Ahora que Honduras está de actualidad, resulta hasta pertinente volver la vista atrás a una guerra que duró cien horas y pasó a la historia como la guerra del fútbol. Pese a lo que el nombre les pueda sugerir, no tuvieron nada que ver en ella los derechos televisivos sobre las retransmisiones de los partidos -ese tipo de contencioso dura mucho más, como hemos comprobado recientemente los españoles-, pero sí unas pésimas relaciones de vecindad entre dos países que no dudaron en presentar como excusa ante la opinión pública los resultados de los encuentros de sus selecciones nacionales disputados, días antes de declararse las hostilidades, en Tegucigalpa y San Salvador.

Por muy disparatadas que nos puedan parecer las guerras, ésta entre Honduras y El Salvador es la más disparatada de todas. Un 14 de julio de hace ahora cuarenta años, la aviación salvadoreña bombardeó Tegucigalpa y otras tres ciudades más, al mismo tiempo que se producía una invasión en la frontera sur de Honduras. Murieron aproximadamente 4.000 personas, la mayoría de ellas hondureñas. A los miles de campesinos de El Salvador expulsados como consecuencia de una redistribución de la tierra en Honduras, se sumó un número aún mayor de deportaciones, hasta alcanzar los 300.000.

El 18 de julio de 1969 se declaró un alto el fuego que negoció la Organización de Estados Americanos, pero, tras los duros enfrentamientos, las escaramuzas prosiguieron durante dos días más, en los que las proclamas se sucedían en las calles de las principales poblaciones de las dos repúblicas y por las emisoras de mayor audiencia: «Hondureño, toma un leño y mata un salvadoreño» o «Cuatro golpes, mano dura, y ni rastro de Honduras».

Efectivamente, había un caldo de cultivo en las malas relaciones de los vecinos que alimentaban, además, las dictaduras militares de ambos. Pero la política en Centroamérica es un elemento de confrontación que discurre paralelo a otras pasiones, como la del fútbol. De modo que entre un partido de la máxima rivalidad y una contienda bélica tenían que ser pocas las diferencias. Así fue. En el primer choque de la eliminatoria entre los dos vecinos, el 6 de junio en Tegucigalpa, Honduras acabó ganando a El Salvador por uno a cero, después de que los jugadores visitantes tuviesen que soportar la noche antes, en el hotel donde se hospedaban, un calvario por parte de los hinchas hondureños, que les tuvieron en vela arrojándoles piedras y haciendo sonar los cláxones de los coches. Los salvadoreños salieron al día siguiente al campo sin dormir y cayeron derrotados. El gol del delantero Cardona, cuando faltaban dos minutos para el final, hizo que una joven salvadoreña de 18 años, Amelia Bolaños, que veía el partido por televisión, se pegase un tiro. El país entero la consideró una mártir de las humillaciones del vecino. La envolvieron con la bandera nacional y los mismos jugadores que habían mordido el polvo en Tegucigalpa escoltaron el féretro por las calles de El Salvador. El propio Gobierno encabezaba el cortejo.

A los nueve días, los hondureños caían derrotados por tres a cero en el partido de vuelta que se libró como si se tratase de una auténtica batalla en medio de medidas especiales y tras otra noche toledana, que esta vez les tocó sufrir a los visitantes. El clima era ya irrespirable cuando se celebró el encuentro de desempate -la diferencia de goles no tenía entonces valor- en Ciudad de México, el 27 de junio. Las dos hinchadas siguieron el partido bajo la mirada amenazante de la Policía del D.F. Honduras perdió por 3 a 2 en la prórroga. La cosa no terminó ahí. La eliminatoria se utilizó para excitar los sentimientos patrióticos de agravio. Y los que se sentían más agraviados, los salvadoreños, decidieron días después bombardear e invadir a los vecinos. El malogrado reportero polaco Ryszard Kapuscinski halló en aquel enfrentamiento el pretexto para escribir sus mejores crónicas.

Una consecuencia de la guerra fue el reforzamiento de las dictaduras militares en ambos países. El Ejército no ha dejado de estar atento a un lado y otro de la frontera. El otro día, sin ir más lejos, en Honduras sacó a su comandante en jefe de la cama en pijama y lo puso en un avión camino de San José de Costa Rica.