«¡Son guapísimos!», gritó una adolescente en la sala. El licántropo Jacob Black (Taylor Lautner) y sus colegas salían del bosque con el torso desnudo (mucho «pechaco» al albor hay en «Luna Nueva») y esa ficción de perfección masculina posmoderna (nótese la contradicción: femenina, viril, mortuoria, impulsiva, atormentada y depilada) provocaba espasmos entre las mocitas. Porque el interés de «Luna nueva» se encuentra en analizar los mecanismos que la autora mormona Stephanie Meyer ha logrado identificar y manejar para «con-mover» (emoción igual a facturación) a un número increíble de «teenagers» femeninas.

Si eliminamos el componente sociológico (repito, lo importante), ¿cuánto vale la película de Weitz? Muy poco: un culebrón mediocre plagado de amores góticos, frases imposibles, cámaras lentas, poses suicidas y un final ultraconservador. Por tanto, se impone descifrar los elementos que convierten a «Luna nueva» en un fenómeno planetario. Meyer actualiza el romanticismo decimonónico (la referencia, «Cumbres borrascosas»); lo mezcla con dos o tres arquetipos (el vampiro, el príncipe azul y el metrosexual), y le da una pátina religiosa (de semejante pasión, ¿no debería salir un ratillo de sexo, amigos?). Con ese entusiasmo del que expande su franquicia, la autora ha entregado a la editorial un libro tras otro. Y ahí está su público, dispuesto a seguir consumiendo los vaivenes en la relación de Bella y Edward. Sólo una duda: ¿está Stephanie Meyer en deuda con Robert Pattinson o viceversa? Un actor limitado (recuerda a Luke Perry) se topa con su personaje definitivo y no necesita nada más. ¿Su futuro? Tener mala suerte y acabar como David Hasselhoff, regurgitando hamburguesas en un suelo de Las Vegas; o tener buena suerte y acabar como Adam West, autoparodiándose en «Padre de familia».