Gijón, J. MORÁN

Varias convulsiones contemporáneas -desde la Revolución Rusa hasta el 11-S, pasando por el atentado de Juan Pablo II- han sido relacionadas con Fátima y su Tercer Secreto, cuyo contenido acaba de reinterpretar Benedicto XVI en su reciente viaje a Portugal. «La mayor persecución de la Iglesia no proviene de los enemigos externos, sino que nace del pecado dentro de la propia Iglesia», explicó el Papa, que daba de este modo una clave de interpretación únicamente hacia el interior de la Iglesia, alejada del terror bolchevique que empapó las apariciones de la Virgen en Cova de Iria, ante los pastorcillos Lucía, Jacinta y Francisco. La primera aparición se produjo en mayo de 1917, a los tres meses del brote revolucionario ruso de febrero, en el que abdicó Nicolás II.

Una interpretación en clave interna de la Iglesia la ofreció también el Papa Juan Pablo II en el año 2000, cuando hizo público el Tercer Secreto y relacionó sus imágenes apocalípticas con el atentado que él había sufrido el 13 de mayo de 1981, precisamente en la festividad de la Virgen de Fátima. No obstante, Benedicto XVI le ha dado ahora un enfoque más amplio a dicha visión: «El pecado dentro de la propia Iglesia» es la raíz del drama más reciente que hoy vive el catolicismo con los numerosos casos de pederastia del clero.

Sea cual sea el análisis del Tercer Secreto, una aparición mariana es casi siempre un quebradero de cabeza para la Iglesia, que teme su libre interpretación y suele no reconocerlas (caso de Garabandal, en Cantabria). Benedicto XVI lleva varios lustros peleándose con el Tercer Secreto mediante las armas de un teólogo más racional que emocional. En 1985, quince años antes de que se desvelase su texto, el entonces cardenal Ratzinger decía al periodista Vittorio Messori -en «Informe Sobre la Fe»- que «el Tercer Secreto no añadiría nada a lo que un cristiano debe saber por la Revelación; publicarlo significaría también exponerse a los peligros de una utilización sensacionalista».

Ratzinger conocía el paño y, sin embargo, el Tercer Secreto se hizo finalmente público. ¿Por qué y bajo qué condiciones? ¿Qué hizo el veterano cardenal y futuro Papa para evitar delirios interpretativos?

Un poderoso mecanismo autoprotege a la Iglesia de que un creyente afirme que la Virgen u otra entidad celeste le ha hecho una petición indeclinable y concerniente a todos los católicos. Dicho mecanismo, definido por el concilio Vaticano I, consiste en que la Revelación directa, pública y universal de Dios a los hombres -el denominado «depósito de la fe»- se cerró con la muerte del último apóstol. Nada puede añadirse ni sustraerse de dicho depósito, que va de Abraham a Jesucristo, y cuya custodia e interpretación queda reservada a la tradición y magisterio de la Iglesia.

Después, una vez cerrado el Nuevo Testamento, la Iglesia ha dado cabida a posibles visiones y revelaciones personales, casi siempre problemáticas, como sucede con las apariciones de Fátima. Un grupo de católicos, conocidos como «fatimitas», llegó a afirmar que Fátima incluso predijo la catástrofe del 11-S. O, lo que es peor, que el Vaticano ocultó durante 83 años el contenido del Tercer Secreto porque anunciaba la destrucción de la Iglesia. Y aun más: después de que Juan Pablo II revelara el secreto, los «fatimitas» acusaron al Vaticano de no haber dado a conocer el verdadero texto, ya que éste expresaba que dicha destrucción de la Iglesia será ejecutada porque ningún Papa ha obedecido el mandato de la Virgen transmitido por Lucía: el Pontífice, acompañado por todos los obispos de la Iglesia, tenía que «consagrar Rusia al corazón inmaculado de María».

Dicha consagración la efectúa Pío XII en 1942 y 1952. Sin embargo, Juan XXIII la elude, pero Pablo VI la ejecuta nuevamente en 1965. Y Juan Pablo II lo hace en 1982, 1984 y 2000. Fueron seis consagraciones que, no obstante, los «fatimitas» seguidores de Lucía consideraron inválidas, bien por que los papas no mencionaban claramente a Rusia, o bien por no realizarlas en presencia de todo el episcopado mundial. La hermana Lucía manifestó finalmente que la consagración de 1984 había sido «aceptada por el Cielo», pero la facción más extrema de los «fatimitas» sostuvo que el Vaticano había inducido tal asentimiento de la monja carmelita. Lo que en realidad había sucedido hasta entonces es que el Vaticano había querido tensar durante décadas las relaciones con la Unión Soviética a causa de dicha consagración. La «Ostpolitik» vaticana -movimiento diplomático de aproximación a los países del Este- chocaba con Fátima.

Cuando en 1981 Juan Pablo II sufre el atentado, los «fatimitas» invocan el Tercer Secreto para advertir de que los disparos de Ali Agca eran indicio de que el Vaticano corría peligro por no cumplir el mandato de la Virgen. En definitiva, cuando en 2000 el secreto fue finalmente revelado, la Santa Sede trató de neutralizar un movimiento que iba camino del cisma.

Fue entonces cuando el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicó el comentario teológico en el que distinguía entre la «revelación pública» -destinada a toda la Humanidad y expresada en la Biblia-, y la «revelación privada», caso de Fátima, que es creíble si se remite a la revelación de Dios, que es la única que exige la fe.

Aquel discernimiento de Ratzinger irritó a la facción radical, que seguía definiendo Fátima como «revelación pública y profética de la Virgen». Más aún: al año siguiente, tras los atentados del 11-S de 2001, los «fatimitas» aseguraron que «si Rusia sigue sin ser consagrada al corazón inmaculado de María, varias naciones serán aniquiladas».

Una parte del texto del Tercer Secreto dice que Lucía ve «a un obispo vestido de blanco (hemos tenido el presentimiento de que fuera el Santo Padre), y también a otros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas subir una montaña empinada». El obispo de blanco atraviesa «una gran ciudad medio en ruinas (...), rezando por las almas de los cadáveres que encontraba por el camino». Finalmente, el obispo «fue muerto por un grupo de soldados que le dispararon varios tiros de arma de fuego y flechas; y del mismo modo murieron unos tras otros los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y diversas personas seglares».

De aquella secuencia apocalíptica, Juan Pablo II tomó la imagen del obispo de blanco abatido por disparos. Por su lado, los «fatimitas» descubrían en aquella visión a la soldadesca bolchevique, o -décadas después- la aniquilación neoyorquina del World Trade Center, con «una ciudad medio en ruinas». Finalmente, Benedicto XVI ha sentenciado que los peligros de la Iglesia están dentro de ella misma y ése es hoy el único drama del catolicismo.

La plaza de San Pedro del Vaticano reunirá hoy, domingo, a miles de fieles que manifestarán su apoyo a Benedicto XVI, tras las polémicas por los casos de pederastia en el clero que han sido dados a conocer en los últimos meses en distintos países. Numerosas asociaciones y movimientos católicos han confirmado su asistencia. Será el segundo baño de multitudes del Pontífice, después del viaje de esta semana a Portugal y al santuario de Fátima, en la fotografía.