Santos González Jiménez confía en que el optimismo sea contagioso para ganar las elecciones al Rectorado de la Universidad de Oviedo. Tiene experiencia de gestión en el equipo saliente, y aunque sus adversarios en la carrera electoral encuentran en esta circunstancia motivos de crítica, él, por el contrario, se blinda en lo realizado y se apoya en dos palabras mágicas en su discurso: diálogo y consenso. Este abulense de 56 años, catedrático de Álgebra, iba para agricultor en los campos abiertos y llanos de Vega de Santa María y Pajares de Adaja, hasta que un maestro con luces se cruzó en la ruta marcada por el destino natural y convenció -sin mucho esfuerzo- a sus padres de que el chaval podía y debía estudiar. Don Lucio tenía razón. Siempre dice el candidato que a él le ocurrieron dos afortunados milagros: uno, el maestro clarividente, ya a punto de jubilarse en aquella época, y otro, la comprensión paterna.

Santos González ha perdido pelo y el que conserva se le queda, inevitablemente, blanco. Frente despejada -qué remedio- y sonrisa de vendedor. Dicen que conecta bien con los jóvenes, quizá por esa impronta vitalista y apasionada que lo atrae, como imán, hacia todo tipo de cargos de responsabilidad. Ha sido vicerrector de Estudiantes con Juan Vázquez, por citar el último de ellos.

Uno se imagina al Santos niño con pinta de saberlo todo, despierto y bondadoso, pero con los matemáticos en potencia nunca se sabe... Lo cierto es que, con apenas 14 años, ya se llevaba un sueldín a casa a base de dar clases particulares por los alrededores de su pueblo durante los veranos. Un pequeño profesor estival que llegaba a casa de sus aún más pequeños alumnos en bicicleta.

La vocación docente de este rectorable que se confiesa admirador del ex presidente Adolfo Suárez, aunque nunca militó en partido alguno, le viene de atrás. Ahora da clases en la Facultad de Ciencias, donde las aulas tienen unas larguísimas pizarras que él llena, aunque sin bata blanca, de números y letras. «Las Matemáticas son poesía, arte y juego. Ayudan a razonar y, por tanto, a decidir».

Proviene de una familia modesta: padre, madre y cuatro hijos. Estudió el Bachillerato en Ávila y la carrera de Matemáticas en Zaragoza, con beca salario. Allí, entre clase y clase, conoció a Chelo Martínez, su esposa, todo un portento algebraico, según dicen los que bien la conocen. Con ella comparte espacio docente en la Universidad de Oviedo y una especie de admiración mutua que tiene que ver con los sentimientos, pero también con las capacidades para resolver ecuaciones.

Se casan en medio de una gloriosa fiesta en el colegio mayor donde Santos González había residido en su etapa de estudiante en Zaragoza. De aquel colegio, el ahora candidato al Rectorado fue durante ocho años presidente de la asociación de antiguos alumnos.

Asturias se cruzó en la vida de Santos González hace ya toda una vida. Sus padres dejaron Ávila para venir al Norte a la sombra de un empleo. Fue en 1970, los nubarrones de la reconversión ya asomaban por el horizonte, pero para muchas familias castellanas Asturias aún era una referencia excepcional.

Santos González llega a la Cátedra en la Universidad de Oviedo en 1991, con la Facultad de Ciencias recién creada y con Juan López-Arranz como rector magnífico. Hasta entonces, sus vivencias asturianas eran de vacaciones de verano, pero habían dejado cierto agradable regusto en aquel matemático precoz que había acabado la carrera antes de cumplir los 22 años y que ya venía de lidiar con un Vicedecanato en la capital aragonesa.

Santos González se mueve aparentemente bien en el terreno de los recursos humanos. Y sonríe por sistema. ¿Es que no se enfada nunca el candidato? Hay quien se lo imaginaría como director de marketing (esa palabra maldita en el ámbito universitario) de una multinacional norteamericana o en medio de un viñedo francés, con camisa de cuadros y cantándole a la vida. ¿Un tipo afortunado? Él dice que sí, aunque su verdadera pasión no la encontremos en plena naturaleza, ejerciendo de agricultor autosuficiente, sino en los silencios que rodean una solución por radicales de una ecuación polinómica de quinto grado. Suele recordar a los legos en la materia que el álgebra, en sus orígenes, allá por el siglo IX, no era otra cosa que aritmética comercial y que todos realizamos ecuaciones a la hora de echar números para llegar a fin de mes. Hay quienes cobran tan poco que merecerían que se les concediera la «Medalla Fields», el Nobel de Matemáticas, la misma que tiene uno de sus grandes amigos y colaboradores, el matemático ruso Efim Zelmanov, recién nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Oviedo.

Tiene el candidato un número favorito, el 7. «El 7 está en todo, comenzando por los siete días de la semana. Me es un dígito muy familiar». Es el 7 un número bíblico y muy profético.

Ocho años de vicerrector le hacen conocer bien el mundillo de la gestión universitaria. Para este matemático con cierta tendencia a la hiperactividad, la Universidad es una especie de droga benévola que le deja involucrarse hasta las cachas. Ya quiso ser rector hace años, en la carrera electoral ganada finalmente por el recordado Julio Rodríguez. Asegura que no tuvo entonces sensación de fracaso, e insiste ahora, con experiencia acumulada. Es la consecuencia directa de un temperamento tenaz y de una genética castellana que le ha desarrollado capacidad luchadora.

Desde su entorno le piden un poco menos de bondad y un poco más de carácter. Sobre este último punto, Santos González niega la mayor: «Claro que tengo carácter. No suelo arrojar la toalla fácilmente. Lo que pasa es que yo, por sistema, confío en la gente. Pero no soy un ingenuo. La vida me ha enseñado que no me puedo permitir el lujo de serlo. Conozco el terreno por donde piso».

Hace días, se dio un baño de multitudes en la presentación de su candidatura, con el Aula Magna de la Universidad abarrotada. Su triunfo en la vida, poder trabajar en lo que le gusta; su mayor suerte, comprobar que, en materia de números, su hijo David, estudiante de Telecomunicaciones, amenaza con hacer añicos el imperio paterno. Que Santa Teresa le coja confesado.