Qué mal cuerpo le queda a uno después de haber discutido áspera y estúpidamente con alguien a quien quiere. No hay amor que no oculte, allá en el fondo del jardín, una charca pútrida de odio. Paseamos distraídos, al grato sol de primavera, y de pronto, sin darnos cuenta, estamos metidos de pies y manos en ella. Cuando logramos salir, traemos manchada y maloliente la ropa del alma, nos avergonzamos de nosotros mismos.

El negro humor del día me lleva a hacer la lista de las personas que he odiado. Que he odiado de verdad, no que me cayeron mal un tiempo porque me jugaron esta o la otra trastada. Busco y rebusco en la memoria y sólo encuentro tres. Las tres hace tiempo que han desaparecido de mi vida. Curiosamente son también las tres únicas personas a las que he amado de verdad. Todo lo demás fue literatura.

Las tres cometieron el mismo delito: dejar de quererme cuando yo aún no había dejado de quererlas. Pero ha pasado el tiempo y esta tarde, después de una discusión estúpida, ya no estoy tan seguro de que aquellos fueran amores de verdad, odios verdaderos. Nada que deja de ser es de verdad.

Aunque piense que me las debían pedir a mí, pediré disculpas. No sé de dónde viene esta periódica necesidad de hacerme daño haciendo daño. No puedo hacerla desaparecer, pero puedo atenuar sus efectos. «Perdóname -digo-, nadie es perfecto. Ni siquiera yo».

Cada día me cuesta más seguir enamorado de mí mismo.

«Afortunadamente, hasta la película más contemporánea -leo en Gore Vidal- sufre con el tiempo una metamorfosis y se convierte en historia al mostrar la vida real tal como era cuando se hizo la película: la historia de verdad se ve fugazmente a través de la ventanilla de un coche que era entonces nuevo y ahora es de época».

En «La noche es nuestra», de James Gray, el coche que lleva al protagonista -un tarambana Joaquin Phoenix, que por fin se decide a colaborar con la policía en esta nueva versión de Caín y Abel- hasta el almacén de droga cruza de pronto ante un establecimiento de comida rápida, iluminado y colorista en medio de la solitaria noche. Yo lo reconozco y súbitamente, por una rendija, abandono la fábula y entro en otra, no menos fantasmagórica. Reconozco Nathan's, fundado en 1916 en Coney Island, entre las avenidas Stillwell y Surf. Allí se detenía Al Capone, cuando sus correrías le llevaban por aquellos andurriales, y allí nos llevó una tarde, en un traqueteante y pintarrajeado metro, Hilario Barrero. El local estaba lleno, como de costumbre. El parque de atracciones, con su inmensa noria, tenía el aspecto de una desleída postal de otro tiempo. Cayó un súbito chaparrón mientras paseábamos por la orilla enfurruñada del Atlántico. Corrimos en busca de refugio. En el inmenso paseo de la playa, tan bullicioso en el tiempo amarillo de las fotografías, éramos la imagen misma de la desolación. Volvimos otro día, ya sin el profesor Barrero, a comer en uno de los restaurantes rusos de Brighton Beach, un barrio al que llaman Little Odessa -así se titula otra de las películas de James Gray- porque de esa ciudad procedían muchos de sus primeros emigrantes. En ese barrio, entonces como ahora dominado por la mafia rusa, está la discoteca que regenta Joaquin Phoenix. Éramos los únicos clientes de aquel extraño restaurante, salvo un anciano, con aspecto de campesino, que comía en un rincón, cerca de la entrada a la cocina. Xuan Bello creyó reconocerle y de pronto se dirigió a él hablándole en asturiano. El hombre alzó la cabeza atónito. Por la puerta de la cocina aparecieron dos mocetones con muy mal gesto. Xuan farfulló una disculpa en inglés y volvió a sentarse. A nosotros nos contó una fábula sobre el hermano gemelo de un vecino de Paniceiros que había emigrado a América cuando tenía catorce años. «Son iguales, iguales, cuando volvamos os llevo a Paniceiros y comprobaréis que Manulón es exactamente igual que ese hombre que come ahí, lo que pasa es que con tantos años fuera ya ha olvidado el asturiano, y el español quizá no lo ha hablado nunca». «Sí, y ha aprendido ruso, porque eso es lo que hablaba con sus matones», dijo Marcos. Y Silvia: «Yo creo que debemos de terminar de comer rápidamente y marcharnos. Nos miran de una manera rara. No parece un local que frecuenten los turistas». El metro discurría por medio de la oscura avenida, como el ferrocarril elevado en la Nueva York de los años treinta, y el estrépito de cada convoy interrumpía las conversaciones.

Continúa, en la pantalla de Los Prados, la batalla entre policías y mafiosos, pero yo ahora estoy en otro lugar. Cuando pedimos la cuenta, nos invitan a no sé qué licor, que yo no pruebo, cortesía de la casa, y el anciano del rincón alza la mano en señal de saludo. Seguramente ya se ha dado cuenta de que somos sólo despistados e inofensivos turistas. Y yo sigo, al salir del cine y de Brighton Beach, a medio camino entre la realidad y la ficción.

En las islas Scilly hay un adagio que afirma que las tres cosas más hermosas del mundo son una mujer con un niño en los brazos, un barco con las velas desplegadas y un campo de trigo que ondea al viento.

