El mismo día en que llegó a Huntington (Virginia Occidental, Estados Unidos) a vender su evangelio de la buena mesa, el cocinero británico Jamie Oliver lloró amargamente al darse cuenta de que no lo entendían. Rod Willis, un locutor de la radio local, le advirtió de que su campaña televisiva sobre los buenos hábitos alimentarios en el estado del carbón estaba condenada al fracaso. «Aquí no necesitamos a nadie que nos venga a decir que tenemos que comer lechuga -bramó Willis, entre anuncios de snacks y pastelería industrial- sobre todo cuando hay muchos otros pueblos poco saludables en América». En la pequeña e histórica ciudad minera, habría que remontarse a los casacas rojas de Jorge III para recordar peor recibimiento a un inglés. De hecho, el locutor preguntó a través de las ondas quién había hecho rey al cocinero intruso.

Oliver, un chef tan admirado por el público en general como odiado por los exquisitos, había elegido Huntington por hallarse en el corazón del paraíso de los gordos de Estados Unidos: un lugar donde más del cincuenta por ciento de la población es obesa. Donde en los colegios, a los escolares se les da para desayunar, un día sí y otro también, pizza y Pepsi Cola, y para comer congelados de pollo frito. En el que los niños, antes de que Oliver se lo explicase, no sabían diferenciar entre un tomate y una patata, y ponían cara de susto ante una berenjena.

El «reality show» de Oliver de la revolución alimentaria se grabó para la ABC en los últimos meses de 2009. Los primeros días los escolares seguían prefiriendo la pizza grasienta precocinada y los «nugets» al pollo al horno cocinado por el popular chef británico, que tuvo que enseñarles, además, a utilizar el tenedor y el cuchillo ya que los alumnos entre cinco y catorce años sólo tenían a su disposición cucharas de plástico para comer los fritos de pollo deshuesados. «¿No me irá decir que en Inglaterra en los comedores de los colegios se reparten cuchillos y tenedores?», le preguntó una de las empleadas del centro elegido para la experiencia piloto en televisión. «Sí», respondió Oliver con firmeza. «¿Qué tiene de malo la comida precocinada? ¿Acaso en Gran Bretaña no existe?», volvieron a preguntarle. «Sí existen y también los asesinos», replicó, angustiado y desabrido el mediático cocinero de Essex.

En Huntington, hay un 45 por ciento de adultos obesos y la mitad de ellos ha perdido su dentadura - lo. En un supermercado, se pueden encontrar 160 clases de galletas. Virginia, en su conjunto, cuenta con más de 50.000 locales de pizza, dejando claro que lo que en Estado Unidos se entiende generalmente por pizza no tiene mucho que ver con el pan horneado que se puede en comer Roma, Nápoles u otros lugares de Italia. La obesidad, que en otra época se asoció a la opulencia se explica en Estados Unidos en términos de ahorro. Una hamburguesa con queso fundido cuesta 99 centavos en un Mc'Donalds, mientras que un supermercado la cabeza de brócoli sale por 1,75 dólares.

David Letterman, el famoso presentador de «talk shows» tampoco dio demasiadas esperanzas a Oliver «Estamos una cultura dominada por la alimentación poco saludable», le dijo al inglés que quiere enseñar a los americanos a comer. Una ecuación, por otra parte, algo endemoniada.