Ahora bien, dada la importancia que ha recobrado el caso, convendría sacar consecuencias que afectan a toda la Iglesia y a las concepciones del poder y de la autoridad dentro de ella. Es lo que sostiene en su libro «Poder y sexualidad en la Iglesia» -ya citado aquí- el obispo auxiliar emérito de Sidney, Goffrey Robinson, que presidió de 1994 a 2004 la comisión que estudió los casos de pederastia en la Iglesia de Australia.

Ni el celibato, ni la homosexualidad, ni ciertos rasgos «monstruosos», identifican al ofensor de menores, señala Robinson, quien desea dejar claro, por ejemplo, que «el homosexual adulto no es más propenso a ofender a menores que el heterosexual adulto». De algún modo, se han relacionado con los escándalos conocidos en 2002 ciertas medidas del Vaticano para prohibir el acceso de homosexuales a los seminarios. Pero «eliminar del sacerdocio y de la vida religiosa a todos los homosexuales no hará desaparecer el problema del abuso de menores», afirma Robinson.

El abusador tampoco responde al perfil de «monstruo»; al contrario, «pueden ser sacerdotes o religiosos modélicos en todos los demás aspectos de su vida», agrega el obispo, al tiempo que señala cómo el abuso se produce, la mayor parte de las veces, en medio de una relación que comenzó siendo de confianza entre el ofensor y la víctima; y mediante una relación basada en el ascendiente, en la autoridad, del primero sobre el segundo.

«Todo abuso sexual es, ante todo y sobre todo, un abuso de poder», y «el poder espiritual es probablemente el más peligroso de todos», con respecto a los efectos que analiza Robinson. «En manos no debidas, el poder espiritual proporciona la capacidad de hacer juicios incluso sobre el destino eterno de otra persona».

Hay más. Este planteamiento del poder en la Iglesia ofrece otra vertiente que se contempla en la citada obra. ¿Qué sucede cuando la autoridad eclesiástica no actúa contra los abusos de poder que han derivado en abusos sexuales? Recuérdese que en el magma del la pedofilia estadounidense existieron 150 sacerdotes o religiosos que abusaron, abusaron y abusaron durante lustros, de modo que tan sólo ese grupo de depredadores sexuales sumó unas 3.000 víctimas, casi un tercio de todas las registradas.

¿Cómo fue esto posible? Consta que varios de ellos, al conocerse el problema, fueron trasladados a otro destino, en el que perseveraron en la infamia. Dicho de otro modo, los casos de pederastia se fueron embalsando durante medio siglo, hasta que, en 2002, rompió el dique de contención cuando la prensa difundió ampliamente los sucesos,

Se interpretó entonces que ciertos «lobbies» americanos deseaban pasar factura a la Santa Sede por las fuertes críticas de Juan Pablo II a los prolegómenos de la guerra de Irak de 2003. También algunos vieron una conjura judeo-masónico-protestante contra la Iglesia católica de EE UU.

Puede que hubiera algo de ello -como también hubo exageraciones, por ejemplo, al afirmarse que las víctimas eran 100.000-, pero la cuantía de los abusos acumulados explicaba por sí misma la magnitud del escándalo publico. Podría decirse incluso que ciertos obispos americanos no reaccionaron firmemente contra los abusadores de su diócesis hasta que sintieron en su nuca el aliento de los periodistas.

Algo similar había sucedido años antes con el «caso Maciel», que sólo cobró relevancia cuando, tras años de silencio, ocho víctimas del sacerdote mexicano contaron su historia en un periódico estadounidense. El final de Maciel -por voluntad expresa de Benedicto XVI-, es de sobra conocido.

En suma, además de lo execrable de todos y cada uno de los casos, lo definitivamente trágico es que durante décadas y décadas, el secreto y el secretismo, o los traslados de sacerdotes abusadores con la incierta finalidad de disolver el problema, o el temor a la verdad, hicieron de las respectivas diócesis verdaderas máquinas de encubrimiento. Fue «una crisis pésimamente gestionada», ha reconocido Benedicto XVI.

Si ello condujera a que la Iglesia encarase con nuevas perspectivas los desaciertos derivados de su poder y autoridad -dentro de sí misma o sobre los hombres y mujeres-, los errores del pasado se convertirían en «una oscura gracia, una severa misericordia» para encarar el futuro, dice Robinson.El escándalo de la pedofilia en el clero estadounidense -entre 1950 y 2002- ha adquirido gran preponderancia en el viaje de Benedicto XVI a EE UU, especialmente con la discreta audiencia que el Pontífice ofreció en la Nunciatura de Washington a cinco víctimas de abusos. Fue un gesto apreciable de un hombre que verdaderamente ha sentido horror por todo aquello, incluso aunque las cinco personas recibidas sean una gota en el mar de los 10.667 afectados que presentaron denuncias ante los obispados estadounidenses a lo largo de los referidos 52 años.