Qué curioso: se dice por ahí, aunque vaya usted a saber, que Jean-Marie Maurice Scherer decidió que firmaría su cine como Eric Rohmer en homenaje a Erich von Stroheim y el novelista Sax Rohmer, creador de Fu-Manchú. Es decir, cine de excesos, intrigas de fantasía pura y dura. Su carrera fue, casi siempre, comedida, preciso, sencillo, y real como la vida misma. Fascinado por Hitchcock, huyó de las trampas argumentales y de los juegos artificiales con la cámara y forjó una larga carrera de prodigiosa coherencia. Sus cuentos morales aún siguen enamorando con sus historias de desamor, sus personajes parlanchines al acecho de las palabras falsas, su pleitesía al verbo que desnuda la carne de la verdad: por la boca muere el pez, y nada hay más esclarecedor que hacer lo contrario de lo que se dice. Cine de imágenes pausadas en las que aparentemente no pasa nada, y en las que todo pesa: el menor gesto, la duda más esquiva, el más nimio de los sobresaltos ayuda a conocer mejor a los personajes. Sus comedias y proverbios iluminaron su cine (tras desmelenarse algo con La marquesa de O) llegando a la cumbre con El rayo verde. Sus cuentos de las estaciones mantuvieron parecidas decisiones estéticas y sus palabras, más desencantadas, siguieron siendo un libro abierto sobre unas vidas cerradas. Sin alzar nunca la voz, a Rohmer se le escuchaba alto y claro.