlo. El otro rasgo es la inmediatez, el ver las guerras en directo, por ejemplo, o el tener que adoptar decisiones rápidas sobre asuntos que con cierto sosiego se podrían ver de otra manera.

-Ligada a esa inmediatez figura el afán de estar permanentemente conectados a través de los múltiples medios de que ahora se dispone. ¿No es esa una nueva fuente de ansiedad?

-El mayor inconveniente del Twiter o el Facebook es que uno pone su identidad a disposición de la nube y una vez que se ha colgado la ha perdido, no se puede recuperar. Pongo mi identidad de los 16, pero a los 17 ya no es la misma y a los veintitantos, cuando tenga que empezar a trabajar, ¿cómo la recupero?

-La difícil coyuntura económica por la que atravesamos, ¿ha llevado más clientela a la consulta de los psiquiatras?

-No lo hemos notado y hemos estado atentos, porque ha pasado otra vez. Pero en España el grado de protección social es muy alto y eso implica que uno puede verse sin trabajo pero no se muere de hambre, no estamos en la depresión del 29. Esa sensación de encontrar cierto amparo en la sociedad evita que uno se derrumbe psicológimente. No ha aumentado el número de suicidios, por ejemplo. No hemos visto más demanda de asistencia psiquiátrica ni una demanda específicamente vinculada a la crisis. En Cáritas dirán que los solicitantes de ayuda se han multiplicado por tres pero la confianza en esa red de cobertura social atenúa los efectos de la crisis.