Medio siglo separa la ordenación sacerdotal de José Luis Suárez Sánchez, sacerdote desde 1961, y la Marcos Cuervo Martínez, que a sus 25 años es desde el pasado 5 de junio, fecha en la que fue ordenado, el cura más joven de Asturias. Aunque con la simpatía mutua de ser ambos sacerdotes, les separan las décadas y también la forma de vestir, así como las raíces eclesiales que hallaron en su respectivos seminarios, el influjo del Concilio Vaticano II, o la forma de relacionarse con el mundo y adquirir el compromiso social.

En el medio de ambas generaciones de curas, los que se ordenaron hace 25 años también presentan diferencias. Es el caso de Pedro Tardón, párroco de Noreña, ordenado en 1986, quien considera que la evolución de la Iglesia y de la sociedad ha significado que «los sacerdotes hemos ido perdiendo presencia; antes los curas tenían socialmente un prestigio y más consideración que ahora». Tardón juzga, asimismo, que «estamos perdiendo la dimensión de una Iglesia misionera y más comprometida con los pobres, y me da la impresión de que vamos para atrás». Al párroco de Noreña le marcaron «los años de misionero en Benín», África, y por ello estima que «la sencillez dentro de la Iglesia, el volver a las raíces del Evangelio y el acercarnos a los más necesitados es por donde tenemos que ir».

Tardón celebró los 25 años de cura la semana pasada, al igual que José Luis Suárez los 50, en una misa presidida en el Seminario de Oviedo por el arzobispo Jesús Sanz Montes, que también cumplía los cinco lustros de sacerdocio.

Sobre el hecho de hacerse sacerdote en 2011, Marcos Cuervo (Avilés, 1985) percibe que el ambiente de esta época es el de «una cierta distancia hacia lo que es religión e Iglesia, especialmente en los jóvenes, pero no sólo, porque hay un tendencia general a prescindir de Dios». En ese clima, el joven sacerdote capta que «aun así, no dejamos de creer, porque la gente busca cosas o personas en las que tener una confianza o una fe».

Respecto a sus años de preparación sacerdotal, Marcos Cuervo entiende que «la formación que hemos recibido nosotros es distinta de la que se recibió hace 50 años, y aunque el Seminario significa estar apartado del mundo, eso no quita para que hayamos estado informados y, de alguna manera, presentes también en el mundo». El régimen de vida de la formación sacerdotal del presente supone «vivir toda la semana en el Seminario, en un ambiente de comunidad, aunque el fin de semana salíamos y a diario podíamos leer LA NUEVA ESPAÑA, conectarnos a internet o ver la televisión».

Y cuando Marcos Cuervo observa a los sacerdotes veteranos, que recibieron una formación distinta o atravesaron por los años del Concilio y del postconcilio, constata que «hay diferencias a veces en ideas doctrinales, pero también es verdad que los sacerdotes mayores tienen otra experiencia, tienen más vida y una fe más de calle, de andar con la gente». Ello los conduce, según el joven sacerdote, a una menor insistencia «en la institución eclesial, o en el Papa, pero en el ministerio somos hermanos y tenemos una fe común, aunque pueda haber esas diferencias en ideas doctrinales». En paralelo, «hay menos distancia con los sacerdotes que se ordenaron hace 25 o 30 años, y yo he trabajado con Alberto Reigada en la pastoral de la parroquia de la Tenderina, o con Jorge Cortés en San Pedro de los Arcos, ambos en Oviedo, o con Adolfo Mariño y Fernando Fueyo en Gijón, que son curas de los que no estás excesivamente lejos y a la vez están en la calle y siguen manteniendo esa creencia en la institución eclesial».

Marcos Cuervo viste clergyman. «Me costó utilizarlo cuando era diácono, porque tenía que explicar que todavía no era cura, pero después ya lo he vestido con más tranquilidad. La gente me mira por la calle, pero es que el vestido es un signo y ayuda para saber colocar a esa persona en lo que es, en lo que desarrolla en su vida».

En cambio, José Luis Suárez (Sama de Langreo, 1936) se quitó la sotana «de los primeros, ya en Barcelona, hacia 1962, nada más que empezó el Concilio». Un día «me lo quité todo y monté en la moto; fui a un pueblo de la frontera y nada más llegar me reconocen unos feligreses míos, pese a que iba de paisano, con pantalones, que no los había enseñado en mi vida». Al sacerdote de Sama, hoy jubilado y secretario del Foro Gaspar García Laviana, le preocupa que «parezca que los obispos y el Papa tengan una línea especial con Dios, pero no se dan cuenta de que el "sensum fildelium", el sentido de la fe en los fieles, lo tenemos todos». En consecuencia, «no me van a decir ahora que me ponga la sotana».

