El viaje de Atenas a Olimpia puede hacerse en unas horas o en varios días. Elegí lo segundo. Olimpia está al oeste del Peloponeso, y es una falta de respeto a la «isla de Pélope» y al mismo Zeus llegar a Olimpia sin detenerse a contemplar el impresionante tajo del canal de Corinto y las columnas dóricas del templo de Apolo en la antigua Corinto, sin pasar una tarde paseando por las calles de la hermosa ciudad de Nauplio, sin subir a lo más alto del teatro de Epidauro para ver cómo los guías turísticos demuestran la perfecta acústica del edificio hablando muy bajito desde el centro de la orquesta, sin hacerse una foto bajo la puerta de los leones en Micenas? Y, sobre todo, preferí llegar a Olimpia después de pasar por Esparta.

Esparta decepcionará a los que lleguen a la patria de Leónidas esperando encontrarse con la Esparta y con los espartanos de la película «300». La actual Esparta es un pueblo grandote aplastado por su historia, por su mito, por el sol de Grecia y por el cine norteamericano. ¿Qué queda de la antigua Esparta? Muy poco. Y es lógico. La Esparta clásica, a diferencia de Atenas, era una ciudad sin un centro urbano definido y sin templos y edificios majestuosos. El historiador Tucídides (siglo V a. C.) explica mejor que nadie la esencia de Esparta cuando dice que si la ciudad fuera asolada y sólo quedaran los templos y los cimientos de los edificios, los hombres del mañana albergarían serias dudas sobre si la fuerza de los lacedemonios se correspondía con su fama, pues Esparta no tiene templos ni edificios suntuosos y no está constituida de manera unitaria, sino que está formada por aldeas dispersas. Por eso los que hoy visitan Esparta no deben sentirse decepcionados por los pobres restos de la llamada «tumba de Leónidas» o el desolador y silencioso minimalismo de su acrópolis. Esto es Esparta. Podemos hacernos una foto con la enorme estatua de Leónidas plantada cerca de la calle Leonidou, pero es mucho mejor pasar unos minutos en la desierta acrópolis y sentarse a merendar a orillas del río Eurotas.

Y, por fin, Olimpia. Hace calor, la taquilla está cerrada y la entrada al recinto es gratis, muchísimos turistas achicharrados se acercan a las ruinas del templo de Zeus o se aprietan bajo la sombra del árbol más cercano como jugadores de fútbol después de un gol importantísimo. El aire de Olimpia se llena con los pitidos de los vigilantes, que utilizan sus silbatos cada vez que un visitante toca uno de los tambores de las columnas esparcidos por el suelo o se sube a una piedra del templo de Hera para hacer una foto con mejor perspectiva. Fue aquí, en el santuario de Olimpia, en la confluencia de los ríos Alfeo y Cladeo, donde se celebraron los primeros Juegos Olímpicos, en el año 776 a. C. Cada cuatro años, atletas varones de todos los lugares del mundo helénico, que hablaban la misma lengua, adoraban a los mismos dioses y tenían similares costumbres, competían durante cinco días, a finales de julio y principios de agosto, por la gloria, una corona de olivo y alguna cosilla más (los atletas también eran celebrados en poemas, recordados por medio de estatuas y recompensados con asignaciones económicas, manutención gratuita a expensas de la ciudad, derecho a ocupar un asiento de honor en los espectáculos públicos o exención de impuestos). Fue aquí, en Olimpia, donde Fidias esculpió la estatua de Zeus (siglo V a. C.), una de las Siete Maravillas del Mundo antiguo.

Fidias es también el autor de la estatua de Atenea Partenos del Partenón de Atenas. Casi nada. Acabemos pronto con el desagradable asunto de qué queda de todo ello. No queda nada. O queda mucho, pero no en marfil y oro, que eran los materiales con los que Fidias fabricó el sueño de representar al dios Zeus. El escritor griego Pausanias (siglo II a. C.) describió la estatua de Zeus con mucho detalle, y por él sabemos que el dios estaba sentado sobre un trono, con la mano derecha sosteniendo una Niké y en la mano izquierda un cetro. Medía alrededor de trece metros, no era de ese blanco purísimo con el que siempre imaginamos las esculturas griegas y, al parecer, tenía dos escaleritas por las que se podía subir hasta un corredor para ver de cerca el rostro de Zeus. Cesare Brandi dice en su precioso libro «Viaje a la Grecia antigua», citando a Pausanias, que Olimpia es muy húmeda, y por eso los antiguos griegos rociaban la estatua de Zeus con aceite de oliva. Esa ducha de aceite de oliva (que era recogida en la base por una especie de palangana) sobre el marfil y la madera hacía que contemplar una de las Siete Maravillas también significara aguantar un perenne olor a sebo.

