Hace exactamente veinte años, Cela recibía el Nobel en Estocolmo. Knut Anhlund era el académico y traductor del residente mallorquín que impuso su criterio a sus colegas, pero sólo después de que enfermara gravemente Sven Lundkvist, que había vetado al español, como antes a Borges o a Yourcenar. Izquierdas y derechas, la vida misma. Entrevisté a Anhlund durante los fastos de la entrega. Le pregunté qué escritores españoles figuraban en las quinielas futuras. Me dio los nombres de Eduardo Mendoza y Baltasar Porcel, seguidos por la enumeración de una parte considerable de su bibliografía. No hablaba a humo de pajas, aunque abandonó la Academia en cuanto el palmarés del premio se inundó de extremistas como Dario Fo o Jelinek. Le conté a Baltasar Porcel la conversación con Anhlund que le afectaba. Ni parpadeó. Es la misma reacción que hubiera esperado en Cela, y los extraños circuitos que activa la muerte me impulsan a emparentarlos por encima de la escritura. Ambos descubrieron muy pronto el elevado porcentaje de cobardía que anidaba en sus semejantes -especialmente entre los denominados artistas- y orientaron ese liderazgo hacia productos tan fructíferos como Papeles o Destino. Querían vivir de sus creaciones y lo consiguieron sobradamente. Hablando sólo de Porcel, aunque podríamos seguir en Cela, interpone el último dique contra la escandalosa feminización de la literatura. Fue temido porque no albergaba respetos, sólo podía experimentar temor si impostaba ese sentimiento. Su invitado Jean Daniel lo describió mejor que yo. «Porcel es un extraño personaje, campesino, artista pequeñoburgués, ambicioso, literario». Masculino singular o senglar, se aproximó a la literatura como un boxeador quirúrgico. Ni la sangre ni los golpes eran una cuestión personal. Llamaba a Pérez-Reverte autor de tebeos y encajaba la ejecución subsiguiente. Vivió un paso más allá del fatalismo, esa marca de los nativos de Andraitx que ni los seminativos abarcamos sin un estremecimiento.