Arsenio Fernández, «El Polenchu», hubiera cumplido hoy 100 años. No es una hipótesis retórica, pues no ha estado lejos de ser realidad, ya que murió, el 10 de octubre de 2004, con 94 años cumplidos, tras haber llegado a esa edad con la mente bien despierta y el cuerpo ágil y apuesto. Sus tres hijos, María del Sagrario («Mari»), Isabel y Arsenio, coinciden en afirmar que lo que realmente le mató fue la pena por la ausencia definitiva de su mujer, Zulima, fallecida ocho meses antes y con la que había compartido durante casi tres cuartos de siglo una vida a la vez plena y sencilla, marcada por el afecto profundo y el respeto mutuo, como correspondía a dos personas cuya pulcra apariencia -esa elegancia que no tiene que ver con el dinero, sino con la actitud vital- los definía a primera vista sin margen de error.

Arsenio tenía unos apellidos sonoros -Fernández-Nespral González de la Vega-, de los que nunca intentó valerse y que, de hecho, ni siquiera usó, por esa mezcla de orgullo y pudor que es tan característica del carácter de la Cuenca. Fue un sencillo trabajador. En Nespral y Compañía, en El Entrego, la empresa en la que trabajó toda su vida, tuvo varios oficios. Tras trabajar como bombero en el interior, el que más tiempo le ocupó fue el de cuadrero, es decir, encargado de las mulas que se utilizaban en el interior de la mina, y lo desempeñó con la misma pulcritud, ésa es la palabra, que hubiera ejercido en el despacho de una oficina.

Pero, sobre todo, Arsenio fue un extraordinario cantante. Sin duda, se empapó por ósmosis de la esencia de la asturianada, que cuando él nació impregnaba el ambiente en su comarca, como de tantas zonas de Asturias. Siendo yo pequeño todavía se oía cantar en el monte, por las caleyas y en los chigres y cada noche de día de paga las calles eran un festival. Qué no sería durante la niñez y la juventud de Arsenio cuando ese tipo de música era casi exclusiva. Él no se quedó en lo epidérmico, como un mero aficionado más, sino que pronto comenzó a profundizar en la esencia de un género, eminentemente popular, que tenía en algunos intérpretes -los cantores profesionales de los que habla Torner en el prólogo de su «Cancionero», ponderando su papel en la fijación de las creaciones folclóricas- un referente destacado de calidad y buen gusto. Arsenio contaba que, siendo apenas un crío, pudo escuchar las grabaciones de los grandes cantantes asturianos de la época en un chigre de El Sotón, donde había el único gramófono de la zona de El Entrego. Allí descubrió a Miranda, Cuchichi, Botón y Claverol, a Quin el Pescador, a Ángel el Maragatu. Y se aficionó profundamente, hasta el punto de convertirse en un impenitente seguidor de aquellos intérpretes. Allí donde cantaban y él podía acudir, en tren o, más frecuentemente, andando, allí estaba.

A menudo lo hacía en compañía de su amigo José Cortina Vallina, «Josipu el Sastre», con quien, además de esa afición, le unía una relación muy especial. Los dos habían nacido en Bédavo, que ahora es un barrio más de El Entrego, pero que entonces tenía una identidad propia muy marcada. Arsenio lo había hecho el 28 de diciembre de 1909. Menos de dos semanas después, el 11 de enero de 1910, su madre, Isabel, acompañaba a su amiga Josefa mientras caminaban por una caleya en las inmediaciones del pueblo. Josefa estaba en muy avanzado estado de gestación, tanto que el trance del parto le sobrevino allí mismo y en la imposibilidad de avisar a nadie hubieron de solucionar el problema entre ella y su amiga. Supieron hacerlo. Josipu nació e Isabel lo recogió en su mandil para llevarlo hasta Bédavo, al tiempo que pedía ayuda para la recién parida. Josipu mantuvo toda su vida una encendida pasión por la canción asturiana. Él mismo cantaba muy bien y con mucho gusto con su voz delgada, que se fue haciendo un hilo muy fino con los años, y tenía en su repertorio piezas poco conocidas, que, como joyas rarísimas, exhibía a veces, para admiración de los asistentes, en el festivo ambiente de confianza de las espichas, en las que con su mujer cantaba también canciones dialogadas de asunto picaresco que evocaban lo que debieron ser las veladas de las esfoyazas y los filandones.

Pero Arsenio, además de afición, tenía todas las cualidades que necesita un cantante. En primer lugar, la voz. En su caso excelente, de tenor, con un color muy agradable y una tesitura muy amplia. Luego, la musicalidad. Y el oído, finísimo, que le permitía captar todos los matices. Con esas cualidades y una actitud receptiva hacia el magisterio de los grandes, fue construyendo su propio estilo. De ese modo se convirtió en un intérprete consciente de su capacidad y de cantar para los amigos pasó a hacerlo de cara a un público más amplio. En 1928 se atrevió a presentarse a su primer concurso. Fue en Les Cubes, en el estrecho valle que separa San Martín del Rey Aurelio de Langreo. Y lo ganó. Aquél fue el primero de sus éxitos, al que seguirían otros -Zamora, Sotrondio, Ciaño, El Entrego, Oviedo-, antes y después de la Guerra Civil. Su fama de gran intérprete se consolidó.

