Madrid-Chamartín. El tren se detiene. El viajero despierta con un sobresalto. Aunque están a cientos de metros, ve abatirse sobre él cuatro objetos gigantescos. Poseen la belleza de un envase de perfume de diseño o una escultura. Sólo que a escala ciclópea. Tanto que, para reajustar proporciones, hay que echar mano de lo sublime, ese recurso del ojo para ponderar la desmesura de lo inhumano. Porque los rascacielos del Cuatro Torres Business Area, más que como edificios, impresionan como accidentes geológicos o megalitos alienígenas. Su magnitud lamina hasta la insignificancia la chatura de su entorno. El tren arranca y el viajero se queda entresoñando con un Madrid posnuclear en el que lo único que sigue en pie son estos mohais de autor.

Oviedo desde el Naranco. La fotografía comprime los objetos, acentuando la composición de formas y volúmenes que define el rostro de cualquier ciudad. Éste sería más bien armónico si no lo distorsionase una masiva presencia blanca cuyos propósitos, conceptos y materiales se antojan ajenos por completo al resto. Aunque esta vez no haya nada de bello ni de sublime, se repite una sugestión extraterrestre. Como si el barrio de Buenavista hubiese sufrido el impacto de la Enterprise de Star Trek o de un Transformer decapitado con yelmo de Calatrava.

Son síntomas, subjetivamente formulados pero en absoluto hipocondriacos, de una pandemia: el sarpullido de una arquitectura hipertrofiada, ensimismada y entiempática, aparentemente incapaz de considerar su entorno y conversar con él. Una arquitectura babélica, aislada entre un involuntario autismo y un soberbio egoísmo y cuyos efectos -el brote en cualquier parte de proyectos-espectáculo firmados por arquitectos de marca- se ha extendido desde Madrid, Barcelona, Londres, Valencia, Dubai, Shanghai, Kuala Lumpur, Taipei o Berlín a ciudades bastante más modestas.

En los focos de contagio, de estas catedrales contemporáneas se suele esperar lo de siempre: que exhiban el poderío de quien las encarga en condiciones de máxima visibilidad. Pero las ciudades menores anhelan algo más. Desde el milagro de la guggenheimización de Bilbao, se ha propagado una fe ciega en que la simple presencia del fetiche adecuado rejuvenecerá urbes en decadencia, atraerá peregrinos y poseerá icono 3D en Google Earth, vistoso y eficaz como un buen logo. Hace sólo unos días, los constructores del Burj Dubai, el rascacielos más alto del mundo, expresaban su esperanza en que el nuevo zigurat «infunda optimismo» contra la crisis (aunque nadie haya estudiado todavía si los doce mil destajistas que levantaron el ídolo se sintieron más optimistas tras rematar sus más de 800 metros).

Pero los milagros, si acaso, se producen. No se reproducen. Arquitectura y urbanismo no pasan de ser mezcla de arte y ciencia aplicados. Y, hoy por hoy, se agudiza la sensación de que, más que arquitectos chamánicos, hacen falta arquitectos, sin más. Es un problema, como todo en este tiempo, de desproporción: entre el talento, el trabajo y el gasto que se invierten en estos hiperemblemas y el que se emplea en edificios y planificaciones que deberían ser, sin más, emblemas de lo habitable; entre el prestigio lo suntuario y monumental y la extensión de la insipidez, la fealdad y, en el extremo, la inhabitabilidad y el caos. De desproporción entre lo que se sabe de construcción y lo que se olvida de urbanismo (incluso de urbanidad) en un mundo que tiende a la conurbación global.

Al final, son cada vez más los que esperan que el arquitecto haga lo que de él se requiere: transformar el espacio, el material más importante de todo proyecto, en un lugar habitable y con sentido. Las posturas pueden ser extremas, pero la coherencia parece el mínimo exigible. Rem Koolhaas ha argumentado provocativamente a favor del tipo de «ciudad genérica», sin identidad ni historia, que está proliferando globalmente: «Una ciudad es un plano habitado del modo más eficaz por personas y procesos», por lo que «la presencia de la historia tan sólo debilita su rendimiento». En el punto opuesto, Peter Zumthor, maestro de la integración del proyecto en la «situación histórica específica» del lugar -incluso la natural, como en sus obras en los Grisones-, considera que «la calidad de una intervención depende de cualidades que puedan entrar en un diálogo significativo con la situación existente».

