-Mi padre, José, tenía un taller de carros en San Esteban de las Cruces, como su padre y su abuelo, y lo trajo a Oviedo cuando yo tenía 2 años. Vinimos a la avenida de Colón, número 10, una casa de dos pisos y garaje. La calle tenía árboles a ambos lados, calzada de adoquines y aceras anchas. No había tráfico y jugábamos en los prados. Soy la tercera de seis hermanos nacidos a intervalos de dos años.

-¿Hasta qué edad hizo carros?

-Se jubiló a los 60. Había quedado huérfano a los 3 años. Mi abuelo se había casado tres veces y mi padre era el pequeño de su tercera mujer. Sus padres murieron de una peste, de una gripe en 1896. Mi padre era muy fuerte y murió con 93 años, pero siempre echó de menos a su madre. Cuando yo criaba, si se caía uno de mis hijos le consolaba diciendo «ay, pobre, ¿te hiciste daño?» y mi padre replicaba: «de pobre nada, que tiene padre y madre».

-¿Cómo, si era huérfano, aprendió el oficio de su padre?

-No lo sé. Tenía las herramientas. Los tíos que le criaron le pagaron el viaje a América para que no fuera a la guerra de África. En La Patagonia tuvo fama de gran esquilador de ovejas. Era muy lector, iba a caballo y llevaba consigo una enciclopedia. Le gustaban Galdós, Blasco Ibáñez, y Pereda que le pareció un «carca» que escribía muy bien. Coincidió con Blasco Ibáñez en Buenos Aires, donde el escritor, muy conocido, anunciaba coñac Tres Cepas. Mi padre recordaba el lema del coñac: «Su color ámbar pálido denota su vejez». Estuvo en Chile y en Argentina tres veces.

-¿Volvió con cuartos?

-Mi madre, Nieves, decía que la maleta le cayó al mar? Se casaron en 1923. Mi madre era de Bendones, se le escapaba la leche por estar leyendo revistas o periódicos y tenía una memoria prodigiosa. Recordaba los topónimos con verlos una, vez así que el profesor Antonio Floriano cuando tenía que identificar un pueblo siempre decía: «Para eso tenemos el Madoz y a la madre de Carmen». Era muy alegre.... cosía a la máquina para nosotros y cantaba zarzuelas.

-¿Pasaron la guerra en Oviedo?

-Sí. A mi padre una bala perdida de «los rojos» le atravesó la cabeza de una sien a otra. Un soldado paró una camioneta a punta de pistola y lo llevaron al hospital, en Llamaquique, donde le operó don Paquito. Toda la vida le faltó parte del hueso. Le latía la piel y se le veía un hueco. Era alto, derecho, de buen ver, muy trabajador y el hombre más fuerte del mundo. Decía que lo que hiciéramos, lo hiciéramos bien. Mi madre lo pasó mal en la guerra. Mi hermana pequeña, Jovita, nació el peor día del asedio de Oviedo. Cayó un cañonazo en casa y rompió el tejado y la viga maestra.

-¿Hablaban de política en casa?

-No. Desde el principio de la Segunda Guerra Mundial supe que mi padre era anglófilo. Decía que a los ingleses, al estar en una isla, podían machacarlos con las bombas pero no invadirlos. Cuando Alemania entró en Rusia predijo que la derrotaría «El general Invierno», como a Napoleón. Las niñas cantábamos una copla: «El año cuarenta y cinco /, según dicen los profetas, / será el año de la paz, / volverán las vacas gordas, / los pollos a dos pesetas, / los pisos sin alquilar». Mi padre admiraba a Azaña por los discursos, no por su conducta ni por los ataques a la religión. A mi madre le encantaban las novenas -aunque no iba- y mi padre no creía, pero no puso inconvenientes a que hiciéramos la comunión ni a nuestra educación religiosa.

-Sus padres leían. ¿Usted?

-De mi hermano Pepe, Francisco José, «Roberto Alcázar y Pedrín», «El guerrero del antifaz». En el instituto, en General Elorza, cuando oía una referencia a un libro iba a la Biblioteca Pública, frente a la Cocina Económica, y lo leía.

-¿Dónde aprendió a leer?

-En la calle Quintana, en la escuela aneja a la Normal, que dirigía Trinidad Sánchez Tamargo. Entonces queríamos a los maestros, a Trinidad y a su hermana Amalia. Éramos 20 en clase y había un patio grandísimo, hasta que lo vi de mayor.

-¿Pasaron penurias?

-En 1941, el año del hambre. Había lentejas con bichos. En realidad, comíamos lo que los bichos dejaban. La saca de chuscos de los moros acampados en la travesía de Colón nos quitó el hambre alguna vez. En casa éramos 8 y mi madre iba con amigas a los pueblos de León para comprar algo en los huertos. Llevaba un chaleco con bolsas para meter lo que encontraba. Si encontraba fabes, las desayunábamos, comíamos y cenábamos. Años después, hablando con Francisco Ayala sobre la posguerra, él contaba como penurias de exiliado cuando le pudo comprar la bicicleta a su hija y yo le comenté que, en esa época, mi madre pesaba 40 kilos.

-¿Siempre fue buena estudiante?

