El reciente movimiento estadounidense del «Tea party» constituye la enésima demostración del individualismo protestante incubado en una cierta Norteamérica. La posibilidad de que el Estado del «socialista», «mentiroso», «musulmán» y/o «nacido en Kenia» Barack Obama amplíe la cobertura médica, emprenda políticas proteccionistas o subvencione cualquier tipo de actividad es considerada por estos patriotas disfrazados de colonos una violación inaceptable de su integridad americana. Esta desconfianza en las instituciones (que alcanzó el paroxismo en la masacre de Waco), novelesca, metafísica y peligrosa, se repite a lo largo de la historia del cine y, si obviamos al gobierno («top» en el «ranking» de conspiraciones fílmicas yanquis: «Los siete días del cóndor», «Poder absoluto» o «La conversación»), quizá sea el poder judicial el candidato que más minutos ha acumulado de celuloides sospechosos de su funcionamiento.

Enturbiando las muestras hollywoodienses en las que un sujeto interpreta la ley para entregarla, brillante y bien encerada, al resto («Doce hombres sin piedad»), se reproducen fórmulas en las que la institución judicial (jueces, abogados, fiscales) desnaturaliza la justicia y en las que esta última sólo puede ser devuelta por vengadores implacables a su «esencia», a ese lugar mítico alejado de las leyes malditas que unos pocos liberales (además, ninguno de ellos es Dios, ni cree en Él) imponen a los individuos. Precisamente éste es el caso de «Un ciudadano ejemplar», donde un hombre (Gerard Butler) sufre el brutal asesinato de su mujer e hija a manos de dos delincuentes. Obligado por el malvado sistema, aquí en la piel de su abogado (Jamie Foxx), a encarcelar a uno de los criminales y dejar en libertad al otro, el protagonista decide planear una venganza perfecta que arrase con todos ellos. Plantea el discurso de F. Gary Gray una inteligente degeneración de «El cabo del terror» (J. Lee Thompson), ese «B» «remakeado» por Scorsese años más tarde con Robert De Niro y Nick Nolte. En el clásico de 1962, el psicópata Max Cody (Robert Mitchum) buscaba la reparación de su condena en la aniquilación total (él + su familia) de ese abogado (Gregory Peck) que no le defendió como debía. Pero, mientras que J. Lee Cobb identificaba al espectador durante el metraje con el protagonista, en «Un ciudadano ejemplar» se trata (como haría Scorsese en su versión) de desmontar su figura. Primero nos hace justificar las acciones de vengador y después nos empuja, pecadores de nosotros, a que nos arrepintamos de esa elección.

Por encima del desarrollo de una trama enferma de efectismos, sí sorprende de Gray esa crítica velada al pobre cinéfilo que apoyaba la vendetta de su personaje principal de la misma manera que gritaba los cañonazos ochentero-neoliberales de los justicieros autorizados de turno (Bronson o Seagal). Atraviesa Gerard Butler esa barrera terrible de perturbar brutalmente el sueño de una niña y las justificaciones a su revancha comienzan a apagarse. El padre es menos padre y la venganza es menos válida. Lástima que esa transgresión malvada del director se vaya aguando a medida que avanza el filme y que la cinta, de un puñetazo al individualismo norteamericano, de un garrotazo al espectador, se convierta en minutos cualquiera con soluciones cualquiera.