La concesión del premio «Príncipe de Asturias» de Ciencias Sociales al grupo de arqueólogos y demás científicos que trabajan desde hace más de cuarenta años en el yacimiento chino de Xi'an ha despertado en mi memoria los recuerdos, aletargados pero bien vivos, de uno de esos viajes para los que el calificativo de inolvidable no supone ni una exageración ni una impostura.

Ocurrió hace ya casi trece años, al final de 1997, por una deferencia del grupo Alsa, pionero español en la detección de los cambios que se estaban produciendo en la China pos Mao y de las oportunidades que conllevaban. El principal atractivo del viaje era, claro está, poder asomarse a un país que, por desmesurado en todo -historia, población, cultura, lejanía- resultaba legendario. Si la realidad no desmintió las expectativas, la armonía y buena disposición del grupo astur-murciano que bajo la amable dirección de José Cosmen Menéndez-Castañedo afrontó el intenso programa contribuyó a hacerlo definitivamente placentero. Bi Hua, la guía de buena parte del recorrido, una jovencita de 26 años, lista como el hambre, que hablaba un excelente español pese a no haber salido nunca de China, pudo afirmar que nunca le habían cantado tanto. Fue, en verdad, un viaje muy musical. Yo mismo pasé por la experiencia feliz de poder ampliar mi repertorio con una canción extraordinaria, de la que me convertí desde entonces en convencido propagandista, «La Capitana», de Carlos Rubiera. Lo curioso es que me la aprendieron -utilizó el término en su acepción asturiana- dos gallegos, José Emilio Fariza y Felipe Bello, en el vestíbulo del hotel Jian Guo, de Pekín, poco después de que Juan Mari Urquiola nos hubiera deleitado con un breve concierto de piano.

Otros guías no tuvieron en nuestro grupo la misma acogida que la vivaz Bi Hua. El que nos acompañó en Xi'an, pesado a fuer de entusiasta, llegó a abrumar tanto a los aquel día adormilados viajeros -la jornada había comenzado a las cuatro y media de la madrugada- con su perorata sobre un antiguo emperador que uno de ellos, en venganza, caricaturizó al héroe, que vio transmutado su imponente nombre de Shihuang Qin por el más confianzudo de Chus Joaquín, que era casi su transcripción fonética. El hallazgo hizo fortuna y así, cada vez que mentaba al ya emperador Chus Joaquín, en el autobús se producía una verdadera algarabía, para desconcierto del pobre guía, que, sin duda, no podía entender que alguien tomara a broma a un personaje tan importante.

Porque importante fue sin duda Qin Shihuang, el primer emperador de toda China, pues fue quien, en el siglo tercero antes de Cristo y como consecuencia de sus éxitos militares, unificó políticamente el enorme territorio, hasta entonces dividido, lo sometió a una férrea disciplina, que incluyó la quema de libros y, en fin, fundó la primera dinastía imperial, la Qin. Su nombre pervivió en la historia, pero nadie sospechaba que, además de su propio cuerpo, hubiera dejado enterrado, en una tumba que se suponía fastuosa, un enorme recordatorio material de su poderío. Esa herencia empezó a emerger en la primavera de 1974, en un lugar de la llanura que rodea la ciudad de Xi'an, cuando un campesino que trabajaba en unas obras de regadío tropezó con su azada en un objeto duro y comprobó -al principio con espanto- que no se trataba de una piedra sino de una pieza de barro con forma de cabeza humana. No era un demonio, como pensó inicialmente el campesino, sino la representación de un guerrero de dos mil años antes. El ejército de terracota de Xi'an comenzaba a emerger.