Y yo, pobre de mí, cambio cualquiera de las tres por la mesa de novedades de una librería.

Nada me gustaba más, en la adolescencia, que discurrir sobre las paradojas teológicas. «Si Dios no existe, todo está permitido», me decía, citando a Dostoyevski, un buen amigo de entonces. «No, no -replicaba yo-. Es más bien lo contrario. Si Dios existe, todo está permitido. Hasta las mayores barbaridades. Un hombre puede matar a millones de hombres y, si se arrepiente en el último momento, confiar en que la infinita misericordia de Dios le perdone y poder así alternar con sus víctimas en el paraíso. Y un justo, que toda la vida ha hecho el bien, condenarse al fuego eterno porque, en el último instante, dudó de la infinita misericordia de Dios, capaz de salvar a Hitler si, en la breve agonía, tras el pistoletazo, se arrepiente sinceramente de sus atrocidades».

Acaba de aparecer «La Biblia del ateo», «una ilustre colección de pensamientos irreverentes», y al hojearla me acuerdo de aquellas elucubraciones de mi adolescencia. Qué razón tenía Borges al decir que la teología y el realismo eran las más fascinantes ramas de la literatura fantástica.

La sensación de irrealidad se acentúa algunos días. Mañana de oscuridad y lluvia. Abro el diario de Katherine Mansfield: «La vida no es sencilla. A pesar de todo lo que decimos sobre el misterio de la vida, cuando nos enfrentamos a él intentamos tratarlo como si fuera un cuento infantil».

Como si fuera un negro cuento de hadas -uno de esos cuentos que durante siglos pasaron de padres a hijos, de abuelos a nietos, en largas veladas junto al fuego-, la otra noche, mientras dormía, me robaron el más valioso tesoro, y luego al despertar no había razones para levantarse, para seguir viviendo. Todo era gris, monótono, insustancial, como en una mala novela que apetece cerrar de golpe y arrojar lejos.

Pero me levanto, con el piloto automático puesto, y cumplo minuciosa, puntualmente todas las rutinas del día. Quedo con Xuan en Casa Pachu para devolverle unos libros que el miércoles pasado se dejó olvidados en la tertulia. Le recuerdo nuestra distante aventura en la Pequeña Odessa del sur de Brooklyn. Lo único que él recuerda es el licor que nos sirvieron al final: «Puro fuego. Lo he tratado de encontrar después sin conseguirlo, le pedí a Lino que me lo buscara cuando estuvo en Rusia».

Puro fuego. Al azar, en Casa Pachu, mi distraída mirada de miope se cruza con otra. Cuando, en el semáforo de General Elorza, dejo a Xuan que, sin paraguas, se dirige bajo la fría lluvia hacia los Alsas, yo vuelvo hacia atrás en lugar de ir hasta mi casa. No sé por qué lo hago. O sí. A mitad de la cuesta recupero la ilusión que había perdido. «No vayas a pensar que te iba siguiendo. Es pura casualidad». Pura casualidad o puro fuego.

Ya sé que del mañana no hay certeza, pero tras la gozosa fatiga de esta noche vuelvo a ser -como en un infantil cuento de encantamientos- el rey del mundo.

«Las rosas pendían por encima de los muros de los jardines como linternas rojas que iluminasen las ciudad y el cielo. Estaba todo muy oscuro y su perfume impregnaba el aire. Incluso borraba el olor del mar como si la ciudad hubiese cesado repentinamente de pertenecer a la laguna y se hubiese entregado a los vientos que la transportaban ahora en volandas con alas invisibles. Era absurdo tener miedo en esta nueva dimensión que purificaba las pasiones y sabía a ángel».

Cierro el libro, «El caballero de la resignación», de Vintila Horia, y continúo la novela por mi cuenta. Una callejuela oscura, húmeda, apenas iluminada, cerca de Fondamenta Nove. He bebido un poco, me he perdido, doy vueltas y más vueltas sin encontrar el camino al albergo. Sobre un alto muro asoman unas rosas. Hay una puerta entreabierta. La empujo, sin pensarlo, y me adentro en el jardín, más grande de lo que pudiera pensarse desde la calle. Entreveo, en la sombra, un banco de hierro, dos o tres desnudos vagamente mitológicos. Oigo el tenue rumor de una fuente. El cansancio, el miedo, desaparecen de pronto. De una ventana abierta e iluminada me llega el sonido del piano y una voz que canta.

Cierro los ojos. La húmeda noche de otoño parece ahora una hermosa noche de verano, con todas las estrellas brillando sobre el negro manchón de la arboleda. De pronto, sin que yo le viera acercarse, hay alguien junto a mí. Dice algo que no entiendo y yo comienzo a disculparme. Me interrumpen distraídos aplausos, súbito murmullo de conversaciones, un aire de fiesta. Quien está frente a mí tiene una bandeja en la mano, me ofrece una copa. Varios grupos salen al jardín. Una mujer, al verme solitario, se acerca a darme conversación: «Usted debe de ser el amigo de Giorgio».

Pero yo no conocía a ningún Giorgio, no conocía a nadie en la ciudad. A Giorgio lo conocí poco tiempo después. Pero ésa es una historia que ya he contado en otra parte.