-En casa había ambiente de lectura, pero no de estudio y estuve despistada. Empecé con aprobados, pero, a partir de quinto y sexto de Bachiller, pasé a sobresalientes y matrículas. Sin esfuerzo. En quinto tuve un profesor de Latín excepcional, Tomás Recio, que logró acercarme a la vida diaria lo que durante cuatro cursos me había parecido un galimatías.

-Fue de las pocas del instituto que hizo carrera.

-La mayoría se casaron, tuvieron hijos y no trabajaron fuera de casa. A algunas del hospicio las encontré trabajando en consultas de médicos... Muchas compañeras de Facultad estudiaban para tener cultura y conocer a un chico de Derecho para casarse aunque, a partir de 1960, empezaron a abrir institutos, hubo mucha demanda de licenciados y empezaron a trabajar.

-En su casa estudiaron todas.

-La mayor fue maestra de párvulos, formada después de la guerra. Estuvo en León y tuvo plaza en Ventanielles. Las otras dos son catedráticas de Lengua y Literatura de Instituto. Siguieron mis pasos. En el Instituto yo iba hacia Matemáticas, pero había que estudiarlas en Madrid. Hice Filología Románica porque no me gustaban la Química ni el Derecho. Mi idea era hacer Clásicas, pero había que seguir en Salamanca o Madrid y acabé estudiando lo que había aquí. Mi madre quería que nosotras estudiásemos. Mi padre quería que los varones fueran médicos o abogados. No lo logró, pero fueron brillantes empresarios. Fueron aprendices de La Vega. El mayor era muy destacado en lo práctico y menos en lo teórico: tiene una empresa en Madrid que fabrica visores nocturnos de armamento, llegó a tener 250 obreros y exportaba a Japón y a EE UU. El otro también se dedica a la óptica y tiene una fábrica de lentillas. Mi madre estaba muy orgullosa de mis estudios: «La mi Carmina». Mi padre, más austero, repetía «trabajas para ti».

-¿Competían los hermanos?

-No, fuimos muy felices, una temporada muy hambrientos, y muy estudiosos. Jugaba con mi hermana Rosa a las casitas y a las muñecas en Los Solises y en un prado que se llama «El Ocaso» porque había un anuncio de la aseguradora. Allí iban las mujeres a varear colchones, quedaban briznas de lana y con ellas y trapos de Angelita la costurera hacíamos muñecas. A los 15 años empecé a dar clases particulares, y con 17 entré en la Universidad. Iba de calcetines. Floriano me dijo: «A ver si pones medias». En mi curso éramos 30. Un chico, dos sacerdotes y lo demás mujeres. De 42 asignaturas de la carrera saqué 40 matrículas. Compartíamos el patio que copaban los de Derecho. Las chicas teníamos que cruzar y aquello era una pasarela que me daba corte. Las que más presumían lo pasaban mal. Pasé muchas horas en la maravillosa biblioteca, con grandes mesas, calor en invierno, fresco en verano, atenciones de los bedeles Montoya y Pedregal y dos bibliotecarias, Herminia Balbín y doña Carmen, que era una institución.

-¿Cuáles fueron sus profesores?

-Juan Uría, Antonio Floriano, Echarri, Alarcos, Benítez, Moreno Báez...

-¿Cuál le influyó más?

-Moreno Báez, sevillano, luego colega en Santiago. Llegó en el curso 1950-51, maduro, con 9 hijos, había estado en Londres. Fue el primer profesor que nos dio una lista de obras para leer. Dio la Edad Media y el principio del Renacimiento y la forma en que nos explicó «El poema del Mío Cid», «La Celestina» y al Arcipreste de Hita fueron un modelo de cómo leer. Recuerdo las clases magistrales sobre lingüística de Alarcos, divertido por lo serio, con aquella voz comedida que de vez en cuando soltaba algo. No nos explicó estructuralismo sino teoría literaria de Ramón Menéndez Pidal.

-¿Cómo sacaba aquellas notas?

-Leía por delante de lo que mandaban y daba dos horas diarias de clase particular a Guillermo Coll, un chico que hacía Bachiller. Cobré por hacer un segundo Bachiller. Eché en falta profesores nativos de inglés y francés, idiomas que estudié muchos cursos y que traduzco bien, pero que en los que nunca me solté para hablar.

-¿Cómo se ve ahora cuando recuerda a la alumna que fue?

-Una niña algo repipi. Corregí en clase a un profesor que nos explicaba a Eneas Silvio Piccolomini y dijo que luego había sido Papa con el nombre de Pío I. Le corregí que Pío II. Él me preguntó: «¿Va a saber usted más que yo?», y le repliqué: «Yo no, pero Menéndez Pelayo, sí». Es algo de lo que me arrepentí siempre. Era muy trabajadora, pero por gusto, tenía una memoria excelente que fijaba cuanto oía en clase y fui generosa con mis apuntes. Los profesores me trataron bien, salvo el de italiano que me negó las matrículas de honor. Entre lo que estudiaba y las clases particulares no iba al cine ni al paseo.

-¿Cuándo hizo su primer viaje?

-En 1953, el de fin de carrera. Queríamos ir a Italia, pero había habido algún problema en Rusia y el profesor no quiso salir de España con veintitantas chicas. Fuimos a Extremadura y gracias a eso conocí Cáceres, una preciosa ciudad de piedra, la llanura castellana y ríos caudalosos. En Madrid comimos alcachofas y eso también era importante porque en Asturias no comíamos ninguna verdura y decíamos que los tomates eran de cazurros.