El viento que susurraba a los árboles en aquella placita de Dublín contaba viejas historias. Escuché que el queso, un producto básico en la alimentación de Irlanda, había desaparecido prácticamente de la dieta durante la colonización inglesa bajo las órdenes de Oliver Cronwell, que, además, dio de comer a las tropas invasoras sacrificando los rebaños de la isla. Sin quesos y corderos, a los irlandeses les quedó la patata y, con patatas y resignación, recibía aquel pueblo generoso y hospitalario a los visitantes. Cronwell, regicida y azote de parlamentos, expulsó a los irlandeses de su jardín del Edén del este, donde la tierra era fértil, y los mandó a la árida Connacht. To hell or to Connacht! («¡Al infierno o a Connacht!»), bramaba.

La patata que habían introducido en Europa los españoles, inicialmente sin ánimo de comérsela, se extendió por todo el continente a principios del reinado de Luis XV y, a partir de ese momento, lo mismo sirvió para combatir las grandes hambrunas que para saciar refinados apetitos. Los irlandeses han sido, a la fuerza, devotos de este tubérculo. El plato nacional, el irish stew, es básicamente patatas y cordero guisado con ajo, cebollas, perejil y laurel. Con la patata, los irlandeses hacen, también, el boxty, muy parecido al rösti de los suizos, una especie de tortitas o pancakes que acompañan a las albóndigas. El Dublín coodle, que conocerán quienes hayan pasado algo de tiempo en Irlanda, es una sopa de patatas que lleva, además, cebolla, manzana, tocino y salchichas.

Un amigo solía decirme que, salvo en el marisco, la patata está siempre omnipresente en la comida de la dulce Éire. Aunque también hay excepciones; en una ocasión me sirvieron cerca de Sandycove, frente al mar, donde arranca Ulises, de James Joyce, unos berberechos con panceta y patata troceada. Los berberechos se capturan por toda la costa de los alrededores de Dublín, pero, según marca la tradición, antes de ser recogidos tienen que haber bebido tres veces del agua de abril; de modo que la marea debe subir otras tantas. En las tabernas irlandesas del litoral se comen berberechos, mejillones, bueyes de mar, tostadas de algas y ostras, pequeñas pero muy apreciadas. Las ostras se acompañan de pan blanco con mantequilla y una pizca de cayena por si alguien quiere disfrazar su sabor. Y, naturalmente, de cerveza Guinness. El río Liffey divide Dublín en dos mitades: al sur se encuentran las grandes mansiones georgianas y los parques, y al norte, los mercados, el ajetreo de las calles, los teatros y los pubs más bulliciosos. Una de las postales, además de los hombres anuncio, los vagabundos y los músicos callejeros, podría ser la de las camionetas de reparto de la popular cerveza que se dirigen continuamente desde St. James Gate hasta O'Connell o Grafton o a cualquiera de las calles más transitadas a través de los puentes que comunican ambas márgenes. Quien lo ha visto sueña más de una vez con volver a encontrarse frente a una pinta con su corona de espuma cremosa, en un bar lleno de parroquianos cómplices viendo caer la lluvia a través de los cristales de las ventanas, mientras escucha viejas historias, discusiones sobre rugby o entrañables canciones. Al este de la catedral de San Patricio, otra vez cerca del río queda el barrio de The Liberties, uno de los más populares, donde se dejan caer músicos callejeros. Bueno, realmente los músicos callejeros están por todos lados, en las calles, las plazas y los puentes. En Dublín hay música aquí y allá, barras de bares atestadas por doquier, y lluvia. Sobre todo, lluvia. La verdad es que hay veces en que no para de llover.

Empapado de cerveza y de lluvia el hambriento tiene en el irish stew un plato reconfortante. En torno a él todavía hay discusiones sobre si se le deben añadir zanahorias o no. Para los puristas, el guiso nacional es carne del cuello y de la espalda del cordero. A ser posible, del primaveral cordero Hogget, de un año, con patata, cebolla y perejil. Hay quienes, ya digo, incorporan zanahoria y cebada. Otros, entre los que me incluyo, con el fin de enriquecerlo hemos optado por añadir nabo, puerro y, naturalmente, tomillo fresco, cuando nos metemos a cocinarlo. Además de un chorro de salsa Worcestershire. Lo importante es que el caldo del stew quede espeso, con ese grosor que lo caracteriza.

Uno de mis locales favoritos de Dublín, confieso que no soy muy original, fue The Winding Stair (Ormond Quay, 40), que estuvo muy de moda en los años setenta. En él se reunía cierta bohemia, atraída por la librería de viejo que se encuentra justo debajo del restaurante, cuyos ventanales tienen, además, vistas sobre el Ha'penny Bridge. Al comedor se llega a través de una escalera tortuosa, de ahí el nombre del establecimiento, y en él pueden pedir una pierna de cordero excelente, con patatas Hasselback, cebolla crujiente y puré de chirivías y salvia. Un pastel de queso feta, espinacas, champiñones y patatas, inolvidable, o un filete de cerdo relleno de ruibarbo, acompañado de una crema de pera que no olvidará fácilmente. Davy Byrnes (Duke Street, 21), tan presente en Joyce, es un pub de visita digamos que obligada, lo mismo que el Café en Seine (Dawson Street, 40). En los dos sirven comidas y, en el primero, tanto el irish stew como el salmón son muy potables. Probablemente el mejor comedor de Dublín sea Patrick Guilbaud (Upper Merrion Street, 21), dos estrellas Michelin, y una larga trayectoria culinaria. De influencia francesa, en las cenas resulta algo caro reservar mesa allí, pero en la hora de la comida dispone de menús de dos y tres platos atractivos desde 35 euros.

Dublín es una de las ciudades más literarias que existe. Ya digo que uno de sus restaurantes más populares floreció encima de una librería. Los rostros de Joyce, Yeats y Swift figuraron, antes del euro, en los billetes. Existe una mitificación del escritor de y su obra como en ningún otro lugar del mundo. El Bloomsday reúne cada 16 de junio a los seguidores del Ulises, que desayunan riñones de cerdo igual que lo hacía Bloom o se comen un bocadillo de Gorgonzola en el Byrne. Es fácil seguir el rastro de Brendan Beham por los pubs o detenerse en la calle para observar a los personajes de Me jewel and darlin' Dublin o el color local de Down Dublin streets, de Éamonn McThomáis. Dublineses, todos ellos, en busca de una cerveza a cambio de una historia.