Eficacia habitable, diálogo con el lugar: justo lo que se echa en falta. El mal edificio-espectáculo genera ni dialoga: impone su excepcionalidad. No sólo no considera la precedencia de sus vecinos, sino que, apelando a algo parecido a la autonomía de un poema puro o un teorema, les exige que se adapten. Y lo peor es que su área de influencia suele ser equivalente a la de una bomba atómica de bolsillo. Al menos, Le Corbusier, el gran arquitecto que tanto tuvo de déspota ilustrado, fue tan coherente como para declarar que si el viejo París estorbaba a sus proyectos, bastaba con demolerlo.

Claro que él formaba parte de una era ebria de utopía, en el que el arquitecto se planteaba nada menos que cambiar la sociedad. Aquel espíritu también fecundó excesos y abominaciones; pero ahora la vanguardia arquitectónica, más que a una avanzada estética, conceptual o política, se asemeja a una pornográfica exhibición de tamaño y poderío ante retos inverosímiles, o a un manierismo ingenieril y narcisista que erige, implanta (o deja caer) el portentoso aparato en mitad del tejido urbano como quien espera que un broche de diamantes dignifique sin más cualquier vestido. O quien sabe que ciertas firmas valen, en sí, la obra entera.

Aunque por pura estadística, no es descartable que así sea -en cualquier arte, el XIX sigue teniendo más tirón popular que el XX-, en este caso el debate sobre lo «reaccionario» no se disputa en la cancha de un gusto público que casi nadie tiene en cuenta, salvo los periodistas. La pelota cae del lado de profesionales y clientes. Y ahí puede suceder que lo reaccionario, después de las utopías arquitectónicas del XX, sea haberse replegado también hacia un concepto de la «gran arquitectura» que, con una tecnología del XXI, a duras penas alcanza conceptos del XIX, frente al criterio del ciudadano, que -esta vez, progresista- tiende a preguntarse si los enormes desembolsos que se acumulan en vertical o en una sola parcela de marca no deberían consignarse a usos más horizontales y planificados.

Los propios profesionales han desenmascarado a menudo que lo que la arquitectura emblemática emblematiza es, en realidad, la desigualdad extrema del tardocapitalismo y la extinción de un cierto modelo de ciudad y de ciudadanía. Arquitectos, urbanistas y estudiosos se muestran incómodos en tiempos en los que la utopía parece estar tan lejos como la historia; «tiempos» -se duele el historiador Charles Delfante- «en los que la cultura urbana parece pertenecer al grupo de culturas en vías de extinción. Como para Zumthor en arquitectura, para Delfante en urbanismo es «imposible» planificar «si no se tiene en cuenta el pasado, la historia de la ciudad y de sus habitantes». Su beligerante «Gran historia de la ciudad» intenta demostrar que «no es posible una ciudad armoniosa» si no se basa en una «composición urbana» sustentada nada menos que «en pensamientos filosóficos o teóricos, incluso en doctrinas». Al igual que Paul Valéry en su clásico «Eupalinos, o el Arquitecto», Delfante apela al ideal de la música para defender un urbanismo -y una arquitectura, por consiguiente- que suscite «el bienestar que parece partir exclusivamente del ensamblaje de las superficies y de los volúmenes».

Pero, incluso preservando esa sensibilidad hacia las formas armoniosas y los ideales, persiste la exigencia de que arquitectos y urbanistas se ocupen de su uso por seres irritantemente informales, no muy musicales y en absoluto ideales. Justo los que parecen sobrarle a Valéry cuando escribe que música y arquitectura «están en medio de este mundo como monumentos de otro». Sobre el fondo de la arquitectura-espectáculo, estas palabras ya no suenan a ideal sino a diagnóstico: el de un mal de la autocomplacencia en «las formas y las leyes» que acaba generando, en efecto, «monumentos de otro mundo»; que silencia el ruido de «los seres» con su música ensimismada. Al fin y al cabo, Eupalinos de Megara, que inspiró el arquitecto ideal de Valéry, fue ingeniero, un hombre práctico. Y, en todo caso, trabajaba para Polícrates: un tirano.

Hoy suena más necesaria la música de Peter Zumthor. Hacia adentro, la defiende como «un envoltorio o un fondo para la vida», «un contenedor sensible para el ritmo de los pasos en el suelo, para la concentración del trabajo, para el silencio del sueño». Y hacia fuera, cuando busca el «secreto» que hace que, ante algunos edificios que «parecen anclados con firmeza en el suelo», sea «virtualmente imposible imaginar el lugar donde se alzan sin ellos». «Dan la impresión de ser una parte de su entorno evidente por sí misma y parecen estar diciendo: 'Soy como me ves y pertenezco aquí'». Inmejorable lema para un emblema de la arquitectura.