«A comienzos de los años noventa se pusieron de moda los ángeles. Una encuesta en la revista "Time" de 1993 confirmaba que el 69% de los norteamericanos creían en la existencia de estos seres sobrenaturales, y que un 32% afirmaba haber sentido personalmente alguna vez en su vida la presencia de una o más de estas criaturas». Teniendo en cuenta que el libro que contiene esta cita, «El planeta americano» (Ed. Anagrama), de Vicente Verdú, fue escrito en 1996, hay que concluir que los ángeles están de capa caída. Los muy desgraciados han sido sustituidos, en el afán goticoadolescente del personal posmoderno y «cool», por los vampiros (y, en días «guarretes», por los zombies); en definitiva, han sido expulsados del imaginario posapocalíptico del XXI... ¡vaya por dios (que es su Jefe)!

En los relatos bíblicos, bien como mensajeros, bien como caídos, se nos daba buena nota de la existencia de estos seres voladores. En cambio, no hay rastro de ellos en los últimos conatos fílmicos de fin del mundo («La carretera», «El libro de Eli», «La niebla»), ni en las recientes representaciones de cielo metafísico «cuco» («Desde mi cielo»)... y, ¡ay, qué pena!, tampoco buscamos un rato para recordar a ese ideal pop que encarnó, cadáver exquisito, John Phillip Law en «Barbarella».

Con el tinte a seudo «B» que ya poseía una de sus predecesoras, «La profecía» (una cinta que llegó a trilogía de manos de Christopher Walken ¡y Jennifer Beals!), Scott Stewart cuenta la llegada del «The end» global a una gasolinera donde se entrecruzan varios personajes arremolinados alrededor de un ángel que llega a proteger a la madre del Salvador. Sin la potencia de la extraordinaria «La niebla», también con sus habitantes enclaustrados en un límite, «Legión» funciona cuando acepta su condición y rechina cuando reniega de ella. En su vertiente descarada de película de terror, los logros no son pocos: perturbar la inocencia (un niño, una anciana) y adentrarse en el horror; rescatar del olvido los aluviones de insectos de cualquier plaga; o poner la palabra de Dios al alcance de profetas extremos y sobreactuados (un estupendo Charles S. Dutton).

El defecto del largometraje se hace especialmente evidente en el tramo final, al tomarse Scott Stewart demasiado en serio su material. Por mucho que nos haga gracia esa cita angélica de una canción de sus satánicas majestades («But if you try sometimes well you just might find / You get what you need»), la impostada trascendencia en la que cae a medida que avanza (ese pétreo Paul Bettany, esas referencias burdas), convierten a «Legión» de divertido filme «B» a tontería de clase «A».

Uno de los mejores intérpretes del terror venidero, ése que nos asaltaría en el siglo XXI y que se define por el miedo al contagio (a la cercanía del otro, del sucio desconocido; al derrumbe de la confianza en la asepsia higiénica del mundo), fue George A. Romero. No contento con explorar únicamente ese horror (ya lo había diseccionado en «La noche de los muertos vivientes»), utilizó su «The crazies» de 1973 como una doble pantalla al futuro, explorando además otro territorio común a nuestras paranoias posmodernas: las teorías conspirativas. Retomaba el cineasta su manifiesto político en el que, por acción humana (como buen norteamericano, por acción de un gobierno «alejado del pueblo»), el salvajismo reconquistaba la realidad capitalista, legal, «estructurada» con el objetivo de restaurar el verdadero "orden" armónico: el natural. Y sólo desde allí (en caminos arrasados, en casas perdidas en medio de la nada) se podría comenzar a adivinar una reconstrucción, un porvenir.

Con ese regreso al virus que aniquila el contrato social y que trastoca «La noche de los muertos vivientes» de serie «Z» a tratado filosófico, Romero vuelve también a una pequeña ciudad norteamericana en la que algunos de sus habitantes empiezan a comportarse de forma violenta. En paralelo, el ejercito, causante del caos por el derrame de un agente tóxico en un lugar próximo, ejecuta un plan para eliminar a todos los infectados. Un material de «remake» perfecto que Breck Eisner se encarga de ejecutar en el estreno de igual título. El aumento de presupuesto, que desnaturalizaba similares revisitaciones («Las colinas tienen ojos»), no chirría de la manera que se esperaba ya que la versión de 1973 no apoyaba su discurso en argumentos con caducidad, como los terrores «camp» o las algaradas setenteras, sino en motivaciones mucho más consistentes. Timothy Oliphant, un actor de registro limitado (las dobleces interpretativas, le ocurría en la serie «Daños y perjuicios», no le sientan bien), sí consigue aquí un retrato convincente, capaz de sostener el desarrollo al lado de la desaprovechada Radha Mitchell. Ellos sufren la degradación de un pueblo, que va de un clásico y estable «We'll meet again» de Johnny Cash, al sonido hospitalario de la maquinería militar. La irrupción del horror en la nada cotidiana (ese partido de béisbol que hemos vivido todos) se dirige, imparable, a la destrucción total. Frente a Romero, el guión de los habituales del género Wright & Kosar acentúa la incorporeidad de un ejercito (ahora sí nos ataca la contemporaneidad) que observa y, a lo lejos, en su atrofia emocional de «screens» y puntitos, bombardea. Probablemente, lo único que haga titubear al «remake» de Eisner sea que la potencia de su primera parte aplaque a un endeble segundo acto. Qué le vamos a hacer; de media, bien.