Suárez se ordenó en 1961, en Logroño, como miembro de la congregación de los Sagrados Corazones. «El Concilio estaba convocado desde 1959 por el bendito Papa Juan XXIII y yo había terminado de estudiar en el seminario de la congregación, que en aquellos tiempo era un coto muy cerrado de cara al exterior y no teníamos muchas noticias porque no podíamos ni leer el periódico, ni escuchar la radio, ni ver televisión». Y noticias del Concilio en particular «algo nos llegaba porque teníamos algunos profesores que nos comentaban como iban los preparativos, pero no fuimos gente formada en el Vaticano II». No obstante, esta situación cambia «cuando empezaron a aparecer los documentos del Concilio y empezamos con aquella ilusión y aquel optimismo de que la ventolera del Espíritu nos cambiara y que iluminara la Santa Madre Iglesia».

Pero la formación que los curas de su tiempo habían recibido era «para ser santos nosotros mismos, para preocuparnos de nuestra salvación y ser buenos religiosos de la madre congregación». Ello significaba «una formación muy individualista y que no había mucha inquietud de lo que podríamos llamar pastoral social; estábamos formados para una salvación del hombre muy particular, de Dios y cada hombre, de cara al Más Allá, una salvación sacramental, litúrgica, y no para una salvación integral de la sociedad moderna».

José Luis Suárez estudió Filosofía en el Seminario de Logroño, «no muy avanzado, sino una balsa de aceite». Sin embargo, «nos llegaba la inquietud que había en el Seminario de Barcelona, o en el de Oviedo, que era más adelantado que el nuestro». Después, la Teología «la estudié en el convento de la congregación».

Ya con el Concilio concluido, «me moví algo, pero no mucho, porque no tenía un ambiente donde hubiera la inquietud que podía provocar el Vaticano II». Por ello, «mis compañeros y yo no tuvimos la inquietud que tuvieron, por ejemplo, los sacerdotes asturianos». Suárez se establece en Asturias en 1970 y es entonces cuando «recibí el batacazo del Concilio, porque tuve la gran suerte de estar en Gijón, con unos sacerdotes que admiro y que me ayudaron mucho en la interpretación del Concilio y en la pastoral que tenía que realizar un sacerdote. José Luis Suárez se incorpora a la parroquia de La Calzada, «con José Luis Martínez de párroco y José Luis Fonseca de coadjutor».

«Encontré en Asturias la salvación, si es que valgo algo como sacerdote, porque aquí vivían más que yo el Concilio, por ejemplo, durante el tardofranquismo y, antes, el mismo hecho de "la Huelgona" les influyó mucho. Todo aquello me hizo estar más cerca de la gente». En cuanto a las generaciones jóvenes de sacerdotes, Suárez percibe que «se cuida más la forma externa, lo sacramental, la liturgia, y las ideas de la Iglesia han ido un poco hacia atrás, lo cual no niega que sean buenos curas».

Lo que significó Asturias para José Luis Suárez lo fueron las misiones para Pedro Tardón (Segovia, 1958), quien evoca su formación sacerdotal como «una experiencia de Seminario distinta de la que están viviendo en estos momentos, porque los tres últimos cursos de Teología salimos a vivir en pisos, en parroquias». Tardón vivió «en Ventanielles, Oviedo, y estabas inmerso en el movimiento de la época, por ejemplo, la objeción de conciencia, Amnistía Internacional, o las asociaciones del barrio o los trabajadores, y viviendo experiencias con los gitanos, y estando marcados por una opción por los más necesitados».

Ello propició «una formación sacerdotal muy cercana a la gente, en una Iglesia que, como decía el Vaticano II, es el "pueblo de Dios", en el que cada uno tiene participación activa en la comunidad». Pedro Tardón se siente orgulloso de que «los que pasamos por esa experiencia, aquí estamos, 25 años después, yo creo que siendo felices, cada uno en su campo y habiendo pasado por experiencias distintas».

De los nueve sacerdotes que se ordenaron en Oviedo en 1986, «tres fuimos a misiones. Fermín Riaño, que sigue en Tailandia, y dos que fuimos a África». De aquel grupo de sacerdotes, «uno ha fallecido, Julio Asterio Fernández, y dos se secularizaron», recuerda Tardón, que estuvo seis años en Benín, y que no usa traje clerical. «Se habla de la visibilidad de la Iglesia y de los sacerdotes, y yo soy cura en Noreña y en San Martín de Anes; todo el mundo sabe que soy sacerdote, no me escondo, y cuando salgo fuera, si tengo que dar testimonio de ser sacerdote lo hago y no necesito llevar nada para sentirme orgulloso de ser lo que soy».

