A sus 68 años, Pollini sigue siendo uno de los mejores. Muchos de los que, el jueves pasado, llenaron hasta la bandera la sala de la Philharmonie se hacían la misma pregunta sobre la forma actual del mitificado pianista, cada vez más remiso a los escenarios. Probablemente ninguno se arrepintió del viaje, aunque no faltaban los decididos a irse antes de la ejecución de la segunda Sonata de Pierre Boulez, pieza de 1948 tan influyente en la creación pianística posterior a la Segunda Guerra Mundial que ya suena «clásica».

Pero nadie se ausentó. Estaba en la sala el mismo Boulez, que acaba de cumplir 85 años y es objeto de un homenaje berlinés mucho más importante que el parisino. Y estaba Barenboim con su mujer, la también pianista Elena Bashkirova, y el hijo de ambos, Michael, dicen que notable violinista.

Pollini llamó a escena al compositor y fueron tantos los aplausos y los bravos que no quedó tiempo para una sola propina. No es físicamene posible trabajar el piano a los 68 años como a los 20 o los 30. La paradigmática técnica de Pollini ya está condicionada por la edad en lo que atañe al virtuosismo y la suprema precisión de ataque de su juventud, sobre todo en motivos de velocidad trascendente. Pero este artista fundamental quintaesencia esa merma en la evolución del concepto y el refinamiento expresivo.

Sin un punto de exceso en fraseo y rubato, presentó al Chopin de los «24 Preludios Op. 28» con la variedad y la riqueza melódico-armónica que contienen, muy lejos del patrón uniformista de los virtuosos más jóvenes. Pisando rara vez el pedal «una corda», consigue confinar la dinámica entre el pianísimo -nunca evanescente- y el mezzoforte. Según testimonios de sus contemporáneos, Chopin tocaba así y provocaba problemas de escucha a partir de la quinta fila. Esto que ocurría en el salón romántico es de imposible trasvase a los enormes auditorios de hoy. Pero entre el Chopin de la tenuidad inaudible o el porrazo y el que modela Pollini concitando el silencio absoluto (incluso de toses) como atmósfera del sonido musical, median básicas diferencias, no ya devolumen acústico, sino de talento.

Cambió los anunciados seis Estudios del Libro II de Debussy -dificilísimos- por otros tantos Preludios del Libro I. Si alguien sospechó que rehuía el compromiso, la mágica interpretación, la paleta de sonoridades y colores y la fantasía evocadora bastaron para sacarle del error. En breve, salimos ganando.

Y con la Sonata de Boulez, aterradoramente difícil, lució el esplendor del Pollini magistral, el pianista mimado por los amantes del gran repertorio que, sin embargo, dedica gran parte de su vida, inspiración y trabajo a la creación contemporánea. Sensacional lectura, pese al suspense casi chaplinesco de una señora pasahojas que no conseguía mantenerlas en su sitio.

Auf vieder sehen, meine liebe Berlín. Estás, como siempre, levantada en obras: nuevos edificios de arquitectura futurista o tenaces reconstrucciones de la gloria pasada. Ahora es el turno del Palacio Imperial, no destruido por la guerra, sino dinamitado por el comunista Walter Ulbricht en la demencia de evitar al «nuevo hombre socialista» el «bochorno» del pasado. Frente a aquella ferocidad estúpida se alza hoy la paciencia de los ciudadanos que resisten el frío y hacen cola para aportar su óbolo a la reconstrucción. La arboleda del Tiergarten sigue pelada: nadie, salvo Pollini, la advierte de que ya empezó la estación de los brotes verdes.