Delante de la antigua casa rectoral de Grandas de Salime, hoy edificio central del museo, hay un nogal espléndido y majestuoso, un árbol cuya cosecha da bien para llenar varios sacos de nueces. Como el museo de Grandas está dedicado a la etnografía y por tanto a exponer testimonios relacionados con el modo de vida del campesino en una sociedad cuya principal preocupación residía en el autoabastecimiento, no es de extrañar, aunque sí le parezca denunciable a la consejera de Cultura, que el museo guarde su propia producción de nueces.

Lo llamativo es que a los responsables de Cultura les sorprenda que en un museo etnográfico vivo, como trató siempre de ser el de Grandas de Salime, haya nueces, barricas de vino, pan recién hecho, productos de la matanza, lino... y muchos otros ejemplos con los que se trata de documentar el modo de hacer de las comunidades rurales. En toda Europa, los museos etnográficos surgieron para mantener viva la herencia y las costumbres de una sociedad que se extingue. Para conseguirlo nada mejor que reproducir, como se hacía en las casas rurales, todo lo necesario para la subsistencia familiar. Un museo etnográfico vivo y abierto pone en funcionamiento los utensilios que allí se exponen, herramientas que cobran vida si se les da la oportunidad de seguir moliendo, haciendo la mallega, el pan, el amagüesto, el vino, explotando las colmenas, cultivando la huerta e incluso atendiendo el ganado.

Las nueces, como el embutido o el vino, son parte indiscutible de una colección que, además de intentar mostrar lo que fueron los diferentes oficios, es un espejo del mundo rural con sus tradiciones, costumbres y producciones. Entrar en el museo de Grandas de Salime ha sido hasta ahora una forma de recuperar la memoria de un tiempo pasado, un viaje a los orígenes todavía cercanos para los que conocieron la vida en el campo. Ellos saben que una lareira (cocina) no es lo mismo si junto al ajuar doméstico no figuran las riestras de morcillas y chorizos o si en la masera no se guarda la hogaza de pan y la carne del día. Por esa misma razón, un desván o un hórreo deben conservar los productos del campo para el abastecimiento familiar a lo largo del año. No podría ser de otra manera, si lo que se quiere es levantar un museo etnográfico.

Igual que en el taller del zapatero hay zapatos, o en la fragua hierro para fundir, en la taberna y en la bodega hay vino y, en ocasiones, hubo hasta orujo allí destilado. En el torno se fabrican recipientes de madera y en la sala de la industria textil se tejen colchas. Del hórreo cuelgan riestras de maíz y en el molino suele haber grano. Pero esto no es ningún secreto, cualquiera que se haya interesado en revisar las guías del museo encontrará éstas y otras explicaciones mucho más detalladas de lo que se ofrece en sus instalaciones. Nadie que conozca el mundo de la etnografía se sorprendería ante la riqueza de productos del campo con los que el museo creado por Pepe el Ferreiro trata de documentar la memoria y el modo de vida de una comarca. Hay que saber poco de museos para hacer una interpretación tan sesgada de algo que cualquier etnógrafo defendería como parte fundamental de los contenidos.

Por tanto, las nueces como las barricas de vino no son un bien denunciable sino algo imprescindible. En muchos museos etnográficos europeos los productos no sólo se cultivan y se recogen, también se venden o se consumen allí mismo. Son parte de un recurso para mantener la producción y los modos antiguos de trabajar. El visitante suele agradecer esta actividad y lo demuestra adquiriendo alguno de los productos allí elaborados.