Nací en 1905 en una pequeña ciudad del norte de España en la costa atlántica; en una región lluviosa y maravillosamente verde, donde las montañas se deslizan hacia el Océano». Así comienza Severo Ochoa el artículo autobiográfico que publicó, en 1980, en el «Annual Review of Biochemistry», con el título «La prosecución de un hobby». Tras 88 años de andadura vital, allí descansa -junto a Carmen, su mujer de siempre-, en la maravillosa ladera en que el cementerio de Luarca se desliza hacia el mar. Esa visión de la costa luarquesa le acompañó toda la vida, como a tantos asturianos que percibieron su horizonte en un mundo sin barreras, ni siquiera las del gran océano.

Ochoa supo pronto que su recorrido por el mundo trascendía lo geográfico. Era el camino de quien se siente portador de una pregunta sobre la naturaleza. La pregunta del investigador en Biología Experimental del siglo XX puede tener muchos matices, formularse de diversas maneras, pero la pregunta permanece siempre, porque las respuestas parciales conducen siempre a nuevos interrogantes.

Siglos antes, los filósofos de la naturaleza resolvieron el enigma de los seres vivos con un nombre: vitalismo. Los seres vivos eran titulares de una organización aparte de la de las demás criaturas sometidas a las leyes físicas. El avance, sin embargo, permitió nuevas ambiciones precisamente en momentos en que el futuro Nobel luarqués se decidía a cruzar ese océano de su infancia. Investigar y seguir investigando era su única meta.

Cuando Severo Ochoa, en los cuarenta, consigue dirigir un laboratorio propio en Nueva York, modesto pero en el que podía satisfacer su curiosidad por el resultado del experimento diario, se viven momentos de transición. La naciente bioquímica, aprendida en Europa, le permite en Estados Unidos explorar múltiples facetas de la química vital. Es el momento de extraer enzimas de células y tejidos, sea el corazón de animales, sean bacterias, sea cualquier otro organismo.

Desentrañar las modificaciones químicas de los compuestos que nos aportan energía o materia para nuestras vidas, para las de todos los seres vivos, fue el esfuerzo mantenido por Ochoa en la rutina de cada día durante largos años. Sus hallazgos, junto con la maestría y precisión en comunicarlos, no tardarían en conferirle autoridad y liderazgo. El olfato de promotores privados en Norteamérica, junto con la voluntad del Gobierno de apoyar la investigación, sitúan a la Bioquímica como el campo prometedor por el que apostar. Se sabe que la clave de su desarrollo en aquel país está en apoyar a unos pocos científicos jóvenes, varios de ellos llegados de Europa. El nombre de Severo Ochoa está entre ellos, los apoyos y el reconocimiento están asegurados. Lograba así uno de sus sueños.

Pero Ochoa no olvida que su papel es, sobre todo, satisfacer una curiosidad intelectual. Eso es, antes que nada, investigar. Las aplicaciones de los resultados -¿servirá esto para curar el cáncer?, preguntan muchos- son muy importantes, pero imposibles, si no media una hipótesis lúcida y una estrategia para avanzar en el conocimiento. Ése es el mensaje del Ochoa-científico: saber preguntar a la naturaleza es la única forma de obtener respuestas fiables. Además, esa emoción puede llenar tu vida, si quieres ser investigador.

Años de paciente exploración de las enzimas atraerían a su laboratorio a algunas de las mejores cabezas. Como Arthur Kornberg, su discípulo más brillante, con quien se volvería a encontrar en Estocolmo para compartir el máximo reconocimiento que está reservado para algunos investigadores. Pero hasta el 15 de octubre de 1959, cuando llegó el telegrama de Suecia, serían otras muchas y largas horas de experimentación y reflexión las que habían de concentrar la atención de Severo Ochoa.

Dos hallazgos trascendentales ocupan su tiempo, uno antes y otro después del Premio Nobel. Del conjunto de reacciones bioquímicas, con las que los seres vivos transforman la materia, se hizo ya posible en sus manos penetrar en algunas de ellas, universales para todos. En su laboratorio se observa con asombro, en 1954, la síntesis de ácido ribonucleico, por primera vez en el tubo de ensayo. Son los años de la gran reflexión teórica que conduciría a formular el modelo de doble hélice de Watson y Crick. La síntesis in vitro de ácidos nucleicos abría un camino, a lo largo y a lo ancho, para seguir aspirando a entender qué podía ser lo que en su día se llamó vitalismo. Y para hacerlo desde las moléculas, nacía la Biología Molecular en su versión actual.

Pero, para Severo Ochoa, hay vida, y sigue habiendo preguntas sobre la vida, después del Nobel. Ya en 1960 estaba en otra carrera, apasionante carrera en abierta competición con pioneros de gran mérito. Porque sus hallazgos sobre la síntesis de ácido ribonucleico permitían aspirar a descifrar nada menos que el código genético, las claves que todos los seres vivos emplean para formar sus proteínas siguiendo las instrucciones de sus genes.

La evocación de Severo Ochoa siempre es muy pertinente en España, su trayectoria y su ejemplo son -siguen siendo- paradigmáticos para un país que debe hacerse un eco mayor de quienes tienen la inquietud de la pregunta científica. El Nobel asturiano logró escribir su nombre junto al de aquellos que han propiciado el gran avance de la Biología del siglo XX, preludio de una Biomedicina actual que sigue proporcionando conocimiento y bienestar.

El Premio Nobel no apagó sus inquietudes, al revés, las reforzó mientras ensanchaba sus ambiciones. Conociendo de cerca su trabajo, asombra ver que el recorrido de su pregunta científica se hizo siempre de la misma forma: aislar proteínas de las células y emplearlas en condiciones que pudieran dar cuenta, en el tubo de ensayo, de cuál es su misión en el ser vivo. La comprensión de los fenómenos naturales no supone crear enrevesados esquemas, mas penetrar de manera sencilla en su estructura, pero sabiendo formular las preguntas adecuadas.