Cuando todos los frentes caminan en la misma dirección, e igualmente implicados, el resultado final de un concierto como el del viernes en el Auditorio ovetense puede escribirse con mayúsculas. Es difícil recordar otro concierto de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias (OSPA) en el que se oyeran más «bravos» desde la grada. Y fueron bien merecidos. Un solista totalmente entregado, un director de batuta detallista y terminante, y una orquesta en su momento más dulce, que en esta temporada ha establecido una confianza que hace que la formación mantenga el listón más alto que nunca.

Alexander Vasiliev, concertino de la orquesta asturiana, ocupó esta vez el lugar del violín solista. Cambió su rol habitual con el «Concierto para violín, en mi menor, Op. 64» de Mendelssohn, mostrándose emocionado y agradecido. Vasiliev midió a la perfección el contenido expresivo y técnico del concierto, que fueron de la mano en una versión romántica de la obra en la que, en su sentimiento apasionado, no perdió sin embargo un toque de frescura. El violinista supo sacar partido a una obra del repertorio más conocido y con momentos continuos de lucimiento. La forma delicada de modelar el segundo tema del «allegro molto appassionato» marcó ya la orientación interpretativa del solista, que ensanchó sus perfiles líricos en el «andante».

Expresión, ligereza y virtuosismo fueron las notas predominantes en la actuación de un intérprete complacido, que ofreció como propina uno de los «Caprichos» endiablados de Paganini, el número 23. La orquesta, bajo la dirección del austriaco Günter Neuhold -en sustitución de Max Valdés, por indisposición del titular-, puso la nota más clásica, con su disposición sobre el escenario en el concierto de Mendelssohn. Fue una orquesta preocupada por las sutilezas en la instrumentación y por la dinámica en su encuentro con el solista, si bien apareció algo descompensada en el «finale».

Tras el paréntesis del descanso, la OSPA llegó a la cumbre sinfónica a través de una verdadera arquitectura musical. La orquesta se desenvolvió con una estabilidad pasmosa en la «Sexta» de Bruckner, con una cuerda compacta y metales vigorosos y dúctiles. La formación se mostró así equilibrada en la red que Neuhold fue tejiendo, con mano puntillosa y consecuente, con la sonoridad del conjunto. La partitura contiene un manantial de ideas que la orquesta, bajo la dirección del austriaco, supo cómo integrar.

Cada parte de la orquesta tuvo claro su papel siempre, al igual que los momentos de inflexión para el conjunto instrumental, en una sinfonía de gran riqueza de tiempos, expresión, dinámicas, ideas melódicas e invención instrumental. Una versión fluida y bien cimentada, pues, en la que brillaron las densidades y las intensidades que presenta la página del compositor. Sólo por citar dos ejemplos, de los grandes momentos de la interpretación, destacarían el arranque del «adagio», con esa cuerda grave sobre la que se alza el oboe, o la forma de «recogerse» en la orquesta dicho movimiento.

La temporada continuará dentro de una semana con un programa particular en el que, junto a «La canción de la Tierra» de Mahler -con la mezzosoprano Ildiko Komlosi-, se escuchará la octava sinfonía del compositor contemporáneo Tomás Marco, "Danza de Gaia".