De las cuatro grandes vías jacobeas que atraviesan Francia, la Tolosana es el camino más independiente, como escribe Felipe Torroba, «ya que entraba aislado en tierras de España sin enlazar con los otros hasta Puente la Reina». Las otras tres grandes vías, la Podensis, que partía de Nôtre Dame de Puy; la Lemosina, desde Vezelay, y la vía Turonensis, que recogía a los peregrinos procedentes del norte de Europa en París, se reunían en Ostabat para cruzar conjuntamente los Pirineos por Roncesvalles. La vía Tolosana, que se formaba en Arlès, seguía por Saint-Gilles, Carcasonne, Montpellier, Toulouse, Auch y Oloron, subiendo «el grandioso y verde del Aspe», para tomar el paso del Pirineo en Somport, al este de Roncesvalles. Estos peregrinos procedían de Oriente, de Grecia e Italia, y recorrían los arenales de la Camargue y las agrestes colinas de los Cévennes, las tierras de Leonor de Aquitania y los reinos literarios de los trovadores de Mistral, de Daudet y de Giono. Se detenían ante el pórtico románico de Saint-Gilles, uno de los más bellos de Francia, atravesaban el Ródano de orillas sembradas de iglesias, pasaban ante las murallas de Carcasonne, escuchaban los sonidos arcaicos y poéticos de la lengua del oc, y en Toulouse, la capital del Languedoc, se encaraban con la catedral de Saint Sernin, anuncio de lo que los aguardaba en Compostela: un templo de proporciones gigantescas. Después estaba la antigua ciudad romana de Auch, y en Oloron, en tierras bearnesas, ya tenían a la vista la imponente muralla montañosa que habían de atravesar.

Oloron es una ciudad de edificios grandes, de fachada blanca y tejados de pizarra, con aspecto administrativo muchos de ellos. Los puentes están adornados con flores y las calles comerciales son largas y rectas. La bóveda sobre trompas en forma de venera de la iglesia de Santa Cruz es gemela de la de Torres del Río. En otro tiempo aquí se pagaba peaje al señor obispo. En la actualidad, los precios son como en España. El comercio está poco animado, y los bares, medio vacíos. Los periódicos publican en primera página el asesinato de un niño en Pau.

La salida está bordeada de árboles, y más allá, el murallón de los Pirineos. Nos detenemos en Gurmençon a tomar una cerveza en un bar muy agradable al borde del camino; es también restaurante y lo atiende una muchacha guapa y fuerte. Después están Arros y Asap en un llano con vacas y sembrados, Sarrance, Cette-Eygun y Etsant, donde se toma la corta desviación que conduce a Borce, en un repliegue de la montaña, con la carretera y Etsant a los pies. Es una aldea de calle única, estrecha y empedrada, de casas de piedra con puertas en arco, que conduce a una plaza inclinada, pequeña e irregular, en la que se encuentran la encantadora iglesia de San Miguel, del siglo XIII, y una robusta y redonda torre de defensa. La iglesia está abierta. Sobre un atril hay un libro abierto en el que firman los peregrinos. Firmo, aunque mi peregrinación es un poco peculiar, en coche y de hotel. El hospital del peregrino se encuentra en la salida hacia Etsant (pues el pueblo tiene otra entrada, más adelante).

Según Aymeric Picaud, cuya guía del peregrino medieval o «Liber Sancti Jacobi» acaba de ponerse de lamentable actualidad, al ser robado el «Codex Calistinus» de la catedral de Santiago de Compostela que lo custodiaba, en Borce empieza propiamente «el camino español» (aunque en la actualidad Borce sea localidad francesa), señalando las siguientes etapas hasta Puente la Reina, donde este camino se une al procedente de Roncesvalles: «De Somport a Puente la Reina, éstas son las localidades que se encuentran en la ruta jacobea: la primera es Borce, al pie del monte, en la vertiente de Gascuña; viene luego, cruzada la cima del monte, el Hospital de Santa Cristina; después Canfranc, a continuación Jaca, luego Osturit, después Tiermas con sus baños reales que fluyen calientes constantemente. Luego, Monreal, y finalmente se encuentra Puente la Reina».

El valle se estrecha en un largo desfiladero, de una de cuyas paredes cuelga el Fuerte de Portalet, oscuro y abandonado, con una galería volada sobre el abismo. A partir de Urdos empieza la verdadera ascensión, la aldea colgada del monte, a lo largo de la carretera, y entre pinares subimos al Puerto de Somport, de 1.640 metros. El espectáculo de las montañas por encima de la línea de los bosques es imponente: son cumbres peladas, muchas de ellas con neveros. La carretera hace una curva y deja atrás la estación de Candanchú, con sus grandes residencias alpinas de techos de pizarra. Más abajo está Canfranc Estación, con comercio y restaurantes y edificios grandes, de comienzos del siglo pasado. En comparación, la aldea de Canfranc es minúscula: una única calle estrecha y empedrada con entrada y salida, un vagón del tren varado, la recomendación de no aparcar debajo de los tejados para que no les caiga la nieve y muchos gatos; a la salida, las ruinas de una iglesia con torre.

