La prensa mundial daba cuenta ayer de una sensacional noticia: «Venter crea una célula de laboratorio», titulaba LA NUEVA ESPAÑA. Las informaciones se refieren a una bacteria que, generada tras la sustitución de su genoma por otro construido ex profeso, no sólo seguía viva, sino que se comportaba de manera semejante a su progenitora. Esto, añaden, abre el camino a la obtención de microorganismos a la carta.

En realidad, estamos ante un paso más de la aventura que denominamos ingeniería genética, iniciada en 1973 con la clonación del primer gen. Gracias a ella, se ha podido universalizar la vacunación contra la hepatitis B o tratar a millones de personas diabéticas con insulina.

El logro al que nos referimos es impresionante en términos biológicos y abre expectativas de aplicación importantes, aunque no inmediatas. Para explicar el significado de este avance, quisiera comparar a las células con las personas. Salvando las distancias, el genoma de las células es como nuestro cerebro. En ambos reside el centro de mando que gobierna las actividades del individuo. Ahora bien, las órdenes que emite el cerebro/genoma han de ser ejecutadas por los miembros y órganos en el caso de las personas, y por los componentes del citoplasma de las células. Lo que han hecho Venter y sus colegas ha sido como un trasplante de cerebro, es decir, han metido un genoma extraño en una célula, la cual, a partir de ese momento, ejecuta las órdenes de su nuevo centro de mando. En realidad han hecho algo más, han fabricado esa especie de cerebro celular aprovechando que se conoce su estructura.

No se le escapará a nadie que los planos que se usaron para fabricar ese genoma artificial podrían ser modificados mediante la introducción de elementos de otras células que lleven a cabo trabajos complicados; por ejemplo, «comerse» el petróleo procedente de los vertidos accidentales al mar.

Ahora bien, las dificultades tecnológicas para conseguir estos nuevos microbios son muy grandes aún. Este trabajo se ha hecho con micoplasmas, que son las bacterias que tienen los genomas más pequeños de todos, lo que supone una ventaja, porque son los más fáciles de copiar. Sin embargo, a la larga podría ser un inconveniente porque son células muy delicadas y exigentes, lo que dificulta enormemente su uso. En consecuencia, estos experimentos deberán reproducirse, previsiblemente, en bacterias más robustas, capaces de multiplicarse en el medio ambiente y de propagarse rápidamente en los medios industriales.

El problema a este respecto es doble. Por un lado, el genoma de estas bacterias es mayor que el de las micoplasmas y, por tanto, más difícil y caro de construir. Por otra, las micoplasmas son las únicas bacterias que no poseen una pared por fuera de las células, y dicha pared previsiblemente dificultará la penetración de los genomas artificiales en su interior.

Para terminar, quisiera hacer mención a un dato que seguramente habrá llamado la atención a los lectores con formación biológica: las bacterias no tienen núcleo. Por consiguiente, no se puede extraer el genoma natural de la célula antes de introducir el artificial, y eso implica que ambos coexisten en un mismo citoplasma. Sin embargo, parece ser que la célula con los dos genomas se «cree» que ha duplicado su propio ADN y, por ello, inicia la división celular, dando lugar a dos células hijas, una igual a su progenitora y la otra con el nuevo genoma.