La mañana del martes nos trajo la triste e inesperada noticia del fallecimiento de María Cristina García-Alas. Los recuerdos se me agolpan en la memoria. Conocí a Cristina en el Instituto Alfonso II. Fue una excelente profesora de Francés a la que los alumnos respetaban y querían. Como también fue una modélica compañera de claustro, con su comportamiento prudente, afable y solidario, siempre bien dispuesta a hacer cualquier favor. Y todo ello envuelto en un halo de exquisita discreción y expresado con una mirada cargada de inteligencia y bondad. Además de poseer una profunda cultura de la que nunca hacia gala, pero que inmediatamente afloraba por debajo de su natural modestia y sencillez.

Pero para mí, y a pesar de lo poco que nos veíamos tras su jubilación, fue, sobre todo, una buena amiga. Y tengo el hermoso recuerdo de que nuestra amistad se cimentó sobre la figura de su abuelo Clarín. Cuando en 1984, el entonces alcalde Masip tuvo la excelente iniciativa de conmemorar el aniversario del centenario de «La Regenta» con un simposio internacional sobre la novela universal, participé en el justo y merecido homenaje que aquel encuentro suponía para la figura de Leopoldo Alas, presentando una comunicación que versaba sobre la ideología del obispo Martínez Vigil. Cristina asistió a mi modesta intervención y con su exquisita educación me dio las gracias y fui consciente de que no era un mero agradecimiento formal, sino que le surgía de lo más hondo de su corazón, que era el agradecimiento sincero de quien había tenido que sufrir tantos años de injusto silencio sobre la figura de su abuelo y del vil fusilamiento de su propio padre, el rector Alas. Desde entonces sé que tuve el honor de ser amigo y de ello pude deducir después, desgraciadamente sólo hace unos años, cuánto debió de suponer para ella la ceremonia de reconocimiento y desagravio que la Universidad de Oviedo tributó a la figura de su padre.

Sin duda, su vida no fue fácil. Primero, el exilio en Francia; después, el ominoso silencio y hasta la actitud hostil de algunos sectores que tuvo que sufrir muchos años a su vuelta a Oviedo. De ahí que haya que valorar todavía más su calidad humana y la dignidad con que supo llevar el apellido de su abuelo y de su padre. Cristina siempre ha sido para mí, y creo que para todos los que la hemos conocido, una de esas pocas personas tan infrecuentes que, a veces, nos sobran dedos en la mano cuando queremos enumerarlas, cuyo paso por la vida lo define su elegancia espiritual. Esa frase suya referida a su vida que tanto se repite en estos momentos lo expresa a la perfección: mejor ser víctimas que verdugos.

Nosotros, los que hemos tenido el honor de ser sus amigos, como sus hijos, Ana Cristina y Leopoldo y toda la familia, cuya tristeza y dolor es también el nuestro, nos sentimos hoy, como lo hicimos mientras vivió, orgullosos de ella. Siempre mantendremos un imborrable recuerdo suyo. Descanse en paz.