-¿Así que tú también conoces a Estrella? Es un antidepresivo natural. ¿Ya te ha llevado a algún cursillo de risoterapia? ¿No? Seguro que lo ha intentado? Yo la conocí porque mi ex mujer fue alumna suya en la Gesta, iba al mismo curso que la princesa Letizia. Me la volví a encontrar, ya separado, cuando no pasaba yo por una buena racha. Insistió en invitarme a su casa de Lequeitio. «Verás qué paisaje -decía-. Allí puedes dedicarte a pintar, a pasear, a comer, porque se come como en ninguna otra parte. Ya verás cómo se te pasan en seguida los malos pensamientos». «Pero yo no pinto paisajes, Estrella, lo mío no son los atardeceres ni los veleros; yo pinto autorretratos, esto es, monstruos». Estrella insistió sonriente y acabé aceptando su invitación. Es difícil negarle algo a Estrella. Avisó a los caseros que tenían la llave y me dejó la casa para mí solo. Allá me fui y aquel era el escenario perfecto para ser feliz, pero las nubes negras las llevaba conmigo. Me gustaba pasear solitario, cerca de los acantilados, entre Ondárroa y Lequeitio. No creo que haya lugar más hermoso en el mundo. Un día me entretuve demasiado y comenzó a anochecer. Salió la luna. Se estaba bien allí, olvidado de todo, oyendo el mar, el murmullo de los pinos, el coro de los grillos. «Qué razón tenía Estrella -pensé-. Si sigo aquí acabaré pintando acuarelas y enamorándome de la dueña del restaurante». De pronto noté que me había perdido, que no encontraba el camino de regreso. No me preocupó demasiado. Ni siquiera me importaría pasar la noche al raso, bajo aquel cielo que se había llenado súbitamente de estrellas. Creí dar con la senda, avancé unos pasos y me encontré frente a un caserío que no había visto nunca. Pensé acercarme para preguntar el camino al pueblo. Pero en seguida me di cuenta de que allí no podía vivir nadie. Era una casa de un solo piso, achaparrada y vieja, con la cara llena de grietas y arrugas como la de una bruja. Era una casa muerta, muerta desde hacía muchos años, lo supe en seguida, y sentí miedo. Pensé en el poema de Walter de la Mare, «Los visitantes», ese que a ti, Martín, te gusta tanto. Si golpeara en la puerta, las sombras se agitarían dentro, irritadas contra quien llega a turbar su sueño. Volví a casa un poco más tarde de lo acostumbrado, pero dormí bien, y a la mañana siguiente me levanté con ganas de pintar. Cogí los trebejos y sobre el lienzo, casi sin darme cuenta de lo que hacía, fue apareciendo aquel caserío de la colina, como el rostro de un difunto que, desde el más allá, nos sigue mirando con ojos atravesados. La mujer de la limpieza, que me encontró atareado ante el cuadro, dio un grito: «¡La casa del agote!». Y me contó la historia de aquella casa, a la que nadie se acercaba, una casa maldita. Allí vivió hace mucho, mucho tiempo, Germán Artazu, el agote. Ella tenía una vaga idea de lo que era un agote, una raza maldita, a quien nadie podía acercarse, como un leproso. Los niños le tiraban piedras, los mayores le rehuían. Una vez, según le había contado su madre, desapareció Mirentxu, la muchacha más guapa del pueblo. La buscaron por todas partes y no aparecía. A alguien se le ocurrió decir que, hacía poco, había visto al agote observándola desde detrás de un árbol. No hizo falta más para que todos pensaran que él la había raptado. Fueron a su caserío y le golpearon y le golpearon para que confesara donde la había escondido. No lo hizo. Le enterraron allí, en su propia casa, y no volvieron a hablar de ello. El agote no tenía familia, nadie se interesó por él. Pero su casa daba mala suerte, a quien pasaba cerca pronto le ocurría alguna desgracia. «A Mirentxu hubo quien dijo que la vio por Bilbao, muy arreglada, y decían que era amante de un concejal. No sé, habladurías. Debería usted olvidar esa casa, destruir ese cuadro». No lo hice, te lo puedo enseñar. Volví unos días después a buscar el caserío. Me costó encontrarlo. A la luz del sol no parecía tan siniestro. Forcé la puerta y entré. Todavía había manchas de sangre reseca en el suelo y en las paredes. O eso me pareció a mí.

Hay momentos en los que el tiempo se detiene y se convierte en un destello, momentos de plenitud luminosa, como los califica Alberto Corazón, momentos en que el pie caminante siente la integridad del planeta, como afirma el poema de Jorge Guillén.

-Al atardecer de un día de tormenta me asaltó el recuerdo de un episodio infantil que se repetía, en la somnolencia de las tardes de verano, en el huerto de mis abuelos. El crujido simétrico de las mecedoras y las pausadas conversaciones de los mayores se interrumpían, con frecuencia, por largos silencios. En aquella quietud, impulsados por la brisa, llegaban a veces retazos de lejanas conversaciones. Yo me mantenía alerta porque sospechaba que en ellos podía encontrarse una azarosa e inminente revelación. Sigo aguardándola.