El emperador Calígula (siglo I d. C.), siempre tan original, ordenó que llevaran a Roma las estatuas griegas más admiradas por su culto o por su arte. Entre ellas estaba, por supuesto, la estatua de Zeus en Olimpia. La intención de Calígula era sustituir la cabeza de Zeus por la suya propia (no su cabeza de carne y hueso, claro: el emperador no estaba tan loco). Dicen que la estatua de Zeus emitió una carcajada tan grande que los obreros encargados de su traslado dejaron caer las herramientas y echaron a correr dejando a Calígula con las ganas. Con lo que ya no pudo Zeus fue con los decretos del emperador Teodosio (siglo IV d. C.) que prohibían los cultos paganos, a partir de los cuales la decadencia de Olimpia fue imparable. Unos dicen que la estatua de Zeus fue trasladada a Constantinopla e instalada en el palacio de un rico comerciante, hasta que fue destruida por un incendio en el siglo V d. C. Para otros, la obra maestra de Fidias se perdió en la ruina, el saqueo, el fango y el olvido, como la misma Olimpia.

Nada queda de la estatua de Zeus, pero sí hay magníficos restos del templo de Zeus y de Hera, del bouleterion (sede del senado olímpico), la palestra, el estadio? A diferencia de otros famosos lugares arqueológicos como Troya, en Olimpia no hay que hacer grandes esfuerzos para imaginar cómo debieron ser los templos y edificios. Es más, en Olimpia es posible acceder al estadio por una entrada original del siglo III a. C., e incluso podemos permitirnos el lujo de correr en la misma pista que utilizaron los atletas griegos o sentarnos en las gradas del estadio de Olimpia, que eran (tal como todavía podemos verlas hoy) de tierra pisada pues, como explica Pausanias, sólo se construyeron asientos para el comité organizador. En los antiguos Juegos Olímpicos, la multitud acudía a ver la actuación de los atletas, pero también a hacer negocio, así que el recinto estaba lleno de mercaderes, escultores, pintores, videntes, vendedores de comida y bebida, prostitutas, magos, acróbatas, charlatanes? No muy diferente del ambiente que hoy podemos encontrar en los alrededores de un estadio de fútbol antes de un gran partido. Si visitan Olimpia, no olviden correr unos metros (hace mucho calor) en el estadio y ponerse después en la cabeza una corona de olivo.

Los decretos imperiales, los terremotos, el asalto de hérulos y godos (entre otros pueblos) y los aluviones del río Alfeo destruyeron Olimpia, que quedó sepultada y olvidada bajo una capa de dos metros de tierra. El arqueólogo alemán Ernst Curpius inició excavaciones en la zona en 1875 y consiguió sacar a la luz los restos del complejo religioso y deportivo que era Olimpia, y maravillas como la estatua de Hermes de Praxíteles, que hoy se puede contemplar en el Museo Arqueológico de Olimpia. La estatua de Hermes, desnudo y protegiendo a Dionisos niño, tiene una sala para ella sola. Después del calor de Olimpia, es agradable disfrutar del aire acondicionado y del genio de Praxíteles con la suficiente comodidad y amplitud. Pero hay en Olimpia algo todavía más emocionante que la estatua de Hermes, las columnas elegantemente caídas del templo de Zeus, las columnas reconstruidas de la palestra o los restos del leonidaion, donde se alojaban los huéspedes distinguidos. El taller de Fidias.

