Uno de los argumentos que se han utilizado para justificar la retirada del crucifijo de las aulas escolares es que la religión es un asunto privado. Previsiblemente se volverá a utilizar el mismo argumento para fundamentar la nueva ley de libertad religiosa que el Gobierno socialista tiene en cartera. Y, sin embargo, el argumento no puede ser más falso, pues la religión mayoritaria conforma la vida pública.

La conexión entre religión dominante y sociedad es una constante histórica. En el occidente cristiano, la fe en Jesucristo ha sido el fundamento de una serie de valores que hoy damos por supuestos, tales como la dignidad de cada persona o la separación entre Iglesia y poder político. También ha inventado la Universidad y ha edificado monumentos de gran belleza como las catedrales. Además, en su preocupación por el necesitado, ha posibilitado la construcción de hospitales y la creación de órdenes religiosas dedicadas al cuidado de enfermos, ancianos o desamparados. En el mundo islámico, la unión entre religión y vida pública ha sido y es aún más estrecha, pero también es fácilmente perceptible en los países donde el budismo o el brahmanismo son mayoritarios. El fenómeno es tan común que resulta difícil encontrar casos en los que fe y cultura estén disociadas. Incluso en los países comunistas, donde el ateísmo funciona como una religión, también se encuentra una estrecha ligazón entre credo oficial y vida pública.

Sin embargo, en la España actual, donde el 75% se declara católico, a muchos les parece que, efectivamente, la religión es un asunto privado. Por qué se ha llegado a esta conclusión probablemente requiera un estudio cuidadoso, que seguramente debería tener en cuenta factores como la secularización de la propia Iglesia, el laicismo agresivo de algunos partidos políticos y la pusilanimidad de otras formaciones políticas.

En todo caso, puede que lo más urgente y necesario sea pensar en lo que le ocurriría a nuestra sociedad si la Iglesia dejara de existir o se debilitara gravemente. Lo más probable es que la sociedad evolucionaría hacia un destino inquietante.

En primer lugar, se observaría la desaparición de las organizaciones católicas, donde los voluntarios se mueven por la fe, que a la larga resulta mucho más poderosa y estable que los buenos sentimientos. No es difícil imaginar que en esas circunstancias las crisis económicas tendrían efectos sociales devastadores; baste pensar cómo se estaría ahora en España sin Cáritas y otras redes asistenciales católicas similares.

Otro efecto fácil de prever con la desaparición de la Iglesia es un drástico descenso de la población nacional. Sin católicos que cuiden física y espiritualmente a ancianos y enfermos, es previsible que aumente el número de personas que sufren sin esperanza y con ello el número de suicidios y eutanasias crecería de modo alarmante; de hecho, el suicidio ya se ha situado como una de las principales causas de mortalidad juvenil. La disminución de familias católicas, unida al avance de la mentalidad anticonceptiva y al auge del aborto, agravaría aún más la actual tasa de natalidad negativa, completando así el suicidio demográfico colectivo.

En lo que respecta a la educación, no hace falta hacer demasiadas predicciones, el progresivo descenso de la influencia católica en la sociedad española en los últimos años nos ha traído una realidad bastante dura: niños y adolescentes sin voluntad o salvajemente competitivos, rendición sumisa al hedonismo embrutecedor basado en la sexualidad despersonalizadora y en el alcohol (y otras drogas), etcétera. Y como parece que lo que se ve no es suficiente, se promueven leyes para adoctrinar en la amoralidad más absoluta a nuestros hijos y desde la más tierna infancia.

Por otra parte, sin la Iglesia ¿qué contrapeso ofrecerá la sociedad a las tendencias absolutistas de los políticos? En este punto una mirada desapasionada a la historia puede ser muy útil. En efecto, el estudio del pasado nos revela la existencia de numerosos eclesiásticos que se enfrentaron al poder político defendiendo derechos básicos de los súbditos. También pone de manifiesto que los gobernantes católicos nunca se han atrevido a tomar decisiones particularmente perniciosas para la población como se ha hecho en otras culturas. Así, en territorios de mayoría católica no ha habido masacres como las observadas en otros lugares (desde los sacrificios aztecas a la hambruna programada por Stalin contra los agricultores ucranianos). Pero es que, además, en las acciones de gobierno ordinarias ha regido un mínimo de racionalidad y responsabilidad. Por ejemplo, es inimaginable que un rey católico fuese capaz de tomar una decisión como la de aquel emperador de la dinastía Ming que mandó destruir completamente la magnífica y poderosa flota china, muchísimo más avanzada que cualquiera otra europea de la época y que controlaba el mar Índico hasta la península Arábiga.

Desgraciadamente, a lo largo de la historia del catolicismo ha habido y hay malas acciones y personas perversas, incluso terribles deficiencias estructurales, pero cabe afirmar con toda rotundidad que siempre han sido y son debidas a desfallecimientos en el seguimiento de la doctrina del crucificado, cuando no a simples limitaciones humanas. Aun así la comparación histórica nos enseña que las sociedades no cristianas conllevan siempre más dolor y sufrimiento.

Cabe, pues, preguntarse si al día de hoy los españoles se han dado cuenta de los riesgos que corren ellos y sus hijos permitiendo que los enemigos de la fe católica vayan tomando decisiones contrarias a toda razón. Parece que sí, pues una parte sana de la sociedad ha empezado a tomar conciencia de la realidad de lo que acontece y ha comenzado a tomar medida pacíficas pero contundentes para poner freno a tan graves males. Quizás sean demasiado pocos, todavía.