J. C. GEA

La emblemática figura de Antonio López está en el centro de un grupo de artistas que, a partir de los años sesenta y contracorriente de la abstracción informalista, en ascenso en la España de aquel tiempo, volvieron su atención a la gran tradición del realismo barroco para renovarlo con unos conceptos, técnicas y enfoques incontestablemente enraizados en su contemporaneidad. Muchos de ellos se formaron y se conocieron en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y acabaron unidos por la amistad, e incluso por lazos familiares: María Moreno contrajo matrimonio con Antonio López; Francisco López Hernández, con Isabel Quintanilla; Julio López Hernández, hermano del anterior, con Esperanza Parada. En su entorno también pintaron Amalia Avia -esposa del desaparecido Lucio Muñoz- y Carmen Laffón. De la aportación de todos ellos, y de artistas algo posteriores como Cristóbal Toral o Eduardo Naranjo, a la renovación de la corriente realista en España da testimonio la colectiva «Realidades de la realidad», que desde ayer hasta el 30 de mayo se expone en el Palacio de Revillagigedo.

La muestra -que exhibe fondos de diversas colecciones privadas, entre las que se cuentan las de los propios artistas seleccionados- se ha planteado como «un homenaje»a estos autores que se esforzaron por ajustar la mirada hacia la cotidianeidad de maestros como Velázquez, Zurbarán, Murillo o Sánchez Cotán a la del hombre y la mujer del siglo XX. Bajo comisariado de Marisa Oropesa, «Realidades de la realidad», vuelve a reunir para ello a muchos de los nombres que, con el mismo propósito de tributo y vindicación, se reunieron en 1983 en «Realidades», expuesta en la institución «El Brocense» de Cáceres y que en su momento hicieron hablar de una cierta «escuela» del «nuevo realismo» madrileño.

«Su gran mérito es que supieron adaptar el realismo a un momento muy controvertido, en el que la pintura española parecía ir en otra dirección, pero en el que los pintores americanos habían vuelto a introducir el interés por la realidad cotidiana», explica Marisa Oropesa, para quien «toda la pintura es finalmente realista, se pinte la realidad de forma abstracta o de forma realista o figurativa». Para la comisaria de la exposición, el mérito de estos autores reside en el modo en que «consiguieron, desde unas características muy personales pero al mismo tiempo muy próximas entre ellos, devolver la atención del espectador hacia aquello que le es más cercano, los objetos y las situaciones más cotidianas». Desde esa posición compartida, estos artistas concretaron su pasión por la realidad vista desde el ojo del ser humano común en una pintura que, sin embargo, mantiene una elevada temperatura poética. Es algo particularmente obvio en la obra del gran maestro del realismo español del siglo XX, Antonio López (1936), cuya exhibición concita siempre un acontecimiento. El pintor de Tomelloso aporta un exquisito lienzo de tema rural, «Niño del tirador» (1953), un «Busto de Mari» en bronce (1962), un pequeño óleo de 1955 («La parra») y, en el centro mismo de la exposición, la tabla «La cena, 1971-1980», acompañada de un boceto en el que se aprecia su maestría con el dibujo y la proverbial minuciosidad con que afronta la preparación de su trabajo. María Moreno (1933) deja constancia de su exquisitez técnica en varios bodegones con flores y sendos paisajes del tranquilo entorno urbano de Chamartín en el que convive con Antonio López. La intimidad rigurosamente descompuesta y recompuesta protagoniza los óleos de Esperanza Parada (1928), mientras que su esposo, el escultor Julio López Hernández (1930), está presente a través de sendas esculturas de mármol y resina y bronces que llevan al bulto o al relieve personajes comunes y escenas cotidianas, dos de las cuales («La consecuencia» y «La estudiante de invierno») se exponen por primera vez en Gijón.

De Francisco López Hernández (1932) se muestran dos esculturas de tamaño natural en madera, otras dos figuras sedentes en bronce, un relieve en terracota, «Hospital» (1990) y un gran dibujo segregado de la obra anterior. Su esposa, Isabel Quintanilla (1938), expone dos delicadas composiciones horizontales -una marina y un paisaje castellano-, interiores y retratos de niños ejecutados en su entorno familiar.

La contundencia a menudo melancólica y no exenta de dureza de los paisajes urbanos de Amalia Avia (1930) contrasta con los interiores casi al borde de la evanescencia de Carmen Laffón (1934), de la que también se expone un exquistio bodegón en bronce. Y, finalmente, tanto Cristóbal Toral (1940) como Eduardo Naranjo (1944) dan muestra del modo en el que el realismo se aproxima hacia lo fantástico e incluso lo surreal -en el caso del primero- y hacia la hiperrealidad fotográfica, en el caso del segundo.