Ni siquiera hoy sabemos que haya resurgido del todo, pues aunque han aparecido ya más de ocho mil guerreros, todavía se siguen desenterrando nuevos ejemplares. Los últimos, hace poco, unos soldados jóvenes que conservan en sus atuendos una policromía que los diferencia del resto de la tropa, modelados en un barro de color entre grisáceo y marrón. Describir esas figuras es hoy superfluo, pues se han convertido en objetos enormemente populares en todo el mundo. También es sabido que, aunque los cuerpos, de tamaño natural, de esos arqueros, ballesteros, infantes y jinetes se fabricasen con moldes específicos para cada una de las categorías, todos los rostros son distintos, como si se quisiera expresar que el ejército es auténtico, es decir, formado por individuos diferentes, como diferentes, y exclusivos, son, en sus representaciones, los oficiales, generales y hasta un identificable estado mayor. Y esa, o muy parecida, es la sensación que se percibe cuando se penetra en la enorme nave donde esa tropa, vestida con robustos y elegantes uniformes, está dispuesta a lo largo de ocho o nueve enormes trincheras longitudinales, como si fuera a salir de un momento a otro a combatir por su todopoderoso señor.

Y es que están ahí para defender su descanso eterno. Porque lo realmente fascinante del yacimiento de Xi'an es que falta por aparecer lo más importante: la tumba del emperador. O, mejor dicho, falta por ser sacada a la luz, porque se sabe perfectamente donde está. A kilómetro y medio del lugar donde se encuentran los guerreros se alza una colina perfectamente cónica de unos 45 metros de altura, cubierta de árboles. Bajo esa enorme capa de tierra reposa el emperador Qin Shihuang, rodeado, según las referencias históricas, de lo que, por el momento, es una enorme incitación a la imaginación: la reproducción del Universo con todas sus maravillas.

Si el descubrimiento de los guerreros de terracota ha sido comparado, desde la perspectiva de la importancia arqueológica, con el hallazgo de la tumba de Tutankamon ¿qué no se podrá esperar de la exhumación de la tumba de Qin, ya que aquél no deja de ser un monumento vicario de ésta? Dicen que la excavación de la tumba podría comenzar este mismo año. Si no se ha hecho antes, ha sido por prudencia, para evitar riesgos que podrían ser desastrosos. En el ánimo de las autoridades chinas y de los propios arqueólogos pesa la frustrante experiencia que supuso el comienzo de la excavación de las tumbas de Shisan Ling, donde están enterrados trece emperadores de la dinastía Ming. Cuando los arqueólogos alcanzaron la primera, las riquísimas telas que formaban parte del ajuar funerario se volatilizaron al entrar en contacto con el aire. La excavación de las otras doce tumbas quedó pospuesta para cuando haya garantías técnicas de que pueda hacerse con total seguridad de los contenidos. Es la misma cautela que ha pospuesto intentar el descubrimiento de las riquezas de todo tipo que acumuló Qin Shihuang para que le rodearan en su última morada. Debía de estar convencido de que sería definitiva, por eterna, ya que ordenó empezar a construirla al año de subir al trono. Las obras duraron tres décadas, a pesar de que trabajaron en ellas centenares de miles de personas.

Según Confucio, que vivió tres siglos antes que Qin, los emperadores eran una especie de legatarios del Cielo y estaban por tanto obligados a ser los primeros ejercitantes de la virtud, pero no fueron muchos los que respondieron a ese modelo. Por el contrario, fue frecuente que su megalomanía no conociera límites y que no pusieran barreras a una despótica crueldad para satisfacerla. Un emperador de la dinastía Ming, durante cuyo reinado la porcelana alcanzó la mayor perfección conocida hasta entonces, ordenó matar a todos los artesanos para que nadie en el futuro pudiera igualar lo que se había conseguido durante su reinado. La construcción de la Gran Muralla China, obra tan descomunal como inútil, fue una maldición para las generaciones de chinos que trabajaron en su construcción en medio de penalidades sin cuento.

El emperador estaba literalmente por encima de los hombres. En la Ciudad Prohibida de Pekín sus pies no tocaban el suelo cuando salía de palacio. No estamos hablando de tiempos remotos, sino del siglo XV para acá, pues ese enorme recinto palaciego fue terminada en 1420. La senda que seguía la comitiva imperial está labrada con bajorrelieves de dragones y el emperador pasaba sobre ella en palanquín. Por las noches recibía en su dormitorio la visita de las concubinas. Desde un lugar discreto, que hoy se enseña a los turistas, un funcionario registraba las cópulas imperiales, anotando el nombre de las que se subían a la real cama.

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