A todo se acostumbra uno, pero hay cosas a las que no conviene acostumbrarse. Al milagro, por ejemplo. Claro que si Orfeo fue capaz de llegar al mismísimo infierno y regresar con vida, aunque sin su preciosa carga, nada tiene de extraño que desde el isabelino Teatro Real llegue hasta este cine de barrio, después de dar un salto por el espacio, para enamorarnos y conmovernos una vez más con su trágica peripecia.

Qué emoción, mientras la sala se va llenando de un público algo distinto del habitual, menos alborotador, menos aficionado a las palomitas. Yo no las tengo todas conmigo. Una voz advierte que, por problemas con el satélite, la función se retrasa unos minutos. Y de pronto escucho los murmullos de protesta en el teatro madrileño. La primera parte del milagro ya ha comenzado: con nosotros, al menos, la tecnología se porta bien. Y a poco comienza la maravilla. Los músicos entran en el Palacio Ducal de Mantua, como entraron por primera vez hace cuatrocientos años. Ajustan los instrumentos. Silencio expectante. Comienza la fiesta: «Yo soy la música que con dulces acentos / puedo tranquilizar al corazón turbado / y de noble ira o ciego amor / hacer arder las mentes más heladas».

En el intermedio, salgo al centro comercial y todo lo veo de manera distinta, protagonista yo también, en el gran teatro del mundo, de una continua y prodigiosa comedia de magia..

Cuando más abre uno la boca más se ve el burro que lleva dentro.

Hombre sin mujer, pozo sin agua

La lluvia no moja a los enamorados.

Un reloj parado no detiene el tiempo

No hay arma como la lengua.

Lo demasiado bueno no es bueno.

Quien come bien, ríe bien

Día sin sol, vino sin alcohol.

Para abrazar hacen falta los dos brazos; pero basta un pie para dar una buena patada.

La vejez salta sobre nosotros como un jinete sobre su caballo.

Al tesoro que tenemos delante solemos preferir la baratija que nos aguarda al otro extremo del mundo

Las manzanas pueden devolverse al cesto, no las palabras a la boca.

El que está solo casi siempre está mal acompañado.

No tomes decisiones importantes ni cuando estás borracho ni cuando estás enamorado.

El enamoramiento debería ser una de las primeras causas de nulidad matrimonial.

No siempre el camino nos lleva a donde queremos ir, pero siempre nos aleja de donde no queremos estar.

Las razones del vencido suenan siempre a malas excusas.

Una cama sin mujer es como una barca sin remos.

El gato vive de puntillas.

Detrás de las nubes sigue luciendo el sol.

Día vivido, día perdido.

(Las basuras de Nápoles llenan estos días los periódicos; para compensar, yo me entretengo con piedras preciosas que recogí al azar de una conversación en el mercado de Porta Nolana o en algún recoveco de los Quartieri Spagnoli).

«Voy a empezar a creerme esas cosas que cuentas», me dice Silvia que al llegar al Rosal se encuentra con un curioso grupo de viejos conocidos que han pasado a saludarme. A Arrieta, pintor bohemio y estibador en el puerto de Avilés, no lo veía yo desde hace más o menos cuarenta años. Silvia le escucha estupefacta mis supuestas aventuras de entonces. Al nicaragüense Ricardo Llopesa me lo presentaron en Valencia hace veinte años. No había vuelto a saber de él. Me regala un libro que habla de Verlaine y Nerval, de Baudelaire y Maupassant, y también de Alfonso Cortés.

-Alfonso Cortés es un poeta nicaragüense, amigo de Darío. Yo le conocí en el manicomio de Managua. Algunos aprendices de escritor atravesamos un enorme patio lleno de jalacates y margaritas, entre locos que deambulaban de un lado a otro, hablando solos o discutiendo a gritos. Una mujer vieja y flaca pasó corriendo y al pasar se levantó la falda, bajo la que no llevaba nada. Entramos en el caserón, un palacio colonial arruinado por el tiempo, y esperamos llenos de admiración el encuentro con el gran poeta. Lo tenían en una celda con barrotes de hierro. Era un anciano corpulento, de pelo y barba blancos, como el traje de lino que llevaba. Nos miró un momento, con arrogancia, con desdén, y luego desapareció. Cuarenta años más tarde, en el zoo de Barcelona, vi a «Copito de Nieve». Lo tenían encerrado en una jaula de cristal, sin barrotes de hierro. Se había sentado de espaldas a la gente, indiferente, triste, como humillado y avergonzado de su destino. Y entonces recordé a Alfonso. Cuando sufría ataques de locura, era encadenado de pies y manos, como esclavo en galeras. ¡Pobre Alfonso! Había vivido en la misma casa de León que Rubén Darío. Escribía poemas en papeles pequeños del tamaño de una caja de cerillas, con letras menudas, como hormigas muertas. En los momentos de lucidez su poesía roza la genialidad. Él lo sabía y encarcelado y humillado en aquel lugar infecto nos miraba a nosotros, aprendices de poeta que habíamos ido a visitarlo, con la arrogancia de un emperador. Exactamente, lo que era.