En cuanto se produce el suceso -la muerte de Michael Jackson sirve como un ejemplo óptimo-, se activa la propagación vírica de internet. De inmediato, el motor de búsqueda que monopoliza la red dispara las páginas sobre el particular, en el rango de cientos de miles. En sólo unos segundos, el material en torno al acontecimiento desborda en tomos el contenido de cualquier enciclopedia. El periodista o ciudadano, porque son cada vez más inconfundibles, se relame ante un diluvio que completará su percepción poliédrica de un fragmento clave de la actualidad. Imaginen su chasco al comprobar que los canales electrónicos se limitan a reciclar infinitamente una sarta de «al parecer» y «según algunos rumores», carentes de una sola aportación original. Por no hablar del wikiperiodismo, que arranca la noticia del óbito desde la fecha en que se casaron los padres del difunto. Esa torre babélica se resume fácilmente en cuatro palabras. «Michael Jackson ha muerto», tal vez.

La información ha sido sustituida por la confirmación. Internet triunfa porque ha inducido la sensación de hartazgo con mayor habilidad que cualquier otro espectáculo de variedades. El ingente trabajo de bucear en las montañas de documentación repetitiva se aliviaría desplazándose al lugar de los hechos, aunque se hallara en el otro extremo del mundo. Al borde de la desesperación, el lector avisado acude finalmente a una cabecera respetable, para obtener una versión sintética de lo ocurrido, sin demasiadas faltas ortográficas o sintácticas. Pese a ello, no faltarán los académicos que dediquen meses a analizar las carencias de un artículo escrito forzosamente a vuelapluma.

La manifestación estándar de la individualización de internet es el blog, que infla pero no llena. Antes que presumirle virtudes literarias, habría que incluirlo en la categoría de enfermedades del ego. En lo tocante al pretendido régimen asambleario que propicia la bitácora personalizada, la mitad de los autores de comentarios de internet no han leído el texto que les sirve de raíz, pese a que presumen de haber democratizado el acceso al análisis. La inmensa mayoría de las opiniones se centra en llamar nazi al autor -un insulto tan frecuente que podría concluirse que internet la está escribiendo Hitler-, y en afearle que se atreva a poner su ignorancia al servicio del asunto en cuestión. La red, que debía suponer la libertad de hablar de cualquier cuestión, censura en manada a quienes ejercen ese derecho.

La información es una magnitud física, no un absoluto. Aumenta conforme decrece la probabilidad de un suceso, por lo que debe multiplicarse en los más improbables, hoy denominados cisnes negros. La abundancia de datos no exime de una ardua extracción, tan sacrificada como la minería. Sin embargo, la comunicación actual se ciñe al primer párrafo de un comunicado de agencia, sin exploración adicional. Para combatir esa reiteración, José Luis Aranguren anticipó el concepto de «dieta de información». Frente a la bulimia incitada por internet, no está mejor informado quien más consume, sino quien selecciona con tino la nutrición adecuada a sus necesidades.

Internet desprecia la calidad de la experiencia. La página web de un museo condena a la institución susodicha a la obsolescencia, con la paradoja de que la intención inicial museística consiste precisamente en el rescate del pasado. Se dice que la información interminablemente repetida en la red cuenta con la ventaja de los recursos audiovisuales. Verbigracia, un ciudadano occidental ha visto cientos de veces las imágenes del 11-S. Si Baudrillard viviera, ya podría calificarlas en propiedad de tediosas. Durante el tiempo desperdiciado en la contemplación acrítica de la caída de las torres -hasta crear la ficción de que necesitan del auxilio del espectador para desplomarse-, se podría haber leído con aprovechamiento «La torre elevada», el excelente reportaje periodístico de Lawrence Wright que constituye el libro del génesis, éxodo y apocalipsis de Al Qaeda. Localizar la actualidad entre la hojarasca electrónica equivale a condimentarla en la antigua realidad tridimensional. El periodismo es la profesión especializada en el afloramiento de ese nivel intermedio, entre la crudeza de los datos y la cocción intransferible a cargo de cada consumidor.