Pero para Enrique Álvarez Moro (Gijón, 1981), sacerdote en Panes y ordenado también el pasado 5 de junio, «vestir de cura, sin ser lo fundamental y sin dogmatismos, significa para mí que el clergyman es como un recordatorio psicológico y apostólico de lo que soy y de la misión que se me confía». Álvarez Moro también juzga que «en un mundo en el que todo lo religioso le parece extraño a la gente y en el que se están barriendo todos los signos, vestir de cura es un buen signo, y de una presencia de algo que es mayor que nosotros mismos».

En cuanto a los curas de generaciones anteriores, Enrique Álvarez les tributa «respeto y admiración, porque a muchos de ellos les han tocado etapas muy duras, de cambios en la Iglesia, de cambios en el mundo, de cambios políticos, de cambios de papas, y han tenido que renovarse y modificar estructuras mentales».

Entre ellos «hay muchísimos curas que trabajan como el que más, que hablan un lenguaje teológico fresco, con capacidad de conocer y escrutar la realidad...; a mí me dejan boquiabierto por esa capacidad que han tenido de adaptarse, de seguir formándose, de seguir conectando con la gente».

Para el joven sacerdote gijonés, el ideal de cura viene dictado «porque es una gracia de Dios en medio de un mundo convulso, desesperanzado; lo digo sin demonizar a nada y a nadie, pero se ha producido un golpe de péndulo y la gente busca una esperanza, algo que dé luz a sus problemas, y un sacerdote es aquel que es portador de esperanza». La experiencia del cura de Panes es que «la gente te dice: "Mire, padre, yo no soy creyente", o "soy creyente, pero no voy a misa, pero yo lo que quiero es que en esta situación me acompañe y me dé luz"».

Tras haber captado «el testimonio de vida de los sacerdotes que nos acompañaron en el Seminario», Enrique Álvarez Moro aspira a «poder dar respuesta a todos esos interrogantes de los hombres».

Jesús Sanz Montes, franciscano, arzobispo de Oviedo y antes obispo de Huesca y Jaca (2003-2010), recibió la ordenación sacerdotal el 20 de septiembre de 1986, hace 25 años. «Vengo del Seminario de Toledo y de la formación propia que recibí en la Orden Franciscana, que, siendo distintas, fueron en mi caso muy complementarias, y soy deudor de la una y de la otra». El de Toledo «es un centro de estudios clásico, como era entonces el Seminario del cardenal don Marcelo, y después, al ingresar en la Orden Francisca, hay un asomo a otro tipo de teología, que complementa y no contradice a la otra; me supuso un enriquecimiento enorme, no renegué de lo que había recibido antes, pero sí que se me dilató ese horizonte que en Toledo había conocido».

Cuando Sanz Montes se ordena sacerdote, «ya está consolidado el Pontificado de Juan Pablo II, tras sus primeros años, en los que no se sabía aún toda la envergadura de los cambios que él fue introduciendo». La referencia al Concilio continuaba activa, pero «con un Vaticano II inevitablemente cada vez más distante porque el tiempo pasaba». En 1985, al cumplirse los 20 años del final de Concilio, «la gran pregunta era si lo habíamos asimilado, si habíamos leído todo lo que supuso para la Iglesia como diálogo con el mundo y como reflexión sobre sí misma». En aquel ambiente de revisión, «en esa generación de ordenados hace 25 años, había aún frescura por acompañar este mundo que todavía estaba muy convulso; nosotros queríamos vivir muy seriamente lo que es la parte mistérica de la vida, la liturgia, la parte más gratuita y contemplativa, y con un compromiso social que fuera sincero y real». No obstante, Sanz Montes percibe que «permanece esta apertura a lo mistérico, a lo litúrgico, pero no veo tan claro, sin particularizar en nadie, que en el cambio generacional siga habiendo este compromiso social cristiano; veo que ha habido como una especie de regresión, porque ambas cosas no se contradicen, sino que se avalan recíprocamente».

De los sacerdotes anteriores a su generación, más marcados por el Vaticano II, Sanz Montes juzga que «son los hijos de varios "post", de una postguerra dilatada, o de un Concilio y postconcilio en el que les pillaron unos cambios de gran calado». El efecto de esto último fue que «hay sacerdotes que quedaron abrasados, o por un extremo o por el otro, pero también hay quienes fueron capaces de asimilar de una manera serena ese profundo cambio, que hicieron la síntesis y tienen una calidad humana y de fe de primer orden».