El morbo era verificar si Rolando Villazón ha recobrado la voz, pero nos encontramos con un espectáculo que sobrepasó todas las curiosidades. Ciertamente, el joven divo mexicano está al 50% de su recuperación. La retirada fue una pésima noticia para el mundo lírico, especialmente sufrida por quienes cifraban en él la sucesión de Plácido Domingo. El «star system» operístico le engulló prematuramente en la vorágine de los contratos sin descanso, las grabaciones, la publicidad y los roles inadecuados.

Era el tenor romántico ideal para dar la réplica a Anna Netrebko, que sabe cuidarse mejor que él. Su voz sucumbió una vez, intentó volver antes de tiempo y cayó en la segunda crisis. Ahora canta con una presión más medida y un volumen limitado, pero funciona. Su «Lensky», el rol masculino principal de la ópera de Tchaikowki «Eugen Oneguin», sonó muy lírico, con el aliento generoso, la extensión de tesitura y la intensa musicalidad de Villazón, pero sin el chorro temperamental que le fue característico. El público berlinés, que le adora y estaba deseando verle en forma, le regaló una ovación de lujo.

Pero ese y otros morbos no menos típicos del mundillo sucumbieron ante la escenificación onírica de Achim Freyer, que exige el espectador un seguimiento obsesivo. Durante las primeras escenas, la coreografía metafísica que suplanta la acción teatral parece antiópera. Situaciones y didascalias del libreto son masacradas para aparecer en la dimensión del sueño, con su enfermiza lucidez, sus neurosis y sus fijaciones repetitivas.

También con su movimiento ralentizado y maquinal, su gama colorística de grises y sepias (de repente animada por violentos fogonazos de colores chillones) y todos los parámetros de espacio, movimiento e interrelación del mundo físico sometidos a la aparente irracionalidad del sueño. En ese cosmos fantasmal se desarrollan un argumento y un libreto difícilmente digeribles hoy en sí mismos por su congestivo romanticismo y sobrecarga patética. Los conflictos interiores de los personajes aparecen en códigos oníricos que es preciso interpretar en su efecto psíquico y en términos de ruptura intersubjetiva. La belleza visual de esta idea escénica seduce poco a poco en paulatina enajenación de la realidad, y convence finalmente como nueva vía de actualización del gran repertorio, que sobrevive musical y vocalmente pero en términos teatrales quiere huir del museo.

Magnífica «Tatiana», la soprano lírica Anna Samuil, por la pureza del timbre y la sugestión de un canto conmovido, tuvo marco de primer nivel con la «Larina» de Katharina Kammerlocher, completa representante de la escuela alemana que alterna lied y opera, y la «Olga» de María Gortsevskaya.

Además de Villazón brillaron otros dos excelentes artistas, el siempre perfecto bajo René Pape en «Gremin» y el barítono Artus Rucinski en el rol titular. Otra noche de ovaciones para el coro de la Staatsoper que dirige Eberhard Fiedrich y triunfo sin sombras de Barenboim y la Staatskapelle, capaces de ennoblecer la música sentimental y dulzona de Tchaikowski, tantas veces folclórica y banal. Con esta función nos despedimos por cuatro años de la querida ópera Unter den Linden, que cierra el próximo septiembre para una reforma que el pueblo berlinés ha impedido confiar a la arquitectura rupturista y se complica por la exigencia de conservar la traza neoclásica del edificio y el auditorio italiano de herradura.

Entre tanto, la Staatsoper resentará sus temporadas en el Teatro Schiller de la avenida Bismarck, a muy pocos metros de la otra ópera «seria», la Deusche Oper, que junto a la Cómica son los tres espacios de la ciudad que ofertan ópera todos los días del año. ¡Y se llenan!