El taller del gran escultor fue descubierto en la década de los años cincuenta del pasado siglo. Aunque el edificio es uno de los mejor conservados de Olimpia, son pocos los visitantes que se permiten el placer de entrar en el lugar de trabajo de Fidias. El taller fue construido en torno al año 440 a. C. y fue transformado en basílica en el siglo V d. C., así que el aspecto actual del edificio es una sugerente mezcla de cimientos clásicos y paredes cristianas. Aunque los arqueólogos no encontraron restos que nos permitieran saber cómo era exactamente la estatua de Zeus, sí que aparecieron en el taller moldes de arcilla, espátulas, buriles y un tazón con la inscripción «pertenezco a Fidias». Un tazón dice más que mil palabras. Ahí, en ese espacio con las mismas dimensiones que el lugar del templo donde iba a situarse la estatua de Zeus, trabajó Fidias. Ahí pasó cientos de horas. Ahí tenía sus instrumentos y sus objetos personales. Ahí utilizó ese tazón graciosamente personalizado.

No queda nada de la estatua de Zeus en Olimpia, una de las Maravillas del Mundo antiguo, pero siempre nos quedarán su recuerdo y el tazón de Fidias.

La vuelta a la Antigüedad

Filón de Bizancio (o un escritor que decidió utilizar el nombre de este ingeniero griego del siglo II a. C.) dice en su «Guía de viaje por las Siete Maravillas del Mundo» que pocos han visto en persona esas maravillas, pues para hacerlo hay que navegar por el Éufrates, ir a Egipto, residir entre los griegos, marchar a Halicarnaso en Caria, poner rumbo a Rodas y visitar Éfeso en Jonia. Filón añade que el viajero empeñado en ver con sus propios ojos las Siete Maravillas quedará desfallecido por las fatigas del viaje, y sólo podrá ver satisfecho su deseo cuando hubiera pasado ya lo mejor de su vida. En el verano del año 2002, me propuse ver lo que queda (y muchas veces lo que no queda) de las Siete Maravillas del Mundo, y me concedí para hacerlo un plazo de diez años. No soy Phileas Fogg, no pertenezco al Reform Club, no estamos en el siglo XIX y, sobre todo, no puedo permitirme dar la vuelta al mundo antiguo en ochenta días, así que diez años me pareció un plazo razonable. Fracasé.

La lista de las Siete Maravillas del Mundo antiguo es la siguiente: las pirámides de Egipto, los Jardines Colgantes de Babilonia, la estatua de Zeus en Olimpia, el templo de Artemisa en Éfeso, el Mausoleo de Halicarnaso, el Faro de Alejandría y el Coloso de Helios en Rodas. La lista, aunque varía según los autores y las épocas, no incluye el Partenón de Atenas, el Coliseo de Roma o el templo de Amón en Karnak, de tal forma que se podría hacer una lista de las Siete Maravillas del Mundo antiguo no incluidas en las lista de las Siete Maravillas del Mundo antiguo. Pero eso es otra historia. Desde el verano de 2002 hasta el verano de 2011, he seguido las huellas de Filón, de Antípatro de Sidón, de Marco Terencio Varrón (que acuñó el término «maravillas del mundo» o «siete obras que deben ser admiradas en el mundo»), de Plinio el Viejo y hasta de Sergio Leone (su primera película como director se titula «El Coloso de Rodas») en Egipto, Grecia, Caria, Rodas y Jonia, pero no he navegado por el Éufrates. Mi lista de Siete Maravillas, pues, se queda en Seis. Los Jardines Colgantes de Babilonia se encontraban, si es que existieron, cerca de la actual Bagdad, en Irak, tierra torturada por años de dictadura, guerra y terrorismo. No soy tan valiente como para arriesgar mi vida por unos Jardines, así que prefiero reconocer mi fracaso y hacer un poquito de trampa.

A lo largo de siete semanas, pediré a los lectores de LA NUEVA ESPAÑA que me acompañen en un viaje alrededor del mundo antiguo con la excusa de las Siete Maravillas. Como los Jardines Colgantes de Babilonia tendrán que esperar a una época menos indigna, he sustituido los Jardines, cuya construcción se atribuye a Nabucodonosor II en el siglo VI a. C. (o también a Semíramis), por un viaje a Ítaca, la patria de Ulises. Serán, pues, seis viajes (más uno) a las Maravillas del Mundo antiguo. Filón de Bizancio, allá vamos. El tazón que venció a un dios