Dieciséis años son muchos años. El mismo Maximiano Valdés reconocía meses atrás que había llegado el momento de que la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias (OSPA) experimentara nuevos cambios, tras su período como titular, de una duración poco habitual en la trayectoria de un director. Así, su última etapa con la Sinfónica asturiana coincidía con mis comienzos al frente de la crítica de los conciertos en Oviedo, desde esta tribuna de LA NUEVA ESPAÑA.

Max es una figura clave para la música clásica en Asturias. Ésta es una opinión unánime. Y, por todo lo que significaba para el crecimiento cultural de la comunidad, infundía gran respeto, sobre todo para alguien que, como yo, acababa de llegar. Sin embargo, me ayudó a ser aún más consciente del valor y del compromiso del trabajo del crítico musical en la prensa que, desde la independencia en sus juicios -aunque éstos a veces no sean por todos compartidos-, necesita integrarse plenamente en un proyecto común en beneficio del arte.

No me toca valorar, por edad y años de experiencia en este «proyecto», una trayectoria como la de Valdés. Otros ya lo han hecho debidamente. Pero sí la situación en la que deja «su orquesta», como resultado de una etapa crucial para la música asturiana. La OSPA es hoy una formación estable y flexible, perfectamente dispuesta para ampliar sus horizontes artísticos. La apertura geográfica, del repertorio, y el crecimiento interno de su plantilla deben ser objetivos a tener en cuenta a partir de la labor desarrollada hasta ahora por Valdés. Hasta que se entregue de nuevo la batuta, ilusión, expectativas y reflexión deben dirigir el proceso en este paréntesis, con la mirada puesta en el futuro.

Un ejemplo de la buena salud de la OSPA fue el concierto del viernes, en el que Valdés se despidió en el Auditorio como titular de la orquesta. Pero no es un adiós definitivo, sino un «hasta luego», porque el director quiere mantener su relación musical con Asturias. Dieciséis años son años. Y muchos los amigos y seguidores que ha hecho en Asturias.

El concierto del viernes se vivió con una emoción renovada desde todas las partes en el escenario, y a través de dos obras que marcaron los comienzos de Valdés con la OSPA. En una primera parte, que se destacó asimismo en el concierto, Valdés dirigió una Quinta sinfonía de Beethoven al tiempo vigorosa y ponderada en su construcción, desde el conocido arranque del «Allegro con brio», movimiento equilibrado en sus contrastes y lleno de retórica, sin exagerar los efectismos. La cuerda y el viento madera ofrecieron lo mejor de sí en el lírico «Andante», mientras que la plantilla se encontró a la perfección en la elaboración del «Scherzo», flexible en las dos partes diferenciadas que presenta el movimiento, que enlaza a su vez con el «Allegro» final, en un sentido conclusivo de la tensión dramática que la OSPA supo traducir de forma brillante y conclusiva, en una concepción global de la sinfonía.

El mismo sentido interpretativo siguió otra «Quinta», la de Chaikovski, que sonó con tensión sentimental controlada y un desarrollo del material sonoro bien calibrado, en una obra influida por la escuela alemana de composición. La OSPA, con Valdés al frente, cuidó la lúcida orquestación de la sinfonía, desde las partes solísticas a la integración de las diferentes familias, en una versión que tendió a la fusión de los elementos. Una brillantez orquestal de trazo firme, lirismo profundo pero no teatral, y cimas sonoras de impacto, cualidades estas que fueron, a su vez, para los abonados y aficionados a la música sinfónica, factores comunes de muchas de las actuaciones de Max Valdés al frente de la orquesta asturiana.