Junto a la antigua frontera colgaba de la peña el monasterio-fortaleza de Loarre, habitado en otro tiempo por monjes soldados; pero en la actualidad parece haberse esfumado, lo mismo que el monasterio de Sasabe, más abajo, en el que hubo un grial. Esfumado en el tiempo, el priorato y gran hospital de Santa Cristina de los Puertos de Aspe dominaba el trayecto entre Urdos y Somport y tenía como enseña una paloma con una cruz de oro en el pico posada sobre un boj. Muy favorecido por el conde Gaston IV de Bearn, personaje de leyenda que marchó a la primera cruzada, luchó en las batallas de Antioquía y Escalón y participó en la toma de Nicea y en la conquista de Jerusalén, y, de vuelta, interviene en la toma de Zaragoza bajo las banderas de Alfonso el Batallador en 1118 y, finalmente, muere luchando contra el moro en 1131 y está enterrado en la iglesia del Pilar, que conserva su trompa de guerra, y por su esposa Talesa, del priorato dependían catorce iglesias en Francia y treinta en Aragón. Situado en la vía romana de Aquitania a Zaragoza, señalada en una inscripción en la roca en Escot, donde el valle comienza, Aymeric Picaud lo señala como uno de los tres hospitales del mundo (los otros dos son el de Mont-Joux y el de Jerusalén), «las columnas que el Señor estableció en este mundo para el sostenimiento de los pobres». Tanto poderío desapareció sin dejar rastro, pues, como afirma la inscripción en el reloj de la iglesia de Eygun, «Sic umbra vita fugit», la vida huye como la sombra, y en 1659 la comunidad se trasladó a Jaca por temor a los hugonotes.

Estamos en el valle del río Aragón y descendemos hacia el Sur. Las grandes montañas van quedando atrás, y la sierra de Guara aparece llena de arbolado. Villanua es pueblo de carretera con tejados a dos aguas, y Castiello de Jaca tiene construcciones de piedra de alta montaña y los preceptivos tejados de pizarra, y alrededor, montes boscosos. Al fin, en una llanura dominada por la peña de Oroel, se extiende la ciudad de Jaca, una de las joyas del camino.

Jaca es la Cangas de Onís del antiguo Reino de Aragón, solo que más grande y monumental. Castillo en la época romana, resistió a la invasión árabe y se sumó a la empresa reconquistadora del conde Aznar. Ramiro I la hizo la capital de su reino hasta que el avance de la Reconquista trasladó la corte a Huesca, en 1096, por lo que el viejo rey guerrero está muy presente en la ciudad. Nos alojamos en el hotel Ramiro I. El encargado, al tomar los datos, comenta que hay otro hotel de ese nombre en Zaragoza y otro en Oviedo, a lo que le digo que el de Oviedo no es Ramiro I por el mismo rey. Al final de la calle del hotel está la catedral; frente a mi habitación, un café literario, regido, cómo no, por un argentino.

Se entra a Jaca por una amplia avenida sombreada por árboles. A la derecha se mantiene la ciudadela construida por Felipe II en sustitución de la muralla, de la que apenas quedan restos. En el centro urbano puede hablarse de dos ciudades, la antigua y la moderna, juntas pero sin mezclarse. La parte antigua es un entramado de calles estrechas y rectas que se cruzan, con bares y mucha animación, casas de dos o a lo sumo tres pisos, algún escudo, alguna portada antigua embebida en el nuevo edificio, algunas puertas en arco y una fuerte torre de buena plomada. Su mejor edificio es la catedral; como escribe Walter Starkie: «El alma de Jaca es su catedral». Mantiene la robustez del siglo XI, cuando Jaca era una plaza guerrera, pero su Románico, según Gómez Moreno, es más avanzado que el de San Isidro de León. La portada es impresionante, y en contraste con el exterior austero, el interior es colorista y recargado. La rodean dos plazas con terrazas bulliciosas. Porque en Jaca la gente sale a la calle y entra en los bares; se come estupendamente, y la población es amable y confianzuda, tanto que un caballero muy bien vestido, sin conocerme, me pidió cincuenta euros: le di cinco y se conformó. En la Tasca de Ana sirven tapas y pinchos excelentes, por lo que está siempre llena hasta la calle, pero merece la pena.