Hablar o escribir de forma global y breve acerca de la obra de un gran pensador es difícil. ¿Cómo resumir o extractar un trabajo de varias decenas de años, plasmado en otras tantas decenas de libros, que conforman una obra de gran riqueza temática? Pues bien, ésa es la tarea a la que los científicos sociales nos vemos periódicamente convocados por los medios de comunicación, cuando un ilustre colega fallece o es reconocido con un premio prestigioso. Éste es el caso que ahora me ocupa: glosar la obra de Zygmunt Bauman. Las líneas que siguen, pues, son necesariamente selectivas, y eso quiere decir, en buena medida, subjetivas.

Creo que hablar o escribir de Bauman significa pensar, sobre todo, en dos grandes líneas de análisis: por un lado, el de la modernidad clásica, industrial y estatalmente regulada; por otro, el de la modernidad tardía o avanzada, articulada en torno al consumo y a la dimensión crecientemente global de unas estructuras y unos procesos sociales cada vez más desregulados.

La modernidad clásica, hija de la revolución industrial, las revoluciones burguesas y el pensamiento racional, representa para Bauman el triunfo histórico del espíritu calculador, instrumental, puesto al servicio de un valor fundamental: el del bienestar y la seguridad individual. Pero Bauman considera que este espíritu nunca consiguió moldear por completo el mundo de acuerdo con su pretensión racional-calculadora. Demolido el orden tradicional, el moderno se instala sobre una precariedad autoproducida, porque, en su afán de dominarlo todo mediante la racionalidad calculadora y reglamentadora, se somete a sí mismo a una constante superación de sus pautas, sus normas y sus cálculos previsores. El orden moderno, pues, es ambivalente: quiere el orden y la certidumbre, pero lo busca de un modo que genera desorden e incertidumbre.

De esta dialéctica nace una figura que, a modo de sombra, recorre como un espectro la modernidad: la del extraño, que encarna lo no racionalizable, lo no administrable, lo preferiblemente excluido pero imposible de separar de aquello que resulta familiar a fuerza de racionalizado y administrado. La extrañeidad es, pues, consustancial a la modernidad, y con ella la proclividad a convertir a la figura que la pueda encarnar en el chivo expiatorio de todos los malestares y miedos que genera la congénita ambivalencia de la modernidad. De ahí que Bauman viera en el Holocausto no un residuo de la barbarie, sino un fenómeno característicamente moderno. El cuidadoso diseño y la ejecución de la «solución final» lo confirmarían: se trataba de un riguroso plan industrial de exterminio, inconcebible en una sociedad premoderna.

De esta misma dialéctica entre orden y desorden, característica del mundo moderno, emerge lo que será la segunda gran línea de análisis de Bauman: la de eso que unos llaman posmodernidad, otros segunda modernidad o modernidad tardía, y él ha denominado «modernidad líquida». La lógica de desarrollo de la sociedad moderna, y en particular de su economía, ha deparado el tránsito de una sociedad industrial, de productores, a una sociedad del consumo, de consumidores. Con él, la seguridad cede su posición de privilegio en el orden simbólico a la libertad: ante todo de consumo, pero alrededor de él también de movimiento y de estilos de vida.

Uno de los resultados fundamentales de esta gran transformación experimentada por la sociedad moderna en la parte final del siglo XX es la individualización extrema de las formas de vida, flanqueada por la «licuefacción» de instituciones, biografías e identidades, así como por una cierta trivialización de lo extraño.

Las instituciones sociales han perdido su vieja (y, probablemente, sobreestimada) solidez, y con ella su capacidad de ofrecer a individuos y colectividades un marco de referencia estable para sus acciones y proyectos. En consecuencia, unos y otras han de asumir el reto de la permanente composición de sucesos y episodios de duración cada vez más corta y de difícil encaje en algo susceptible de entenderse como una carrera vital o un proyecto colectivo. En una vida y una sociedad devenidas más y más fragmentarias no resulta extraña la creciente glorificación de valores como la flexibilidad y la adaptabilidad. Como tampoco debería resultar extraña la creciente importancia de la búsqueda de la identidad, tanto individual como colectiva, aunque ahora de una índole completamente distinta: frente a las tradicionales identidades adscriptivas, que nos localizaban de forma inmediata y clara en la sociedad, las nuevas son electivas, y precisan de todo un cuidadoso proceso de construcción. De ahí, por ejemplo, las radicales diferencias que, con extraordinaria agudeza, ha descubierto Bauman entre el comunitarismo tradicional y el posmoderno. Al igual que extraordinariamente agudo es también su análisis de cómo la moda y el turismo han convertido lo diferente y no familiar en objeto de consumo trivial y rutinario.

No obstante, lo extraño no ha perdido su tan primordial como oscura y negativa relevancia en la sociedad: la inmigración, el terrorismo global y la criminalidad incomprensible, por ejemplo, son fuentes de nuevos miedos: los miedos «líquidos», mucho más difusos, amorfos y, por tanto, más difíciles de tipificar, calcular y prevenir.