Si Shutter island no viniera firmada por el gran Martin Scorsese es muy probable que acabara arrinconada como relleno de sala B sin que nadie le prestara atención. Pero el nombre del creador de Toro salvaje (como antaño Coppola, antes de perpetrar Tetros y similares) despierta una expectación fuera de toda duda: estamos en deuda con un tipo que nos regalado joyas como Malas calles o Uno de los nuestros. La paternal asociación con el siempre esforzado Leonardo DiCaprio (buen actor, pero limitado por su físico para hacer creíbles determinados personajes) empezó con cierta fuerza en El aviador, aunque era un título que ya empezaba a alejar a Scorsese de sus calles familiares, quizá magullado por el fracaso de la sobresaliente Gangs of New York. En el colmo de los sarcasmos, Hollywood le dio por fin el «Oscar» por Infiltrados, su trabajo más impersonal (más incluso que El color del dinero) y uno de los más taquilleros. Lejos de darse por satisfecho con la pasta y el oro obtenidos, Scorsese se embarcó en Shutter island, inquietante novela de Dennis Lehane que, traspasada a la pantalla, se convierte en una irrelevante, tramposa y comodona obra muy menor (aunque no llegue a irritar como El cabo del miedo, grotesca en tantos momentos) que no aporta nada a la carrera del director y que contiene escenas de inaudita torpeza, como la tormenta en el cementerio con árboles que caen a plomo. Un arranque que hace frotarse los ojos (¡ese diálogo entre DiCaprio y un despistadillo Ruffalo en el ferry, ese plano aéreo alrededor de un coche que parece una mala copia de El resplandor, esa música altisonante!) deja claro que este Scorsese no es el de Casino. Ni mucho menos. Su estilo (que asoma incluso en sus obras fallidas, como La edad de la inocencia) brilla por su ausencia y, salvo algunos instantes aislados (la ejecución de verdugos, una alucinación entre pétalos de cenizas y espaldas calcinadas en la que sí anida el lacerante dolor que intenta mostrar la película, el final de asumido sacrificio), Shutter island se queda en la carcasa de la novela sumando sustos de saldo y personajes inverosímiles (la aparición de Max Von Sidow es casi paródica, y su desaparición lo es sin casi), pero quedándose en las afueras de ese territorio de locura y perdición que Lehane si dibujaba con maestría. DiCaprio vuelve a dar una lección de entusiasmo, pero su personaje resulta envarado y monótono: debe tener agujetas en el ceño de tanto fruncirlo. Bastante hace el pobre con intentar hacer creíble una secuencia como la bajada por el acantilado con ratas (¿un guiño al final de Infiltrados?) o pelear a plano partido ese desenlace en el faro, donde se aclara todo sin sorprender nada. Ni siquiera el tremendo flashback que explica las raíces del mal está rodado con la garra que se podía esperar del tipo que dirigió Taxi driver: aquella sí que era una bajada a los infiernos de la locura que te desollaba el ánimo.