David Antuña, hermano de Silvino el Sastre, le aplicó, con fortuna, el apodo de El Polenchu, en referencia al moscón Prudencio Merino, porque, en su opinión de entendido, la voz y la forma de cantar de Arsenio se parecían mucho a las del cantante de Grado. Hoy, El Polenchu de Grado es doblemente legendario, por el recuerdo de su fama y porque no dejó ninguna grabación de sus canciones. De Arsenio, «El Polenchu» de El Entrego, sí disponemos, por fortuna, de casi una treintena de canciones, procedentes de las tres grabaciones que realizó para los sellos Hispavox, Odeón y Columbia.

Cuando el 10 de diciembre de 2004, dos meses después de su muerte, el Centro Asturiano de Oviedo, por iniciativa de su presidente, Alfredo Canteli, organizó un festival en su memoria, no sólo tuvo el acierto de convocar un espléndido elenco de intérpretes, que, en una velada de altísima calidad, dieron un emocionante testimonio de la vigencia actual de la canción popular asturiana, sino que llevó a la práctica la feliz idea de reunir en un disco compacto 26 canciones grabadas por Arsenio, con lo que se ponía a disposición del público de hoy la posibilidad de acceder a un repertorio cuyo conocimiento había ido quedando limitado a los aficionados veteranos y a quienes, siendo más jóvenes, habíamos tenido la suerte de tratar personalmente a Arsenio o de acceder a alguna de las regrabaciones artesanales de sus canciones, pues los discos se fueron haciendo inencontrables.

Yo tuve esa doble fortuna. Su hijo Arsenio, componente del «Cuarteto Torner», me dio una casete con grabaciones de su padre, que escuché en casa y me acompañó en muchos viajes. Y le oí cantar muchas veces, por lo general en privado, pero también en público. Una de las últimas veces que lo hizo para un gran auditorio fue en 1993 en el teatro Campoamor de Oviedo, con motivo de un homenaje que le rindió el Concurso y Muestra de Folclore «Ciudad de Oviedo». Tenía entonces 84 años e interpretó, con una maestría total y un apabullante dominio escénico, esa pequeña maravilla que se llama «Marina, tú no me olvides», que él tomó del repertorio de Quin el Pescador. Como ocurre con algunos tenores, Arsenio Fernández mantuvo viva su voz de cantante hasta muy mayor y la mostraba con generosidad. En las grabaciones se puede disfrutar, ya que no de su presencia, de su plenitud como intérprete, en la que el buen gusto fue siempre tan importante como las facultades físicas. Así cuando en «Ventanina», una de sus creaciones más celebradas, hace un alarde de poderío vocal con un larguísimo sostenido seguido de un giro melismático que parece imposible, evita el exhibicionismo para buscar la musicalidad: es decir, subordina lo fisiológico a lo artístico. Es su repertorio de canciones -entre ellas, no pocas de las fundamentales del género, como «A la salida del Sella», que para él era un canon- y la forma en que lo aborda lo que nos permite comprobar hasta qué punto Arsenio supo asimilar las cualidades y los logros de los cantantes de la llamada «época de oro de la tonada», a quienes tantas veces escuchó, y a muchos de los cuales trató, para acabar consiguiendo un estilo personal inconfundible.

Le ayudó a lograr ese objetivo no sólo un buen gusto innato, sino también un oído excepcional, que le permitía captar los matices y archivarlos con toda fidelidad en su excepcional memoria musical, desde la que los rescataba como quien acciona un registro de alta fidelidad. Era un privilegio oírle diseccionar canciones y reproducir la forma en que las habían cantado los mejores intérpretes. Resultó lógico, por tanto, que, además de implicarse a lo largo de toda su vida en empresas culturales como grupos teatrales u organizaciones corales, le reclamaran para participar como jurado en muchos concursos. También, que recibiera más de una vez el reconocimiento de quienes, por vecindad y por trato, mejor le conocían. Su pueblo natal y su concejo se lo testimoniaron en varias ocasiones de forma muy elocuente. De ese modo él pudo comprobar cuánto le admiraban y querían. Es justo que sus hijos, que tanto cuidan de su memoria, lo perciban también en una fecha tan señalada para ellos como la de hoy. A ellos les corresponde soplar, con nostalgia y con orgullo, las cien velas que se encienden hoy para conmemorar el nacimiento de Arsenio Fernández-Nespral, «El Polenchu».