El aburrido pueblo de Ripe, en Sussex, cerca de Brighton, parecería por su nombre el lugar ideal para descansar en paz si no fuera por la «e», final que impide dejarlo en Rip. Allí, en 1957, la señora Lowry halló muerto a su esposo, el hombre que había escrito una de las mejores novelas del siglo XX. Cerca de él podían verse, rotos, una botella de ginebra y un frasco de zumo de naranja. La Policía echó en falta otro frasco con veinte píldoras de amital sódico que, más tarde, descubrió vacío. El informe médico concluyó que la muerte del autor de Bajo el volcán se debió a un agudo envenenamiento barbitúrico asociado con un estado crónico de alcoholismo. Margerie Lowry había estrellado la botella en el piso para evitar que su marido siguiese bebiendo y éste la había golpeado. La mujer huyó a la casa de una vecina y no regresó a su domicilio hasta la mañana siguiente, para encontrarse con el cadáver.

Malcolm Lowry, de vivir, habría cumplido cien años el próximo día 28, pero, en su caso, resulta improbable pensar que hubiera alcanzado siquiera los sesenta. No al menos con el ritmo de destrucción etílica del escritor de los últimos tres años, que le impedía afeitarse por la falta de pulso o colocarse como es debido el cinturón, que dejó de usar para amarrarse los pantalones con una cuerda o una vieja corbata.

Douglas Day, uno de sus dos grandes biógrafos, cuenta cómo se escondía en Ripe, fugitivo de Liverpool, de donde zarpó; Cuernavaca, donde se inspiró, y Vancouver, donde escribió las palabras más hermosas de su vida, después de dar tumbos por Cambridge, Londres, París, Nueva York, Hollywood, Haití, el Pacífico occidental y Sicilia.

El mito de Lowry empieza y acaba en el alcohol, una vida aventurera y un volcán, todo ello condensado en poco más de cuatrocientas páginas de impagable literatura. Su gran borrachera de los últimos años, después del retiro de Dollarton (Canadá), lo tuvo lo suficientemente entretenido para no escribir una sola línea más. Lo intentó, pero, simplemente, no pudo. Lo único que consiguió, en cambio, fue extraviar el manuscrito de October ferry to Gabriola, una nueva novela que él aseguraba que superaría incluso los registros obtenidos por Bajo el volcán y que, afortunadamente, apareció más tarde en otro lugar, como suele ocurrir con tantas cosas que se dejan involuntariamente por el camino.

Lowry, «el perfecto ebrio», es un tipo con el que merece la pena brindar después de muerto. Sus amigos y conocidos, por más que le aguantaran en las horas difíciles y tempestuosas, le recordaron durante años con cariño, como si aún estuviera delante de ellos bromeando en una animada conversación o tocando el ukelele. Douglas Day no encontró mejor manera de acabar su completa biografía que citando la voz anónima de bar que dice de Lowry: «Me basta ver a este cabrón un instante para andar contento cinco días. Y no exagero».

Caer borracho muerto en la noche oscura del alma. Lowry bebía para ser mejor y si hubiera sido consciente de que bebiendo la cosa empeoraría para él y los demás, en un mundo parecido al infierno, no lo habría hecho. El caso es que no era consciente, por eso repetía «no me toméis en serio». Murió viendo publicadas sólo dos de sus obras, Ultramarina (1933), una novela de juventud, y la inmensa Bajo el volcán (1947), su auténtica maldición: el averno de una supuesta trilogía dantesca. Un año antes de su muerte autorizó que publicasen Lunar caustic, que debería ser el purgatorio. Nada se sabe del paraíso. Dejó también un par de manuscritos desordenados: Oscuro como la tumba donde yace mi amigo y la mencionada Ferry de octubre a Gabriola, que se imprimieron en 1968 y 1970.

Bajo el volcán, la novela del mezcal, el cónsul y Cuernavaca, la escribió muy lejos de México, en una cabaña de Dollarton, en Canadá, frente al mar, al lado de Vancouver, con la compañía de una mujer, Margerie Bonner, y de una botella. La génesis la había escrito años antes, en 1936, cuando vivía en la villa mexicana de las dieciocho iglesias y las cincuenta y siete cantinas, en compañía de otra mujer, Jan Gabriel, de la que ahora hay testimonio, recogido por su segundo biógrafo, Gordon Bowker, en un libro recientemente traducido con motivo de su centenario.

En lo que me gustaría insistir, por si no han tenido la ocasión de leerla, es en que Bajo el volcán es una novela única, vital y peligrosa, cuyas palabras, como el alcohol en Lowry, causan una ebriedad permanente y cuyos personajes le hablan a uno en sueños bastante tiempo después de haberlos conocido.